Las nueve musas
Yorgos Lanthimos

Yorgos Lanthimos: un extraño entre los Oscars

Promocionamos tu libro

Las profundas transformaciones que está sufriendo el mundo del cine han alcanzado ya incluso a una celebración tan conservadora como la entrega de los Oscars, a veces tan predecible como excluyente con ciertos géneros o directores.

No ya porque “Roma”, el extraordinario trabajo de Alfonso Cuarón, una producción mexicana (aunque estrenada en pocos cines, no deja de ser otro de esos alardes creativos que se permite Netflix) y hablada por completo en español, se haya hecho con diez nominaciones (incluyendo mejor película y mejor película extranjera, lo que podría proporcionarle un doblete jamás visto, y menos aún imaginado), un golpe que a ver cómo encaja la todopoderosa industria estadounidense, que apenas aporta títulos interesantes a unos premios que se concibieron para coronar sus logros.

Es que repasar la lista es invertir en decepciones.

Yorgos Lanthimos durante el rodaje de La favorita
Yorgos Lanthimos durante el rodaje de La favorita

Bryan Singer, director de la plomiza “Bohemian Rapsody” (mucho mejor escuchar a Queen sin tener que pasar por este filtro descafeinado), queda muy lejos hasta de aparecer en agradecimiento alguno porque está más que sepultado bajo diversas acusaciones de haber cometido abuso de menores, cuando aún no han podido sacudirse de encima los escándalos de agresión sexual y violencia machista; el irrelevante remake de “Ha nacido una estrella” (descartada la posibilidad de que la estatuilla a mejor actriz acabe en manos de Lady Gaga, porque esa categoría esta insuperablemente copada) y el saludable descaro de “El vicio del poder” quedan pues como las dos grandes películas rodadas en Estados Unidos en lo que va de año (ya solo este dato le pone a uno las butacas de punta); “Black Panther”, con logros ajenos a su calidad, es la concesión de la academia a un género que abarrota las arcas, y tiene como valor añadido redondear el espíritu de integración, que hace doblete al incluir también la meliflua propuesta de Spike Lee (“Infiltrado en el KKKlan”), quien en otro tiempo fuera un rabioso y algo enloquecido director que levantaba ampollas con sus denuncias racistas y que acaba siendo nominado por una de sus peores películas, a cero posibilidades de llevarse la tan ansiada estatuilla. Y qué decir de ese insultante intento por entregar determinados premios a diversas categorías, en un vandálico acto de desprecio sin precedentes, aprovechando las pausas publicitarias, y así ahorrar en discursos de agradecimiento, algo que ha despertado tanta consternación y tantas protestas que la Academia se ha visto obligada a una humillante rectificación.

Sin embargo, entre tanto desbarajuste, hay un nombre que por muchas veces que uno lo lea, no deja de provocar una deliciosa perplejidad. La presencia de Yorgos Lanthimos entre los mejores directores (y también como guionista, e incluso aspira a llevarse el de mejor película) desconcierta en el mejor de los sentidos. Tan extraño resulta que más parece una de esas delirantes secuencias propias de su inclasificable obra. Y aunque “La favorita” no sea la ídem para vencer, ya es toda una victoria que al fin premios con semejante repercusión se acerquen a otras maneras de entender el cine, sin tener que sujetarlo con pinzas.

Yorgos Lanthimos (Atenas, 1973) es un cineasta de singularidad excepcional. Título tras título, incluyendo “La Favorita” (injustamente tratada como una película que, al contrario del resto de su obra, se permite excesivas concesiones, renunciando a lo radical de sus propuestas), se está convirtiendo en uno de los directores, con la consabida saga de enconados detractores, a los que corresponde definir uno de los muchos caminos hacia los que se está abriendo la nueva narrativa visual. Sin invocar la gratuidad a cambio de generar polémica o hacerse pasar como el único y verdadero inventor del cine, como suele hacer, por ejemplo, el infatigable Lars von Trier, Lanthimos sigue camino hacia su propio encierro, un mundo cada vez más cerrado, en un periplo que lo convierte en un nuevo nombre que sumar a eso que llaman “directores isla”, como lo es Takeshi Kitano.

Fuera de su territorio, no hallaremos el menor rastro de su manera de filmar.

Y sobrevolar el trabajo de Lanthimos apasiona (y, desde luego, también convoca muchos rechazos).

En 2009, su tercera película, “Canino”, ganaba el premio “Una cierta mirada” en Cannes, y casi se estrenó ya como una película de culto, una perla de insólita rareza, una producción griega llamando a las puertas del mundo entero. Y lo cierto era que llegaba cargada de inquietantes tesoros y abarrotada de ese humor más negrísimo que negro que baña cada película de Lanthimos.

La historia podría ceñirse a una sencilla sinopsis. Un padre mantiene completamente aislados de la sociedad a sus tres hijos. Nunca ha salido de esa casa, ni visto siquiera lo que hay al otro lado de la alta valla que les separa del mundo, y su educación ha estado en todo momento controlada por sus padres, los que los abandona en una realidad cristalizada de irrealidades. Un esquema conocido, personajes encerrados bajo la intraspasable cúpula de una tiranía sin escrúpulo alguno. Sin embargo, Lanthimos no tarda ni un solo plano en desafiarnos y abrir de par en par el desatino que plantea. Y así comienza la película, enumerando un vocabulario con el que sus padres han decido trastocar todos los significados de las palabras (por ejemplo, sillón se dice mar), lo que da una idea muy honesta del desbarre en el que uno tan solo comienza a adentrarse. Y todo cuanto sucede en el interior de esa farsa que va mutando en malsanas y desquiciantes simbiosis es filmado y narrado por Lanthimos de un modo magistral, capaz de encontrar orden en ese caos insaciable, donde cada cosa tiene sentido por mucho que sea evidente su sentido. La armonía interna es sobrecogedora. Acaba imprimiendo lógica en un mecanismo incapaz de abandonar su apariencia incoherente. Cada secuencia conjuga horror y sonrisa. Y todos apresados en el tremendo terror que genera el saber que los padres han puesto una fecha de caducidad a ese encierro: cuando pierdan el primer colmillo, podrán abandonar la casa. La cotidianeidad del espantoso esperpento, cimentado en comportamientos que no pocas veces rozan lo surrealista (cuando no lo superan), asfixia cada asomo de verosimilitud en favor de lo inesperado.

Y claro, con estas normas, hasta Frank Sinatra puede ser un familiar

Deliberadamente áspera, buscando y encontrando incomodidades, sofocando en todo momento el perturbador alcance de lo oscuro dentro de una estética muy llena de luz. Pese a los obstáculos, es poco probable que cualquier espectador que se cruce con ella no quede inmediatamente intrigado.

¿Se trataba de una gran obra de otro de esos directores cuya trayectoria, si es que la hay, ya solo es descendente?

“Alps”, en 2011, despejaba muchas dudas al respecto, llegando a la gran pantalla con el premio al mejor guión en el Festival de Venecia bajo el brazo.

Y aquí ya es un viaje directo hacia el corazón mismo de la extrañeza.

El ya complicado equilibrio entre tan pocos personajes en su anterior trabajo aquí se convierte en un macabro malabarismo de este maquiavélico ingeniero que es Lanthimos.

Un grupo de personas se ofrece, a cambio de dinero, a sustituir a personas que han muerto, a devolver la integridad a una familia, a ser de nuevo quien ya no puede ser, que secuencia a secuencia va dejando rastros de un ideario devastador, impregnado por el veneno de la ironía. En otro autor más calmado, las relaciones mostradas es probable que hallasen momentos de cierta armonía. Lanthimos no concede treguas. En la que quizás sea su película más intraspasable, donde cuesta respirar algo que no sea perturbador, y en el fragor de un argumento tan dolorosamente humano, no hay forma de escapar de esa acumulación de simulacros, todos ellas rendidos de nuevo a ejercicios de comportamiento que dejan corta cualquier extravagancia. De repente, letalmente silenciosa, y de pronto lanzada en diálogos enrevesados que incluso fuerzan su cualidad de artificio, aunque siempre al amparo de esa misteriosa coherencia interna que imprime Lanthimos a sus palabras y a sus imágenes.

Una sobrecogedora mirada sobre los abismos de la soledad.

Sin recoger los laureles de “Canino”, “Alps” logró que creciera el interés por el director y en 2005 una coproducción (griega, francesa o británica, entre otros muchos) le permitió rodar “Langosta”, con un presupuesto notablemente más holgado de lo visto hasta ese momento, y con un reparto plagado de estrellas internacionales (lo que además le permitiría entrar en circuitos de exhibición de muchísimo más alcance): Colin Farrell, Rachel Weisz, John C. Reilly

Con toda la apariencia (pero solo apariencia) de una distopía, “Langosta” narra las desventuras de David (un casi irreconocible Colin Farrell en una composición de virtuosa eficacia), al que su esposa acaba de abandonar. Precisamente por esa razón, está a punto de ser ingresado más que hospedado en un hotel donde debe encontrar pareja. Son las normas de esa sociedad. Obligado emparejarse. Y no es cualquier regla. Tiene 45 días para lograr hallar al “amor de su vida”. De lo contrario, será transformado en un animal que al menos puede elegir (y la langosta es la opción que toma David en caso de fracasar en su empeño). La soledad, no tan cruenta y desestabilizadora como lo era en “Alps”, es el enemigo. El rival a batir a cualquier precio (literalmente, se organizan cacerías para lograrlo). Y los métodos para hacerlo escapan a cualquier adjetivo. Lo que ocurre en el hotel puede ser absurdo, hilarante o espantoso. Inesperado, siempre. Pero hay que recordarlo. Estamos en otro mundo cerrado de Lanthimos, impermeable a cualquier matiz referencial, por lo que proponer interpretaciones, aventurar lecturas, superponer alegorías o cualquier otro intento de subvertir las reglas del director está destinado a caer en el rechazo más absoluto. No hay márgenes. O se acepta su juego con todo el hermetismo que conlleva o se rechaza participar con despectiva rotundidad.

Hasta tal punto llega su osadía como escritor que, de repente, revelando que la fabulación sólo estaba comenzando, pasamos exactamente a la orilla contraria que se nos había estado mostrando. El azar con los ases marcados con los que juega el demiurgo, propicia que David conozca a Rachel Weisz (que invariablemente demuestra que puede llegar más lejos como actriz), la cual vive en un bosque donde permanecen ocultos y encerrados todos aquellos que se han rebelado contra las normas impuestas por la sociedad.

Prohibido enamorarse.

Todos contra la pareja.

Obligados a no encontrar un alma gemela.

Y al igual que ocurría en el hotel, desentenderse de la regla conlleva trágicas consecuencias. De nuevo nos enfrentamos a rituales desconcertantes, a engranajes narrativos que pese a que parecen fueran de control nunca se muestran descontrolados, a situaciones que se adentran en una vez más en un mundo donde los significados son modificados sin el menor titubeo (como es diálogo entre los protagonistas, que se han enamorado perdidamente justo donde no pueden, que inventan lenguaje silencioso de gestos y mímicas, con el que pasan desapercibidos, con el que se hablan sin hablar).

Ni que decir tiene que Lanthimos toma el camino más complicado hasta llegar u otro desenlace exento de interpretaciones. Porque lo único que cabe es preguntarse si el viaje ha valido la pena.

Paradójicamente, mientras la criticaba la machaba de manera más bien generalizada, un poco harta de lo que consideraban los insaciables excesos del director, la película se llevó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes y el guión fue nominado, entre otro muchos premios, a los Oscars, lo que reafirmaba la enorme coherencia interna de su obra, surgida de una escritura muy calculada y precisa, y que haciendo añicos el realismo, alcanzaba a crear una irrealidad sin fisuras que Lanthimos maneja con absoluto control, por no decir desparpajo.

Control. Un tema fundamental en su siguiente película, “El sacrificio de un ciervo sagrado”, que ya contaba incluso con producción estadounidense, y que, sin renunciar ni al menor signo de la identidad de Lanthimos, sí que se ajustaba (una vez más, con precisión misteriosa), a los rigores del cine de género. Es una película de terror, con excelsas pinceladas de thriller psicológico o sobrenatural.

Steven (de nuevo Colin Farrell, en una piel a su medida), un afamado cirujano, mantiene una amistad con un extraño joven, Martin (Barry Keoghan generando con gran talento un enorme desasosiego), el cual se irá haciendo más y más con el control del doctor, de su esposa (Nicole Kidman, al igual que Farrell, como si el papel sólo pudiera interpretarlo ella) y de la hija de ambos, hasta poner el papel sus verdaderas intenciones, que pasan por un dilema (el sacrificio) que se tome la decisión que se tome, invariablemente desemboca en los fueros de la atrocidad. Todos abocados a la misma devastación deliberadamente calculada.

Recordar “Teorema” (Pier Paolo Pasolini, 1968) era inevitable. O volver al yugo letal de los rituales de “El sirviente” (Joseph Losey, 1963). El intruso como agente que intoxica, que envenena la verdad y la somete. Ser los testigos de cómo se articula esa aniquilación. Y “El sacrificio del ciervo sagrado” es la película que de un modo más condensado señala ciertas precisiones sobre toda la obra en caída libre de Lanthimos. Porque ahora aflora de manera muy contundente ese esfuerzo por desterrar la realidad, por destronarla, de nuevo en favor de un nuevo engranaje de funcionamiento misterioso, que en este caso responden a causas surgidas desde simas de dolor y rencor. Y somos observadores de privilegio de cómo se pone en marcha y cuál es la función de ese mecanismo destructor. La disección más preciosista de una venganza descabellada. Lanthimos degusta el horror, lo esteriliza, lo desmonta y lo vuelve a montar a su antojo, no necesita mostrarlo para que esté siempre presente. Entre lo profano y lo sagrado tan sólo medía una víctima. Y la consciencia de los personajes (tan lejana a los estragos de la ignorancia que se cebaba con los hijos de “Canino”) de lo que sucede, el cómo asimilan sin cuestionamiento el caudal de horrores que los cerca y los ahoga, la imposibilidad de escapar del sometimiento adquieren una fuerza visual arrolladora. Era su película más aparentemente lineal (se ajusta a marco de una tragedia griega y a su manera de “respetar” las convenciones del género). Con las consabidas salvedades, hasta sus detractores encontraron un lugar común que compartir con los que tanto le admiran. Cannes le concedía el premio al mejor guión (escrito junto a Efthymis Filippou). Y en uno de los festivales claves dedicados al cine fantástico, el de Sitges, se llevó el premio de la Crítica.

De nuevo con producción ya exclusivamente del Reino Unido, Lanthimos rodó “La favorita”, que sorprendentemente terminó por colarse en los Oscars. Es su primera película que no nace de una historia escrita por él (el guión lo firman Deborah Davis y Tony McNamara), sino que surge de un proyecto de encargo que tardó nueve años en concretarse.

Que el personaje principal de “La favorita” sea Ana Estuardo (primera Reina de Gran Bretaña desde 1702 a 1714) en una producción inglesa casi da pie a pensar que nos hallamos frente a una esas rígidas, por solventes que sean, películas tan propias de su industria, siempre presta a filmar su historia desde el academicismo más riguroso. Pero el argumento se centra más en las relaciones entre la Reina, su amiga y amante Sarah Chruchill y la joven Abigail Masham, y en el duelo de estas dos últimas por hacerse con la recompensa que da título a la película y ser la favorita de la monarca. O para ser más precisos, en las relaciones humanas según la óptica de Lanthimos, al que evidentemente divierte lo intrincado y lo malsano de la propuesta. Porque este trío de mujeres de inteligencia despiadada nos ofrecen una de las batallas más sorprendentes (y suculentas, si se me permite la expresión) de los últimos años. Una vez más, la manipulación tomando las riendas de sus películas, y otra vez llevada a extremos fuera de cualquier órbita que no sea delirante. Tres mujeres en perpetuo estado de contingencia y estallidos de sórdido e hilarante ingenio con el pretenden acallar un sinfín de apetitos. Alocadas y perversas, como el propio director, que deambula entre sus personajes con idéntica indisciplina, lo que le permite no amilanarse en buscar encuadres muy elaborados (con especial interés en el ojo de pez) o, por poner otro ejemplo, conceder en la banda sonora el mismo protagonismo a Bach que a Elton John, sin caer en el fácil anacronismo.

Mención aparte merece el reparto. Con Olivia Colman dándole algo más que alma a la reina, con una extraordinaria Emma Stone interpretando a la joven Abigail, y ya sin elogios posibles para Rachel Weisz. Negarles el Oscar, sería negarles la evidencia  (y es obligado, de no mediar milagros, porque tanto Stone como Weiz optan al premio a mejor “actriz de reparto”).

Aunque bueno, negar evidencias es algo que se le da de maravilla a Lanthimos.

Hacen mal los que ven en “La favorita” una concesión del director a una industria que lleva con dificultad talentos tan ingobernables como el suyo. Que este es el primer paso con el que se aleja de todos sus logros para poder quedar debidamente etiquetado y enmarcado. Que, de hecho, su siguiente proyecto, una serie para televisión producida en Estados Unidos, una comedia, puede ser la claudicación definitiva, el entierro de lo que podría llamarse “su estilo”, y que en el mejor de los casos quizás termine siendo una caricatura o una parodia de sí mismo, como le ocurre al cine de Tim Burton. Pero un autor con un trazo visual tan prodigioso a veces, capaz de ponerlo todo patas arriba y filmarlo después todo como si nada hubiera pasado, con el humor siempre a punto y adicto al riesgo, es muy complicado que se sienta cómodo en molde alguno. Precisamente él, que hace magia blanquinegra con las banalidades y las transforma en proezas o en terrores.

Sea cual sea el camino que tome, lo único que no puede quedar descartado es la sorpresa. Ya lleve a la risa o al desamparo.

Bienvenido a los Oscars, Sr. Lanthimos.

Emilio Calle

Emilio Calle (Málaga, 1963)

Crítico de cine y guionista, ha publicado el libro de cuentos “Imaginando rutas” (Huerga & Fierro, 1999), y las novelas “Linda Maestra” (Ediciones Libertarias, 1995), “La estrategia del trueno” (Huerga & Fierro, 2001) y “El hombre que pudo salvar el Titanic” (Editorial Martínez Roca, 2010, reeditada por Editorial Planeta ese mismo año).

Asimismo es coautor de “Los barcos del exilio” (Oberón, 2005 y RBA, 2010), escrito junto a Ada Simón.

Durante diez años trabajó en “El País”, en “Tras la pista”. Y colaboró en Onda Vasca en el programa “Melodías de Seducción”, dedicado a la música en el cine.

También estuvo cinco años en el suplemento infantil de “ABC”, y ha colaborado con diversos periódicos tanto nacionales como internacionales.

Actualmente prepara su nueva novela.

Reseñas literarias

Añadir comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.