Las nueve musas
El día que Chesterton incendió el mundo

El día que Chesterton incendió el mundo

El Consejero de Roma

Se han referido muchas veces a Chesterton como al príncipe de las paradojas. Ese es, a mi entender, un título que le queda muy pequeño. Parece hacer referencia a un hombre ingenioso que creaba paradojas para entretenimiento de los lectores de su época.

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  • Chesterton, Gilbert Keith (Autor)

Pero ni siquiera en sus relatos e historias, como ‘El Padre Brown’ o ‘El hombre que fue jueves’, esas paradojas son meros juegos para enrevesar y crearle cierto vértigo a la lógica. Chesterton no era un simple feriante con un alumbrador puesto de paradojas. Poseedor de una claridad de pensamiento fuera de lo común, era sin embargo un acérrimo defensor del sentido común, y era ésta su arma más poderosa. Sus respuestas eran tan claras y a la vez sorprendentes como claras y sorprendentes son las preguntas de un niño. Por ello era temido como polemista y considerado como invencible en el debate, y por ello en sus obras narrativas y sus ensayos hay siempre un enfoque nuevo, una original forma de plantear y resolver un problema que nos produce admiración y a la vez la sensación de que el sentido común es en realidad un sentido particular de Chesterton.

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El hombre que fue jueves (El Club Diógenes)
  • Chesterton, Gilbert Keith (Autor)

A propósito de sus cualidades para el debate, él mismo afirmaba en su Autobiografía: «yo había debatido desde que nací, con mi hermano, por supuesto, y probablemente con mi niñera». Sus debates con Bernard Shaw se hicieron míticos, y no es de extrañar proviniendo de mentes con tanta clarividencia a la hora de defender sus opiniones. Prácticamente estaban en desacuerdo en todos los temas del mundo. Shaw defendía la abstinencia y el vegeterianismo, Chesterton la cerveza y las chuletas; uno el Superhombre y la secularización, el otro el hombre corriente y la religión. Para cualquier tema, Chesterton y Shaw eran los antagonistas ideológicos perfectos. Solo coincidían en una cosa, en una gran cosa: su absoluto respeto y simpatía por el otro; la certeza de que estaban luchando contra la idea y no contra el idealista, contra el vegeterianismo y no contra el vegetariano, o contra la religión y no contra el religioso. Si en el transcurso del debate uno de ellos tenía la sensación de recibir un golpe bajo, tenían suficiente conocimiento del otro como para estar seguros de que no había sido un golpe premeditado. En el mundo actual es ya casi imposible decirlo, pero estos dos escritores que parecían pelear por todo, en realidad nunca se pelearon por nada. Si hubieran estado de acuerdo en todo, probablemente no se hubieran profesado la amistad que realmente surgió a través de la admiración que cada uno despertaba en el otro. Chesterton era el gran polemista de Inglaterra y quizá del mundo, pero un polemista en un sentido de dignidad y consideración que se ha perdido. Como él mismo escribió, «la principal objeción a una pelea es que interrumpe una discusión».

El día que Chesterton incendió el mundo

Esa integridad y juego limpio tuvo como consecuencia algo impensable en alguien tan expuesto como él al debate público y a la exposición en forma de libros y artículos de sus ideas siempre controvertidas, y esa consecuencia fue la de no ganarse ningún enemigo. Bajo su gran presencia física (1’93 cm. de estatura, 133 Kg. de peso) e intelectual se escondía un bonachón incapaz de caer mal a nadie. Eran los mismos oponentes que se enfrentaban a él los que una vez acabada la disputa hablaban maravillas de su carácter. Había y hay un consenso sobre el hecho de que Chesteron, en persona, no podía generar antipatía.

Pero Chesterton, sobre este tema, tenía una ventaja, y era la precocidad. Desde muy pronto había tenido, en el sentido del debate, al enemigo en casa, pero con la particularidad de que ese enemigo era su amigo por naturaleza: su propio hermano. Con un adversario de esa categoria, no es de extrañar que el arte de la polémica no tuviera secretos para él. Cecil Chesterton, quien ha sido ensombrecido por la gran figura  (literal y figuradamente) de su hermano, poseía también una inteligencia arrolladora y una especial habilidad mental. Desde pequeños se enzarzaron en las más variadas discusiones, y resulta curioso pensar que ambos acabaron coincidiendo, mucho más tarde, en la Iglesia católica, tal como si su vidas se resumieran en salir de una misma madre, discutir amistosa pero acaloradamente, y volver a entrar a una madre común.

La idea que quería apuntar en estas líneas es que su especial habilidad para ganarse oponentes y no enemigos, proviene sin duda del hecho de que desde muy pronto vio a su hermano como oponente, por lo que más tarde vería a sus oponentes como hermanos. Mucho más tarde, después de que su hermano muriera en la guerra, escribiría: «me alegra pensar que no dejamos de discutir en todos aquellos años y que no reñimos ni una sola vez».

El día que Chesterton incendió el mundo Hay muy pocas críticas negativas respecto a las razones y argumentos de Chesterton; casi todas las críticas son hacía determinadas ideas, es decir hacia el planteamiento general, pero a menudo esa crítica negativa corre paralela a una crítica positiva sobre el hecho de que razonara tan admirablemente sobre ideas que nos parecen, o nos parecían, erróneas. Y sin embargo era todo lo contrario a un sofista, pues su compromiso con la verdad, dejando a un lado que coincidiera con la verdad de su oyente, oponente o lector, era incuestionable.

Una anécdota que puede aportar cierta idea de la capacidad intelectual de Chesterton es la referente a su libro Tomás de Aquino. Sus editores le habían encargado una biografía sobre santo Tomás de Aquino; su secretaria recordaba como Chesterton, después de despachar los asuntos diarios, le decía: «vamos a ponernos un rato con Tommy». Tras dictarle a su secretaria lo que conocía sobre el santo, encargó algunos libros sobre su biografía y, tras hojearlos rápidamente, se puso manos a la obra. ¿El resultado? Étienne Gilson, filósofo e historiador francés especializado en Tomás de Aquino, lo definió en su momento: «Chesterton hace que uno se desespere. He estado estudiando a santo Tomás durante toda mi vida y jamás podría haber escrito un libro como el suyo. Creo que es el mejor libro que se ha escrito jamás sobre santo Tomás, sin comparación posible».

«No hay página de Chesterton que no contenga un deslumbramiento. La literatura es una de las formas de la felicidad; tal vez ningún escritor me ha dado tantas horas felices como Chesterton».   (Jorge Luis Borges)

Nació en Campden Hill, Kensington, el 29 de mayo de 1874. Sus padres, Edward y Marie Louis, no eran grandes creyentes, pero aun así bautizaron a su hijo en una iglesia anglicana. Su hermana mayor, Beatrice, murió a muy temprana edad, así que Chesterton creció junto a su hermano Cecil, cinco años menor que él. Su padre era el propietario de una agencia inmobiliaria y de topógrafos, perteneciente a la familia desde hacía tres generaciones.  Durante su juventud se volvió agnóstico y estuvo influenciado por las corrientes filosóficas de su tiempo, como el subjetivismo moral y el nihilismo. Poco a poco, reaccionando contra aquellas tendencias filosóficas, se iría formando su propio pensamiento filosófico. Volvió con el tiempo al cristianismo y al anglicanismo de su infancia. En 1910 se casó con Frances Blogg. El matrimonio nunca pudo tener hijos pero, a pesar de esa desilusión, fue un matrimonio feliz. Para entonces ya era un periodista conocido y sus puntos de vista, especialmente lúcidos y originales, le habían ganado críticas muy favorables y una gran reputación. Hay muchas anécdotas respecto a Chesterton; sobre su tendencia a olvidar hacia dónde se dirigía se cuenta la del telegrama que le envió a su mujer con estas palabras: «Estoy en Market Harborough. ¿Dónde debería estar?». A lo que su esposa contestó: «En casa». Lamentablemente, el matrimonio no pudo tener hijos, pero Chesterton organizaba veladas con un pequeño teatro de marionetas y acudían a él los hijos de sus amigos y familiares junto a otros niños del barrio. Él mismo se encargaba de recortar y pintar las figuras y organizar junto a su mujer el espectáculo, además de idear el argumento y representarlo con su voz. Hay muchas declaraciones de aquellos que siendo niños acudieron a las veladas en la casa de Chesterton y Frances en Beaconsfield, y todas ellas coinciden en recordar a Chesterton como un hombre maravilloso y alegre, muy alejado de la imagen de un intelectual. «En el cuarto de los niños, sentado peligrosamente en una silla demasiado pequeña para su enorme corpachón, haciendo revivir sus marionetas y narrando con voz de trueno romances y trifulcas , con los que se reía casi más que nosotros», así lo recordaba Eleanor Jebb, hija del escritor Hilaire Belloc.

El día que Chesterton incendió el mundo

Mientras iba desarrollando su propia filosofía, fue descubriendo que parte de esa filosofía propia ya existía, y en forma tan antigua y grande que no había podido observarla con distancia: el catolicismo. Como Inglaterra era oficialmente protestante, y el anglicanismo la religión oficial, el catolicismo era centro de todas las críticas, y los intelectuales conversos al catolicismo sufrían una vejación pública. En un momento dado Chesterton se propuso estudiar con mentalidad abierta qué había de cierto en aquellas críticas que él mismo aceptaba sin más, y su conclusión fue que eran, una a una, falsas. Cuenta en su Autobiografía: «Comencé a examinar más atentamente la teología cristiana general que muchos detestaban y pocos examinaban. Pronto descubrí que realmente se correspondía con muchas de estas experiencias vitales y que incluso sus paradojas se correspondían con las paradojas de la vida». Sin embargo, entre estar de acuerdo con el catolicismo y ser católico había una gran distancia, y sobre todo era una decisión difícil de tomar. Los Padres John O’Connor y Ronald Knox, y los escritores Hilaire Belloc y Maurice Baring, fueron decisivos en su conversión final, en 1922, mucho después de que ya la hubiera aceptado de manera no oficial desde hacía varios años, como ya demostraba en libros como Herejes y Ortodoxia.

 Yo había empezado a descubrir que, en todo aquel cenagal de herejías inconsistentes e incompatibles, la única herejía realmente imperdonable era la de la ortodoxia.Los críticos se mostraron casi siempre elogiosos con lo que les gustaba llamar mis brillantes paradojas hasta que descubrieron que realmente yo quería exactamente decir lo que decía. A partir de ese momento, han sido más combativos, y no les culpo por ello.  (Chesterton, Autobiografía)

chestertonEfectivamente, a la sociedad inglesa intelectual le costaba creer, y de hecho no acababa de creer, que aquel jóven tan prometedor, inteligente e ingenioso creyera en el cristianismo cada vez de una forma más ortodoxa que le acercaba al catolicismo. Pero Chesterton no era un intelectual fácil de clasificar: patriota pero antiimperialista, conservador pero anticapitalista, demócrata y cristiano ortodoxo, amante de la libertad pero adorador del límite. Él no escribía paradojas, era una paradoja andante. Para entonces Chesterton ya había conocido las ideas más extravagantes y también las más aceptadas de su tiempo; había acudido a todo tipo de clubs y de conferencias y escuchado las más diversas teorías y filosofías, y a todas les encontraba grandes carencias. Ciertamente, el ateísmo se había diversificado y desde esa idea central había ido a parar a otras ideas o dogmas más imposibles de creer que la misma Trinidad. Esa sensación que vivió en aquella época es la que resumiría después en aquella frase que decía que «cuando alguien deja de creer en Dios, no es que ya no crea en nada, sino que cree en cualquier cosa». Se refería, por ejemplo, al hecho de que los ateos dejaran de creer en Dios por una especie de descreimiento racional, pero luego creyeran en el Superhombre como advenimiento y en Nietzsche como mesías, o en el solipsismo, o en ese humanismo que viene a decir que la humanidad es un Dios de millones de cabezas.

No es que yo hubiera empezado a creer en cosas sobrenaturales, sino que los ateos empezaron a no creer incluso en las cosas naturales. Al destruir ellos mismos cualquier posibilidad sensata o racional de una ética laica fueron los seculares los que me llevaron a la ética teológica. Yo podría haber sido laico, en tanto eso significara que yo me sintiera responsable ante la sociedad laica. Fue el Determinismo el que proclamó a voz en grito que yo no era responsable. Y puesto que prefiero que me traten como a un ser responsable y no como a un lunático que anda suelto, empecé a buscar a mi alrededor un refugio espiritual que no fuera simplemente un refugio de locos.     (Chesterton, Autobiografía)

En la actualidad los libros de Chesterton se editan con gran éxito en España. Se editan recopilaciones de sus artículos, surgen nuevas ediciones de nuevos textos traducidos y hay varios formatos del mismo libro. Este éxito resulta bastante extraño, y no porque el autor no lo merezca, todo lo contrario, pero muchas de las características de Chesterton, y sobre todo su ideología religiosa y política, cumplen con los requisitos paradigmáticos del ostracismo literario en España y en gran parte del mundo. Los dos rasgos más característicos de su pensamiento, su conservadurismo y su catolicismo, son razones suficientes para compartir olvido junto a otros grandes autores discriminados por las mismas razones. Si la obra de Chesterton ha conseguido superar ese gran handicap y romper las barreras del prejuicio, se debe en gran medida no sólo a la complejidad de su pensamiento, que altera en cierta forma las asociaciones que se atribuyen a cualquier católico y conservador, sino a la sorprendente y acertada manera de exponerlo. La deslumbradora manera de exponer su pensamiento, lleno de humor, paralelismos e imágenes, puede llevar a equívoco, pues un lector superficial puede correr el riesgo de quedarse con la forma y no con el fondo. Pero en Chesterton el fondo y la forma se encuentran armonizados de tal manera que parecen una sola cosa, y no hay una sola página suya en que la forma pueda oscurecer el fondo. La exuberancia de su prosa automatiza en el lector un axioma aceptado ligeramente: algo con tanto humor y belleza no puede ser un pensamiento profundo. Por la misma diversidad temática que trataba en sus escritos, Chesteron es con frecuencia llamado (entre otros adjetivos como periodista, escritor o poeta) pensador y no filósofo. Y sin embargo su pensamiento ha sido y es tratado con el mismo respeto y consideración que los grandes filósofos. Como decía, es la variedad temática la que dificultad encontrar el núcleo de su filosofía, pero esa dificultad es sólo un reto para el intérprete y el crítico. La esencia de su filosofía sigue brillando como el oro en las minas todavía sepultas.

G. K. Chesterton

Podría reseñar cualquiera de sus grandes obras, como hice en otro momento con su fabuloso ensayo ‘El hombre eterno’, pero en esta ocasión quiero citar un pequeño texto que ejemplifica varias cosas que he definido sobre la obra de Chesterton, sobre todo en lo que se refiere a pasar por alto la profundidad del pensamiento a causa de la altura de su prosa. Contiene, además, uno de los factores por los que el escritor inglés, siendo católico y conservador, atrae a lectores con una ideología progresista. Un factor es sin duda su anticapitalismo, aunque su ideal económico se encontraba equidistante tanto del capitalismo como del comunismo. El otro factor consiste en que, en cierta manera, su conservadurismo es subversivo. Más revolucionario que la revolución al uso, entendida en sus formas más irreflexivas. Chesterton era, sí, un conservador, pero era el tipo de conservador que por conservar el pelo de una niña está dispuesto a destruir el mundo. Para él, sólo existía una revolución allí donde había algo esencial que conservar; una revolución dirigida a la consecución de algo totalmente nuevo era imposible, y pensado detenidamente la historia de la humanidad, sin excluir por supuesto la historia contemporánea, le da la razón.

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Lo que está mal en el mundo: 171 (El Acantilado)
  • Los problemas cotidianos diseccionados con el certero bisturí chestertoniano.
  • Editorial:: Acantilado
  • Autor: : G. K.Chesterton
  • Encuadernación: : Rústica
  • Temática: : Gilbert K. Chesterton

‘Lo que está mal en el mundo’ es un libro publicado en 1910. En él Chesteron analiza los problemas de su tiempo con su habitual perspicacia. El libro es un claro ejemplo del equívoco que el lector de hoy puede experimentar al leer su obra. Por una parte, aludiendo al texto que me propongo analizar, nos encontramos con el Chesterton que aun a día de hoy nos parece más revolucionario que cualquier otro en nuestro tiempo; por otra parte encontramos lo que algunos pueden considerar como reaccionario, como sus ideas contrarias al sufragio universal o a la idea de emancipación de la mujer. Alguien puede cometer el error, antes de leer e incluso después de leer dichos textos, de que Chesteron era contario a la libertad de la mujer, pero eso sólo puede sucederle a quien no entienda cómo entendía Chesterton la libertad en general. Uno puede estar o no de acuerdo con lo que allí expone, pero no hay nada que induzca a pensar que Chesterton se oponía a la libertad de la mujer. Chesterton no se oponía a la emancipación de la mujer porque fuera emancipación, sino porque él creía que en absoluto aquello era emancipación. Él creía que la mujer era más libre en su casa de lo que el hombre era fuera de ella, y que el hecho de incorporar a la mujer a ese mundo exterior cuya principal característica era la falta de libertad, era esclavizar a la mujer con la ilusión de libertarla.  Este  fragmento de un artículo suyo quizá da una idea de lo que pensaba al respecto:

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En efecto, él no es tan libre. De los dos sexos la mujer está en una posición más poderosa: la mujer media está a la cabeza de algo en lo que puede hacer lo que quiere, mientras que el hombre promedio tiene que obedecer órdenes y nada más. Él tiene que poner un aburrido ladrillo encima de otro aburrido ladrillo y nada más, él tiene que sumarle una aburrida cantidad a otra aburrida cantidad y nada más. Puede que el mundo de la mujer sea pequeño, pero ella puede modificarlo. La mujer puede decirle algunas cosas realistas al comerciante con el que trata. Al empleado que hace esto a su jefe generalmente le dan la patada. Si estuvieran liberando a las mujeres para otra cosa, yo estaría más dispuesto. Si me pueden asegurar, en privado y con seriedad, que están liberando a las mujeres para que bailen en las montañas como las ninfas o para que adoren alguna monstruosa diosa, tomaré nota de su solicitud. Si están bastante seguros de que las damas en Brixton, en el momento en que renuncien a la cocina, golpearán grandes gongs y soplarán cuernos para Mumbo-Jumbo [una divinidad africana], entonces estaré de acuerdo en que la ocupación por lo menos es humana y más o menos entretenida. Las mujeres han sido liberadas para ser bacantes, han sido liberadas para ser vírgenes mártires, han sido liberadas para ser brujas. No les pidan hundirse en algo tan bajo como la alta cultura.  (Chesterton, La mujer)

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Enormes Minucias: Prólogo de Juan Lamillar (CLASICOS Y MODERNOS)
  • Editorial:: Espuela de plata
  • Autor: : G. K.Chesterton
  • Encuadernación: : Rústica
  • Temática: : Gilbert K. Chesterton
  • CHESTERTON GILBERT K. (Autor)

Gilbert Keith Chesterton    Como he dicho, entre estar en desacuerdo con esta visión y creer que esta visión está en desacuerdo con la libertad de la mujer, hay una gran diferencia. Chesterton pensaba que eso que llamaban emancipación era en realidad la rendición de la mujer ante el hombre. Hoy en día ya ha habido algunas voces feministas expresando esta misma opinión, es decir, la idea de que la incorporación de la mujer a un mundo cuyas reglas ya habían sido establecidas por el hombre no supone una liberación sino una extrapolación, y además negativa. Seguramente su idea central en este tema se puede resumir mejor en una frase que escribió en el mismo libro: «la cuestión no es si las mujeres sirven para votar; es si los votos son lo suficientemente buenos para las mujeres».

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La sal de la vida (CLASICOS Y MODERNOS)
  • Gilbert Keith Chesterton (Autor)

Pero dejando a un lado las opiniones, lo que quiero recalcar es el uso demasiado ligero en nuestros días del automatismo de la oposición tajante basada en ciertos criterios generales de una idea, y la incapacidad para reconocer a alguien afín a nuestros fines ideales porque difiere en los medios que conducen a ese fin. Si hago mención a esta parte de su obra es porque ejemplifica un error que se puede cometer a la hora de analizar la visión de Chesterton no solo sobre la libertad de la mujer, sino sobre la libertad en general. Ese error es el de pensar que Chesterton era contrario a la libertad, cuando lo único que alguien puede decir sin cometer una falacia es que su visión de la libertad era muy personal y muy diferente a la noción de libertad que, digámoslo de pasada, tan superficial e irreflexiva resulta en general en nuestros días. Para él la libertad y el límite no eran conceptos que se excluían, sino dependientes entre sí. Para explicarlo, podríamos imaginar a un hombre que se dedica a romper los límites que encuentra a su alrededor sin llegar a pensar por un momento que eran los límites de su propia casa, es decir los límites que le libraban de las inclemencias del tiempo. Chesterton no solo pensaba que la mujer era más libre en su casa, sino que pensaba que el hombre también lo era. No había un componente discriminatorio. De hecho, la teoría económica llamada distributismo que desarrolló junto a Hilaire Belloc se centraba en la propiedad como lugar de trabajo del hombre. En el mismo libro Lo que está mal en el mundo escribe del hombre:

 Pues la verdad es que para los moderadamente pobres, el hogar es el único lugar de libertad. No, es el único lugar de anarquía. Es el único sitio en la tierra en el que un hombre puede cambiar los planes de repente, hacer un experimento o permitirse un capricho. En cualquier otro lugar, debe aceptar las estrictas normas de la tienda, taberna, club o museo a los que entra. En su propia casa, puede comer en el suelo si quiere hacerlo. Yo a menudo lo hago; proporciona un sentimiento curioso, infantil, poético, de picnic. Para un hombre corriente y trabajador, la casa no es el único lugar tranquilo en un mundo de aventura. Es el único lugar salvaje en un mundo de reglas y tareas establecidas. El hogar es el único lugar en el que puede poner la alfombra en el techo o las tejas en el suelo si quiere hacerlo. Cuando un hombre pasa cada noche dando tumbos de bar en bar y de sala de fiestas en sala de fiestas, decimos que está llevando una vida irregular. Pero no es así: está llevando una vida sumamente regular bajo las aburridas, y a menudo opresivas, leyes de esos lugares.   (Chesterton, Lo agrestre doméstico)

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Este es uno de los temas que trata en su libro Lo que está mal en el mundo, como también trata de la propiedad, el pasado, la educación, el patriotismo, etc. Pero, como he dicho antes, hay hacia el final del libro un texto bajo el título de Conclusión en el que está presente el núcleo de su pensamiento y quizá una de los pensamientos políticos que más me han impactado. Si un estudiante de ciencias políticas no siente ninguna emoción al leer dicho texto, haría bien en abandonar la carrera. Si toda la terminología y la propedeútica de sus estudios políticos no le sirven para reconocer un discurso político cuando se basa en un asunto pragmático y cuando los términos científicos son traducidos al mundo real que representan, el estudio se torna ridículo. Es como si un profesor de matemáticas, al tener que contar las manzanas que hay en diez cajas donde se especifica la cantidad de manzanas por caja, se pusiera a contar una a una las manzanas para obtener el resultado final.

Chesterton llama a este texto parábola, y ciertamente contiene una enseñanza a través de un relato, sólo que ese relato es real. En él nos habla de una orden emitida por el gobierno, que a su vez estaba asesorado por expertos médicos, por la cual los pelos de los niños de los suburbios debía ser cortado muy corto para poner fin a la proliferación de piojos en aquellos días. Cualquier revolucionario o progresista hubiera leído la noticia con cierta indiferencia, pero ahí tenemos al conservador de Chesterton indignándose de tal manera que puedo imaginármelo sufriendo una combustión espontánea.

Conozco a muchas personas que son capaces de gritar la palabra libertad hasta la afonía pero que no son capaces de pensar sobre la libertad más de cinco minutos seguidos. Ese tipo de personas apenas se hubiera conmovido ante una noticia así. Al fin y al cabo, el pelo vuelve a crecer.  Pero esa noticia sin apenas importancia daña el nervio central de toda la filosofía de Chesterton. Si la política, las instituciones, los parlamentos, los comités, y en fin la civilización entera no pueden garantizar el que una niña conserve su pelo, entonces la civilización ha fracasado. Entonces no hay nada que valga la pena defender. No vale la pena hablar de patriotismo, de guerras, de democracia, de política. Porque todo aparato político, toda filosofía y toda institución están subordinados a la dignidad del ser humano, y si una parte de la anatomía humana debe ser suprimida por una mala política, entonces se están invirtiendo los términos. Todo el sistema político debe preservar lo antropológico, debe darse en holocausto si es preciso; no es lo antropológico lo que debe adaptarse para encajar en lo político. Y esta sencilla o al menos evidente forma de pensar en la relación del ser humano y la política es la que cualquiera no hubiera relacionado con el pelo de unos niños o de una niña en concreto. Cualquier otra noticia con las palabras «guerra», «hambre» o «economía» hubiera atraído nuestra atención y eclipsado otra como «pelo». Pero la mente de Chesterton funcionaba de otra manera.

El día que Chesterton incendió el mundo Parece ser, según el propio texto, que mientras escribía esas líneas magistrales vio pasar a una niña pelirroja (sus narraciones están llenas de alusiones a pelirrojos) y le sirvió para decir, hacia el final del texto, que con el pelo rojo de esa niña prendería fuego a toda la civilización moderna. Este es el conservadurismo de Chesterton, que está dispuesto a acabar con el mundo si ese mundo no es capaz de conservar el pelo de una niña. La frase que a mi entender contiene la síntesis de todo el asunto es la siguiente: «sólo por medio de instituciones eternas como el pelo podemos someter a prueba instituciones pasajeras como los imperios». No se me ocurre otra frase que resuma mejor la visión política de Chesterton. Tampoco se me ocurre otro texto mejor para acabar con cualquier prejuicio que alguien pueda tener sobre Chesterton a causa de su religión. Es el mismo prejuicio que llevará a algunos a no leer un libro llamado Ortodoxia, sin duda invadidos de un profundo miedo interior a encontrar razones contra sus convicciones, y sin duda también porque hay palabras que son herejías para el mundo moderno. Sin embargo se estarán perdiendo una de las mejores y más peculiares formas de la alegría, y a una de las mentes más lúcidas y originales del siglo XX. Chesterton pasó por el mundo con su gran corpulencia física y su gran inteligencia, con su asombro inextinguible por las cosas pequeñas y con su alegría y bondad contagiosas, pero hubo un día en que quiso incendiar el mundo por el pelo de una niña.

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CONCLUSIÓN

POR G.K. CHESTERTON

Hace un tiempo algunos médicos y otras personas a las que la ley moderna autorizó a dictar normas a sus conciudadanos menos elegantes emitieron una orden que decía que había que cortar el pelo muy corto a las niñas pequeñas. Me refiero, naturalmente, a aquellas niñas pequeñas cuyos padres fueran pobres. Muchas costumbres antihigiénicas son habituales entre las niñas ricas, pero pasará mucho tiempo antes de que los médicos se metan con ellas. Ahora bien, la cuestión que provocó esta interferencia concreta fue que los pobres se encuentran tan presionados desde arriba, en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos. En consecuencia, los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos. Y, sin embargo, eso se podría hacer. Como suele ocurrir en muchas conversaciones modernas, lo innombrable es la base de toda la discusión. A cualquier cristiano (es decir, a cualquier hombre con un alma libre) le resulta evidente que cualquier coacción ejercida sobre la hija de un cochero debería ser aplicada, si es posible, a la hija de un ministro del gabinete. No preguntaré por qué los médicos no aplican de hecho su norma a las hijas de los ministros del gabinete.

No lo preguntaré porque lo sé. No lo hacen porque no se atreven. Pero ¿qué excusa esgrimirán, qué argumento plausible utilizarán, para cortar el pelo de los niños pobres y no el de los ricos? Su argumento consistirá en decir que la plaga aparecerá más probablemente en el pelo de los pobres que de los ricos. ¿Y por qué? Porque los niños pobres se ven obligados (contra todos los instintos de las sumamente domésticas clases trabajadoras) a apiñarse en habitaciones pequeñas según un sistema de instrucción pública sumamente ineficaz, y porque en uno de cada cuarenta niños puede encontrarse el mal. ¿Y por qué? Porque el hombre pobre está tan por debajo de las grandes rentas de los grandes terratenientes que es frecuente que su mujer también tenga que trabajar. Por tanto, no tiene tiempo de cuidar a los niños, y, por tanto, uno de cada cuarenta está sucio. Como el obrero tiene a esas dos personas por encima de él, el terrateniente sentado (literalmente) sobre su barriga, y el maestro de escuela sentado (literalmente) sobre su cabeza, el obrero tiene que dejar que el pelo de su hijita, primero, sea descuidado por culpa de la pobreza y, segundo, sea abolido en nombre de la higiene. Es posible que él estuviera orgulloso del pelo de su niña. Pero él no cuenta.

Sobre este sencillo principio (o, más bien, precedente), el médico sociólogo sigue adelante con alegría. Cuando una tiranía libertina pisotea a los hombres en el polvo hasta que se les ensucia el pelo, el camino de la ciencia queda expedito. Sería largo y laborioso cortar las cabezas de los tiranos; es más fácil cortar el pelo de los esclavos. Del mismo modo, si alguna vez llegara a ocurrir que los niños pobres, gritando de dolor de muelas, molestaran a un maestro de escuela o un artístico caballero, sería fácil sacarles todos los dientes; si sus uñas estuviesen muy sucias, se les podrían arrancar; sí sus narices moquearan, se les podrían cortar. La apariencia de nuestros humildes conciudadanos podría simplificarse de manera notable antes de que acabáramos con ellos. Pero todo esto no es peor que el hecho brutal de que un médico pueda entrar en la casa de un hombre libre, con una hija cuyo pelo puede estar más limpio que las flores de primavera, y ordenarle que se lo corte.

Esa gente nunca parece darse cuenta de que la lección de los piojos en los suburbios es que lo que está mal son los suburbios, no el pelo. El pelo es, por así decirlo, una cuestión enraizada. Su enemigo (como los demás insectos y los ejércitos orientales de los que hemos hablado) rara vez cae sobre nosotros. En realidad, sólo por medio de instituciones eternas como el pelo podemos someter a prueba instituciones pasajeras como los imperios. Si una casa está construida de manera que al entrar nos arranca la cabeza, es que está mal construida.La plebe nunca puede rebelarse si no es conservadora, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse. En toda nuestra anarquía, lo más terrible es pensar que la mayor parte de los ataques librados en nombre de la libertad no podrían librarse hoy día, debido al oscurecimiento de las limpias costumbres populares de las que procedían. El insulto que hizo caer el martillo de Wat Tyler 101 podría haberse llamado hoy día «examen médico». Lo que el Virginius 102 odiaba y vengó como espantoso esclavismo podría ensalzarse ahora como amor libre. El cruel sarcasmo de Foulon, 103 «¡Que coman hierba!», podría representarse ahora como el grito agonizante de un vegetariano idealista. Las grandes tijeras de la ciencia que cortarían los rizos de los pobres niñitos de las escuelas se acercan, cada vez más amenazantes, para cortar todas las esquinas y los flecos de las artes y los honores de los pobres. Pronto estarán retorciendo pescuezos para que se adapten a los cuellos limpios, y destrozando pies para que encajen en nuevas botas. No parecen darse cuenta de que el cuerpo es algo más que vestimenta; de que el sábado se hizo para el hombre; de que todas las instituciones serán juzgadas y condenadas por no haberse adaptado a la carne y al espíritu normales. La prueba de la cordura política consiste en conservar la cabeza.

La prueba de la cordura artística consiste en conservar el pelo.

Ahora bien, la parábola y el propósito de estas últimas páginas, y sin duda de todas ellas, es ésta: afirmar que debemos empezarlo todo de nuevo enseguida, y empezar por el otro extremo. Yo empiezo por el pelo de una niña. Sé que eso es una buena cosa en cualquier caso. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras inexorables que son las piedras de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes y las ciencias están en contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio; porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una redistribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla de pelo rojo dorado, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser destrozados y mutilados para servirla a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor, la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos se desplomarán, pero no habrá de dañarse ni un pelo de su cabeza.


101 Campesino que inició una revuelta golpeando con un martillo en la cabeza a un recaudador de impuestos que atacó a su hija, en 1381.

102 Barco utilizado por los insurrectos de Cuba y Venezuela entre 1870 y 1873 para transportar armas y hombres en su lucha contra España.

103 Personaje de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

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Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español.

Aunque sus comienzos estuvieron enfocados hacia la poesía y la narrativa (ganador II Premio Palabra sobre Palabra de Relato Breve) su escritura ha ido dirigiéndose cada vez más hacia el artículo y el ensayo.

Su pensamiento está marcado por su retorno al cristianismo y se caracteriza por su crítica a la posmodernidad, el capitalismo, el comunismo, y la izquierda y derecha políticas.

Actualmente se encuentra ultimando un ensayo.

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