Las nueve musas

Crepúsculo en el Gólgota

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A la memoria de Néstor Gubitosi

Un hombre nació en un pesebre y murió en una cruz. Esos dos rudimentos signaron su vida. Su madre lo bautizó Jesús. Otros lo llamaron Cristo.

La nominación es lo de menos. Lo relevante es que en torno a su figura se ha tramado una prolífica leyenda que a muchos le sirve de consuelo a la hora de atenuar los embates del mundo. Aunque son pocos los datos fehacientes de su vida. Y dudosos.

Crepúsculo en el Gólgota
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De la fábula emerge un hombre ungido con el don de la palabra que –como Sócrates– eludió la letra escrita: conocemos su verbo a través de otros escribas, seguidores suyos, que lo retrataron post mortem. En vida, no fue muy popular. Convocaba apenas a un puñado de adeptos y algunos curiosos. Aunque se dice que conoció el apogeo en ocasión de recitar sus bienaventuranzas en una montaña ante un número caudaloso de oyentes y que al ingresar montado en un burro a la ciudad santa fue venerado y proclamado rey por una multitud. Lo cierto es que ese clamor no le bastó a la hora de eludir el cadalso.

La tersura de su verbo tuvo su contrapunto. De su biografía se infieren rastros de un temperamento atormentado y ciertas monomanías de alguien que conoció la angustia, la duda y los demonios de la soledad. Ese aspecto lo ilustró con elocuencia Kazantzakis.

No tuvo amigos; tuvo devotos y discípulos. Su escarceo con las mujeres –si lo tuvo– permaneció bajo un estricto hermetismo. O en todo caso, no se le conocen romances resonantes. Fueron otras sus aficiones. Y las cultivó con desmesura. Gustaba emprender largos derroteros, vagar meses por el desierto y retirarse a meditar. También, abocarse con fervor al merodeo retórico. Poseía extraordinarias dotes de orador y una lucidez inmediata para la esgrima verbal. Solía apelar a parábolas y alegorías donde conjugaba temas populares con un fino esteticismo. Si los textos preservados son fieles a su verba, fue sin duda un poeta eximio; es decir, un hombre a quien la belleza desveló más que la verdad.

No obstante, cayó en exabruptos célebres y en las tentaciones de la ira. Dicen que cierta vez abjuró de su madre y sus hermanos y que predicó la violencia como método: fue cuando sus parábolas trocaron el agua por el fuego. Dicen, también, que se llamó a sí mismo hijo de Dios y nos llamó sus hermanos. Algunos le creyeron y lo tomaron por un redentor. Otros, por un charlatán inofensivo o por un artista trashumante que hizo de la palabra y la prestidigitación su precario modo de vida.

Lo seguro es que careció de astucia política y que exageró con sus diatribas. Ese desequilibrio, quizá, le costó la vida. Una cofradía enquistada en el poder avizoró beneficios inmediatos: rotuló sus jaculatorias como una amenaza a la tradición y la paz social y se agenció un chivo expiatorio. El proceso, como era de prever, terminó en condena. A decir verdad, un tanto exorbitada. Pasó sus últimos días sometido a la tortura y su cuerpo flagelado acabó clavado en una cruz, en lo alto de una comarca infestada de fósiles humanos. Acaso en ese momento construyó su escena inolvidable, el ápice ético que colmó de sentido su vida: minutos antes de morir, pese al horror sufrido en el calvario, pese al atroz castigo padecido, dio vida a un gesto sublime, un gesto que puede redimir la condición humana.

GólgotaA su lado, en las mismas sangrientas condiciones, morían otros dos hombres. Ambos aparentemente abocados al hurto (aunque siendo fuente del dato la justicia, cabe no otorgarle mayor crédito). La única certeza es que los tres habían sido martirizados y clavados a una cruz. Algunos ubican a Cristo en la del medio; otros lo colocan a un costado. La disposición no hace a la cosa. Lo importante es que uno de ellos, visiblemente desesperado, invadido de un súbito terror, le pidió a su compañero de muerte el paraíso. Y Jesús, con una nobleza excelsa, con una sensibilidad conmovedora, se lo concedió.

La anécdota puede parecer una nimiedad: apenas unas breves palabras que en un ocaso balbucean dos moribundos. Sin embargo, esa lacónica alocución, ese escueto diálogo entre desahuciados, delata de un modo contundente el temple extraordinario de un hombre. Y subrayo hombre. Porque si la fábula religiosa fuera cierta –es decir, si primara el mito sobre el hombre y se lo entendiera como un enviado de Dios o un hijo de Dios u otra figura mítica–, la majestad de aquel gesto se diluiría de inmediato. Uno tendería a impugnarlo, a descreer de su conducta. Estaríamos ante una suerte de potentado que hace caridad con retazos de su profuso patrimonio, un demagogo que regala parcelas de paraíso de modo arbitrario. ¿Cómo se entiende sino que decida obsequiar el cielo a un sujeto porque simplemente se lo pida? ¿Qué méritos detentaba aquél en su haber? ¿Quién puede asegurar que no hubiera sido un impío o un ser execrable que causó padecimiento deliberado a otros hombres? ¿Merecía acaso la gloria del paraíso por la simple circunstancia de estar sufriendo a su lado? ¿Lo merecía por el mero hecho de padecer la cruz junto a él? Salvo, claro está, que desde su condición divina, Cristo hubiera vislumbrado la trayectoria proba del hombre. Pero entonces el gesto dadivoso carecería valor: no sería más que una justa recompensa por el ejercicio de la virtud.

Si en cambio Jesús estaba desprovisto de divinidad, si en rigor fue uno más de los mortales, un fabulador, un charlatán, un traficante de ilusiones, entonces uno podría recuperar la fe, reconciliarse con la humanidad: en su gesto se entrevería un acto de grandeza. Porque como hombre, inmerso en la vorágine de su propio dolor, tan vencido y extenuado como su ladero, no sólo es capaz de sobreponerse a su propio suplicio sino, en un esfuerzo temperamental rayano con la proeza, adoptar una actitud conmovedora: tenderle al otro su mano, erigirse en su sostén.

Jesús sabe –en tanto hombre– que es incapaz de ofrendar un paraíso, sabe que quizás el paraíso no exista, que se trata de una ilusión que él prodigaba por el desierto y que había encarnado en su compañero de muerte. Pero sabe, también, que esa ilusión puede salvarlo, que puede brindarle el sosiego que precisa a la hora de morir, que puede llevarlo a la muerte imbuido de cierta dicha.

Ese es el punto. Ese hombre moribundo, quebrantado de dolor, vejado por los centuriones, flagelado por la tortura y ya a punto de expirar, realiza un esfuerzo ciclópeo y le concede a su vecino de cruz aquello que añora. El Jesús humano, ese predicador de ilusiones, ese embaucador inofensivo que vivió toda su vida del don de la palabra, salva al hombre aterrado que está muriendo a su lado. Precisamente son sus palabras las que le conceden a su compañero de calvario la posibilidad de morir en paz.

Claro que caben otras hipótesis. No menos válido es aventurar, por ejemplo, que Cristo le dijo que sí, que se lo concedía, para desentenderse del otro, para poder estar él mismo en paz con su propio dolor y no verse acosado, además, con la carga de angustia que su ladero le acarreaba. Cristo accede, le dice que estará junto a él en el paraíso, con tal de librase del fastidio de ese hombre. Pero ese eventual desinterés no le quita grandeza al acto. Más aún, impugnar la respuesta presumiendo una eventual indiferencia emotiva de Jesús deviene una conjetura accesoria a la escena que de ningún modo invalida la belleza dramática de aquel diálogo. Expone, en todo caso, una voluntad incrédula del exégeta –legítima, si se quiere– tendiente a trocar el encanto de la fábula por un argumento funcional al egotismo. Pero ese enroque no anula el efecto de la réplica. Cristo, inmerso en su propio dolor y aun dudándose de su íntima intención le sigue concediendo el paraíso. Lo sigue salvando.

Por otra parte, aun ante la presunción de una apatía o una mezquindad emotiva, cabe preguntarse si acaso el supuesto fastidio de Cristo ante la petición del otro no pudo haber cobrado otra forma, encauzarse en otra reacción, quizá en la mofa, la injuria o el silencio. Sin embargo, optó por declamarle lo que aquél anhelaba oír. Pese a la supuesta desidia, pese todos los reparos –certeros o no– que las mentes más sagaces quieran aducir –y que entrarán siempre en el inasible terreno de la especulación, en las infinitas fluctuaciones de la duda–, el hecho objetivo no variará: Cristo accedió a la petición de su compañero. Lo que le otorgaría incluso un doble mérito, porque pese al presunto hastío que le promovía el reclamo, optó por brindarle la respuesta que lo haría más feliz.

La otra justa sospecha, en vista del estado de ambos hombres, es que aquel diálogo fuera el fruto de un delirio compartido, un mutuo entendimiento entre dos seres que desvariaban por el castigo padecido. Y en ese supuesto, ¿por qué menospreciar el desvarío? ¿Por qué conferirle un rango menor al del diálogo silogístico? ¿Por qué atribuir a la lógica una lucidez denegada al arrebato irracional? Es cierto, pudo haber sido la locución de dos enajenados. Aun así nada cambia. Por el contrario, tal vez la escena se potencie. Porque bien puede verse en ese dislate un desahogo de todo freno inhibitorio, una inmunidad contra los convencionalismos de la conducta, una licencia para lo espontáneo, una liberación. Nada reprimido habría en ese diálogo entre dos perturbados. Afloraría, en cambio, en su delirio oral previo a la muerte, lo mejor y lo peor de ellos. Y lo que afloró en labios de Jesús fue una respuesta estremecedora, llena de dignidad.

En todo caso, de la interpretación precedente podría desprenderse que el paraíso mora en los labios de un psicótico, que la posibilidad de alcanzar el anhelado edén descansa en la verba de un demente, un delirante, un loco. ¿Y de qué otra forma se puede peticionar y conceder el paraíso si no a través de algún tipo de delirio? ¿Qué otra cosa connota ya la existencia de esa palabra si no una suerte de extravío místico?

En suma, sea egoísmo, desidia, delirio o extrema lucidez, subyace siempre en la fábula un hecho irrefutable: la epifanía del milagro a partir de una palabra. Poco importa detenerse en el correlato real de esa palabra. ¡Qué puede importar la realidad del paraíso! Si éste no existiera, si fuera una entelequia o un mero abuso retórico, en ese definitivo instante cobró visos irrebatibles de verdad. Como un fogonazo, como una revelación, en ese preciso ápice de la historia el paraíso encarnó en la vida y la muerte de un hombre. Y eso es lo que quedará para siempre en la memoria genética de la humanidad: hubo una vez un crepúsculo en Jerusalén, en el que un hombre, en el soplo último de su vida, halló por fin el paraíso. Ese hombre fue un ladrón de Judea.

Desconocemos si Cristo halló alguna vez su paraíso. Se dice que debajo de su cruz había dos mujeres y un joven discípulo que lo amaron. Y que los demás no estaban ahí. Se habían dispersado en temores, en contratiempos, en obligaciones diversas. Sin embargo, Cristo denunció otro abandono. Vaya paradoja: el ladrón halló en Jesús un padre, un cielo protector; y el dador se sintió abandonado por el suyo.

Piedra natural del Gólgota en la parte baja de la Capilla de Adán

Nuestros pobres cánones humanos podrían aducir una iniquidad del destino. No obstante, podemos también invertir los términos, podemos pensar que Jesús, al conceder aquel verbo último, obtuvo lo que había buscado toda su vida. Toda su prédica, toda su doctrina –verdadera o falsa, auténtica o especulativa–, toda su verborrea, su perorata, sus parábolas encantadoras, su poesía sutil, alcanzó el apogeo en esa escena final. En ese crepúsculo, por fin, una palabra suya sería más poderosa que nunca antes. Mucho más que en otras tantas escenas precedentes tan caras a la suspicacia. Porque no estamos, en el caso, ante uno de sus dudosos prodigios. No se trata de un suceso sobrenatural. Es una acción que no encierra ningún esoterismo, ninguna imaginería, ningún truco. Es un gesto llano, simple. Y además, carente de rédito ulterior. No detenta otro beneficio que la satisfacción personal e inmediata: la íntima certidumbre de mitigar la zozobra emocional de un desahuciado. Íntima en todo sentido. Porque no apela a la declamación pública. No fue un discurso para su grey. Es preciso señalarlo. Tampoco detenta un fin publicitario. Tal vez sus portentos anteriores podrían leerse como un recurso promocional en aras de ganar adeptos. Éste carece de ese vicio. ¿De qué le serviría? ¿Cómo le redundaría ese supuesto? Tanto él como su compañero de calvario ya se encuentran al borde de la muerte. Y además el tono de la interlocución desbarata esa conjetura: dadas las condiciones físicas de ambos, ese diálogo no pudo más que producirse entre suspiros, tiene que haber sido apenas un murmullo, un susurro, un secreto fraterno. Y ese recato, esa delicada discreción, exalta el hecho, lo envuelve en un halo de beatitud.

Algunos incrédulos aducen que Cristo, el demagogo, el embaucador, el traficante de anhelos, el predicador de ilusiones, halla al final de su vida una oportunidad de redención y la aprovecha. Sin embargo, ¿para qué la precisaba? ¿Qué mal debía expiar? Salvo la ingratitud retórica hacia su madre o la voladura de las mesas de unos cuantos cambistas –una bribonada más traviesa que maliciosa– no había cometido ni incitado a ningún acto abyecto o atroz. Se retrucará que en algún momento enfureció y predicó la violencia. Pero ese episodio halló su reparación: a la hora de la verdad, detuvo la daga de Pedro. Y en última instancia, todo hombre merece ser evaluado por lo medular de su conducta. De lo contrario se caería en la apología del desliz.

Lo relevante de su trayectoria es que se dedicó a transitar un territorio e ilusionar a unos pocos pobres de espíritu con una ventura venidera, sin obtener de ello más prebendas que la devota adulación de su séquito, módicas dádivas y quizá un sitial de privilegio en alguna fiesta. Aun con sus yerros y desvíos, no hizo más que repartir esperanza; un bien capaz de aliviar el trajín existencial de los mortales. Ese fue su oficio. Tan sólo ése. Y lo ejerció con vocación hasta el instante último en el que entró en la muerte.

Gustavo Bernstein

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