Las nueve musas
Llamada para un muerto

Llamada para un muerto (1966), de Sidney Lumet

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Un espía urde, descifra, intriga. Los espías actúan en un escenario en el que intentan camuflarse con un repertorio de máscaras. La realidad es un escenario definido por las tramas y códigos, que unos intentan disimular bajo una apariencia que pueda ser inextricable y los otros, sus rivales, desentrañar.

Unos y otros, jugadores en diversas facciones enfrentadas definen la realidad como un campo de batalla en el que establecen un pulso a través de escenificaciones y manipulaciones.

Sidney Lumet
Sidney Lumet – De gdcgraphics, CC BY-SA 2.0

En ese escenario, esa realidad adulterada, son lo que aparentan y representan. El otro debe sólo percibir la máscara que distrae y oculta sus intenciones e intereses. Unos y otros se convierten en una incógnita esquiva que descifrar. ¿Qué reflejo evidencia en las relaciones íntimas y cotidianas?

Colores apagados, como las decepciones de la vida. Para la adaptación de la primera novela de John Le Carre, ‘Llamada para un muerto‘ (The deadly affair, 1966), Sidney Lumet quería colores amortiguados, apagados, ‘colores sin color’, como si se les hubiera desprovisto de viveza, como un otoño que ya se encoge en un cielo que parece permanentemente nublado.

El director de fotografía Freddie Young aplicó por primera vez una técnica de pre-exposición que se denominó ‘flashing’ o ‘Pre-fogging’, como si una tenue neblina se interpusiera como una sutil capa, como esa sensación difusa tras aún no despertar del todo que se superpone a la vista que aún no consigue enfocar del todo.

Charlie Dobbs (extraordinario James Mason), que en la novela es la primera aparición, en la obra de Le Carre, de George Smiley (nombre que no pudo utilizarse por cuestión de derechos), siente que su vida se ha desenfocado, marchitado.

La investigación que tiene que realizar, el por qué se ha suicidado el funcionario del Ministerio de Asuntos exteriores Samuel Fennan, al que interroga, en la primera secuencia en un parque, por sospechas sobre una vinculación comunista pretérita que ha sido denunciada por un anónimo, no deja de ser una propia inmersión en su particular progresivo suicidio vital por el atasco en el que se encuentra, o más bien desquicia, la tortuosa relación que mantiene con su esposa (Harriet Andersson), y que se puede ampliar a todo el espectro, nunca mejor dicho, de su vida.

En cierto momento, en otra de las confrontaciones con Ann, expresa que adoptó una actitud agresiva en el trabajo, y en cambio una dulce con ella, pero ha perdido el trabajo. Y aunque no completa la frase, los puntos suspensivos de su elocuente expresión, de quien se siente perplejamente desubicado, evidencian cómo también sabe que está perdiendo a su mujer aunque se dilate ese desencuentro en una convivencia que es más bien mutua tortura y compartida desesperación contenida. ¿Ha descifrado que ella se distancia, y busca otras direcciones, otros hombres, o su inseguridad es la que, principalmente, está determinando ese distanciamiento, e incluso que ella busque otras direcciones, otros hombres?

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  • James Mason, Simone Signoret, Maximilian Schell (Actores)
  • Sidney Lumet (Director)
  • Calificación de la Audiencia: Pendiente de calificación por edades

»Llamada para un muerto’ fue una de las producciones británicas que Lumet realizó en aquellos años, entre mediados de los sesenta e inicios de los setenta. Implacables radiografías de las sórdidas miserias y turbias tinieblas morales de las instituciones, caso de la militar y la policial, respectivamente, en dos de sus mejores obras, ‘La colina‘ (1965) o ‘La ofensa‘ (1972). ‘Llamada para un muerto‘ se teje sobre la corrupción de las ilusiones, la complicación y enmarañamiento de las relaciones sociales, ya expuesto en la reflexión inicial de Fennan, por cómo su vínculo comunista, en su juventud, lo contextualiza en la década de los 30 con la lucha contra el fascismo en España: aquella ilusión de transformar la sociedad, de mejorar, se vio seguida por la decepción por los pies de barro del ídolo, el sistema comunista. Lo que parecía la alternativa también se degradó al sistematizarse. Ambos, Fennan y Dobbs, cruzan un puente, en un entorno natural.

¿Qué puentes es capaz de construir el ser humano ? ¿Por qué enseguida más bien los convierte en barreras que se interponen y distancian? ¿Cómo se puede encontrar la autenticidad si parece predominar la doblez, el desencuentro, como una neblina que no deja de interponerse?. De alguna manera, la investigación supone también el rastreo de esa integridad que fácilmente parece dañarse o perderse. Fennan adquiere la condición de representación de la honestidad, o último vestigio de ella. Por eso, Dobbs desesperará por las mezquindades de la institución gubernamental en la que trabaja, el MI5, por la prioridad que dan a las conveniencias de la imagen que necesitan proyectar. Y por eso decidirá dimitir de su cargo. Esa preferencia de su superior por una resolución que apueste por el suicidio implica de nuevo optar por amordazar las evidencias. Dotar de pruebas al asesinato supone, por contra, evidenciar cómo la corrupción y la conveniencia han asesinado a la integridad, da igual que facción o sistema, y quizá así recuperar algún resquicio de la que aún pueda brotar. Por lo menos, evidenciar que la integridad no se suicida, sino que se mata por quienes fácilmente se desprenden de ella.

máscaras

Por eso, el proceso de investigación evidenciará que quien era el agente doble no era Fennan sino su  esposa, Elsa (Simone Signoret), una mujer cuyo dolor pasado, como prisionera en un campo de concentración, y su desilusión porque Occidente hubiera asimilado a muchos de aquellos culpables, la habían determinado a la colaboración con el otro sistema. No deja de ser el reflejo de las ilusiones dañadas de Dobbs, conjugadas en la narración, la de la amistad, por cuanto el espía comunista al que persigue es el que fue su pupilo y antiguo colaborador durante la segunda guerra mundial, Dieter (Maximilian Schell), y la del amor,  su relación con Ann.

La presencia de la actriz sueca hace más evidente el vínculo con el cine de Ingmar Bergman, por cómo enfoca las relaciones de pareja de modo descarnado, como si destripara, sin afectación, su obscena entraña, como si se despellejaran las emociones (que alcanzará su máxima depuración en la conversación entre el policía encarnado por Sean Connery y su esposa en ‘La ofensa’). Se hacen daño entre ellos y a sí mismos, aunque parece que quisieran que la relación fuera lo contrario. Ella desespera con sus celos, y aunque tengan su base real (aunque quizá más provocada que intencional), quisiera que él no priorizara esa  actitud masoquista combinada con reproches sino que más bien posibilitara una reconciliación. Porque ¿está su relación ya irremisiblemente dañada y la estiran tortuosamente o más bien la dañan porque su inseguridad y torpeza distancia pese a sus deseos de aproximación?.

Al respecto destaca una excepcional secuencia, casi toda en plano secuencia de larga duración con reencuadres y variaciones de posiciones de ambos en el encuadre (o de ella, al principio en primer término, y después tras él), que además de poner de manifiesto el excepcional talento de Mason (su dominio de la expresión corporal), también el de Lumet, ya que rompe la planificación, como una convulsa fisura, con un primer plano de ella, con su gesto de dolida decepción cuando él, de espaldas a ella, muestra su resignada ‘comprensión’ de la tendencia pasional de ella frente a la indolencia de él, ya que ella desea fervientemente que él no acepte sus relaciones con otros, sino que pelee por ella, que demuestre su pasión (por eso su reproche de que sea agresivo en el trabajo pero no con ella).

Dobbs permanece suspendido en  esa ofuscación, una dinámica de indecisa relación que le va minando, que quiere mantener a la par que le causa un desolador dolor, como ha mantenido con su propio trabajo, entre la aquiescencia del hábito y la insatisfacción. El detonante que resitue ambas, que reviente el escenario, será enfrentarse a la decepción de la amistad, pero también a su propio reflejo siniestro, ya que Dieter, que ha manipulado a Ann para mantener una relación sexual con ella, aprovechándose de su circunstancia vulnerable y despechada, fue, al fin y al cabo, como pupilo, alguien que él instruyó.

Elocuentemente, el momento de la ‘revelación’ (quién es el agente comunista que persigue), acontecerá durante una representación teatral, en concreto de ‘Eduardo II’, de Christopher Marlowe. Elsa, el reflejo simbólico de su esposa, será asesinada por Dieter (en una admirable equiparación de los diálogos de la escena representada con las expresiones y miradas de y entre uno y otra). En una historia de neblinosas indecisiones, como las de Dobbs, de quien no sabe decidirse a ‘partir’, o a romper amarras,  y con respecto a qué, o de crear otro destino, el esplendido desenlace tiene lugar, precisamente, en un nocturno muelle, entre cuyas sucias aguas desaparece el cuerpo de Dieter, el cuerpo de su decepción, la máscara de una corrupción de la que necesitaba desprenderse para empezar a enfocar en una dirección que sea la propia, y con quien sí está decidido a saber ver.

Alexander Zárate

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