Las nueve musas
Luisa Isabel de Orleans
Luisa Isabel de Orleans

Tráfico de princesas: la vuelta

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TRÁFICO DE PRINCESAS

SEGUNDA PARTE: LA VUELTA

Isabel Carlota del Palatinado, Liselotte, falleció el 8 de diciembre de 1722, pero aún pudo ser testigo del contrato matrimonial de Felipa, su nieta predilecta, que se había firmado a finales de noviembre.

Mademoiselle de Beaujolais se trasladaría de inmediato a España para ser educada según los usos españoles.

Tráfico de princesas
Retrato presumiblemente de Mademoiselle de Beaujolais (Felipa Isabel de Orleans) por un seguidor de Jean Marc Nattier

Recibió la misma dote que su hermana. En el inventario de su equipo nupcial figuraban, aparte de las joyas, vestidos, telas y complementos: “…cuatro cubrecamas, dos docenas y media de pinzas de rizar el pelo, veintiséis peines de carey, seis polveras, seis docenas de fundas de almohada, doce docenas de pañuelos, seis docenas de camisones, doce abanicos, cuatro paquetes de palillos de dientes y cuarenta y dos mil alfileres”. En unión de su hermanastro Jean Philippe, de 22 años, llamado Chevalier d´Orléans, hijo natural del Regente y la condesa de Argenton, cruzó el Bidasoa el 26 de enero de 1723; allí les esperaban el duque de Osuna y la condesa de Liria. El 14 de febrero llegaron a Buitrago, donde esperaba la familia real para darles la bienvenida. El contraste con Luisa Isabel era notorio y el entusiasmo con el que la reina escribe a la duquesa de Orleans parece sincero: “La encuentro la niña mas hermosa y más digna de ser amada en el mundo. La cosa más agradable que uno pueda imaginarse es verla con su maridito: cómo se acarician y cómo se aman ya. Tienen mil pequeños secretos que contarse y no pueden estar separados ni por un momento”. La Historia le dio la razón a Isabel de Farnesio. A pesar de la separación abrupta y forzada a la que se vieron obligados por razones de Estado, el amor entre Carlos y Felipa nunca decayó y solo la muerte prematura de la princesa impidió que volvieran a unirse.

Luisa Isabel disimulaba sus sentimientos, pero no estaba satisfecha con la proximidad de una hermanita encantadora a la que no amaba y que le estaba haciendo sombra. El Chevalier de Orleans, que sí amaba y protegía a su hermana pequeña, escribió desde España al Regente: “Si se me permitiera abrir mi corazón a vuestra Alteza Real, debería confesaros que mucho me temo que ella (Felipa) está suscitando los celos de la princesa de Asturias, quien no deja de estar resentida por la llegada aquí de la princesita y ha expresado incluso su disgusto de una manera amarga”.

Por el contrario, las relaciones de la princesa de Asturias con su marido habían mejorado notablemente. Ella había tenido la primera menstruación y el rey consideró que había llegado la hora de consumar el matrimonio.

Todo se dispuso en El Escorial para el día del santo y del decimosexto cumpleaños del príncipe de Asturias, el 18 de agosto. Aquella noche, en El Escorial, “Los Príncipes esperaban impacientes la llegada de Sus Majestades para llevar a cabo lo que ya se les había permitido. Cuando los soberanos llegaron, el rey pasó al aposento de su hijo y le ordenó desnudarse en su presencia; otro tanto hizo la reina con la princesa y la hizo acostarse; a continuación, Felipe V acompañó a don Luis hasta la alcoba de Su Alteza y lo introdujo en el lecho. A la mañana siguiente los reyes volvieron a la alcoba. El Príncipe parecía satisfecho y la Princesa acalorada. Los dos muy contentos”, informó un diplomático francés. Sin embargo, la mayoría de los tratadistas opinan que los motivos para la satisfacción tan solo eran parciales pues el príncipe tenía dificultades para la eyaculación. “Ayer por la noche me puse sobre la princesa, pero no salió nada de mí; os escribo para que me respondieseis si todavía queda alguna cosa que debáis decirme a propósito de esto”, escribió Luis a su padre en una ocasión posterior. Esta disfunción sexual tal vez explique algunas reacciones de la princesa y las continuas correrías nocturnas de Luis por los prostíbulos de Madrid, acompañado de un criado francés llamado Lacotte, notorio homosexual.

El 10 de agosto había fallecido el cardenal Dubois y el duque de Orleans pasó a ocupar el cargo de primer ministro de Luis XV, brevemente pues, enfermo, muy gordo y aletargado, falleció antes de cuatro meses, el 2 de diciembre de 1723. En este lapso poca atención prestó a los informes que llegaban sobre la conducta de su hija la princesa de Asturias; contaban que se divertía arrojando agua a los cortesanos que pasaban bajo sus ventanas y con otras bromas pesadas; había insultado a los grandes de España preguntando “si estaba lloviendo” cuando uno de ellos permaneció cubierto en su presencia; durante una ceremonia, cortó subrepticiamente los cordones de las enaguas de la duquesa de Altamira para que se le cayeran y abochornarla en presencia de toda la Corte; persistía en sus malos modales a la mesa y en sus tendencias nudistas con el pretexto del calor del verano español…

Luisa Isabel de Orleans
Luisa Isabel de Orleans

La muerte del duque de Orleans supuso un grave revés para las Mademoiselles y su familia. Ahora, al lado del rey de Francia detentaba el poder el duque de Borbón, Luis Enrique de Borbón-Condé, enemigo implacable de la Casa de Orleans; estaba tuerto a consecuencia de un accidente de caza. Al ocupar el cargo conoció los rumores bien fundados que venían de España afirmando que el rey Felipe V tenía intención de abdicar. Borbón-Condé removió a los cargos diplomáticos franceses en la Corte española y nombró embajador en Madrid al septuagenario mariscal de Francia, René de Frouslay de Tessé, conde de Tessé, con la misión de evitar a toda costa una abdicación que fortalecería enormemente la importancia de los Orleans. Pero Tessé no tuvo tiempo. Antes incluso de que saliera de París, Felipe V abdicó en el príncipe de Asturias el 10 de enero de 1774. Luisa Isabel de Orleans se había convertido en la nueva reina de España y las Indias a los quince años.

Sin entrar a fondo en las causas últimas de la inesperada abdicación, muchos historiadores opinan que obedeció exclusivamente a escrúpulos religiosos. El rey quería “dedicarse durante el resto de sus días al servicio de Dios y a la soledad”. Otros, en cambio, creen muy posible que Isabel de Farnesio esté detrás de la decisión: si falleciera Luis XV, al haber abdicado Felipe V quedaba abierto el camino del trono francés por desvirtuarse el juramento de no calzar nunca las dos coronas al mismo tiempo. Sea como fuere, Felipe e Isabel, habían separado la jurisdicción de Valsaín de los dominios de la Corona para su uso personal, asignándose rentas para ellos, los infantes y la princesa Felipa Isabel. Con sesenta servidores –el exsecretario del Despacho de Estado, marqués de Grimaldo y el chambelán, marqués de Valouse entre ellos– trasladaron su residencia a San Ildefonso, dejando a los nuevos reyes en Madrid con el pueblo entusiasmado.

Los madrileños siempre habían querido a Luisillo y sus hermanos huérfanos de madre y les habían compadecido por la falta de amparo y afecto de la madrastra italiana. Tampoco les había gustado un rey depresivo, taciturno, que hablaba lentamente y solía hacerlo en francés. Luisillo y sus hermanos, en cambio, habían inaugurado el “estilo borbón”: bien aclimatados, sencillos en apariencia, campechanos y cercanos, amantes de las comidas, el lenguaje y los usos de sus súbditos e iniciadores de la odiosa costumbre de tratar de “tu” a todo el mundo. Pero, a pesar de las apariencias, España siguió siendo gobernada desde San Ildefonso. Las siete personas que componían el Consejo al que Felipe V había confiado el Gobierno antes de la abdicación, debían todo al rey y a Grimaldo. No daban un solo paso sin que Felipe e Isabel de Farnesio se mantuvieran puntualmente informados de los menores acontecimientos de la nueva Corte y de la política internacional. Todo se consultaba con San Ildefonso. La obediencia de Luis I a su padre continuaba siendo absoluta. Aunque en un primer momento también el joven rey había saboreado las mieles de la libertad con expansiones adolescentes, como recorrer los pasillos del palacio para abrir de golpe las puertas de los dormitorios de las damas de la reina, o disfrazándose por la noche para recorrer las calles de Madrid o robar la fruta en los jardines del palacio y reírse al día siguiente con la ira mostrada por los jardineros. En una ocasión la reina Luisa Isabel quería hacer algo que en San Ildefonso se desaprobaba y Luis se negó. “¿Es que no eres tú el rey y yo la reina?” dijo ella, llorosa e indignada. “Sí; yo soy el rey y tu la reina, pero el rey mi padre es mi señor y el tuyo”.

La conducta inapropiada de la reina de España derivó en conducta indecente. Junto con dos o tres de sus damas, se divertía con el juego del “broche-en-cul”, consistente en desnudarse por completo las jugadoras, turnándose para atar las manos a las rodillas de una de ellas que debía escapar de las otras que la perseguían con palos hasta caer al suelo.

La gracia estribaba en las contorsiones que habían de hacerse para poder volver a ponerse en pie. También le entró la obsesión por la limpieza doméstica y ella misma lavaba la ropa, abrillantaba cristales o fregaba baldosas. Además, bebía vino, cerveza o licor hasta llegar a embriagarse.

Luisa Isabel de Orleans
Luisa Isabel de Orleans

La atención que se prestaba en las Cortes europeas a los escándalos de la reina de España aumentó a finales de abril de 1724, cuando se produjo el incidente que arruinó la vida del marqués Nicolas Foucault de Magny, de 47 años, mayordomo de semana de la reina. Una mañana, en su deshabillé habitual, Luisa Isabel trepó hasta lo alto de una larga escalera que habían dejado en sus aposentos y sintió miedo de caerse al descender. Magny escuchó su petición de ayuda y, en presencia de todas las damas, se apresuró a subir para ayudarla a bajar. Desde la posición vertical de la escalera, las partes pudendas de la reina quedaron expuestas a la vista por Magny. Es posible que el marqués le comentara que estaba muy favorecida con la ropa que llevaba, pero, una vez en el suelo, sin otra causa aparente, Luisa Isabel le acusó de haberla ultrajado. La palabra de la reina de España difícilmente se podía poner en duda y el ultraje a la reina de España estaba castigado con la muerte. Isabel de Farnesio salvó la situación contactando con el embajador de Francia, el viejo mariscal René de Froulay, marqués de Tessé, quien facilitó la salida de Magny para Francia. “Si hay que culpar a alguien de la imprudencia que Magny ha cometido, es a ella, que ha exigido una inmerecida credibilidad para algo de lo que el pobre diablo era inocente… Magny subió para ayudarla a bajar, ante sus damas, pero, a menos que estuviera ciego, tuvo necesariamente que ver lo que no estaba buscando y que ella tiene la costumbre de enseñar muy libremente. La reina le acusó de ser insolente. En verdad, nadie lo es con esta clase de señoras a menos que ellas quieran que lo seas”, escribió Tessé al duque de Borbón.

De la liberalidad de la joven reina a la hora de mostrar sus encantos fue testigo directo el rey-padre en San Ildefonso, en la última semana de junio. Durante esa visita de los nuevos reyes, Felipe V reprendió seriamente a su nuera por su actitud desabrida con su marido y por todas las acciones reprochables de las que éste se había quejado en las cartas pormenorizadas que enviaba a los antiguos monarcas casi a diario. La amenazó, incluso, con cerrarla en un convento si no se enmendaba. Luisa Isabel lloró compungida y mostró arrepentimiento. Pero, en la mañana siguiente, Felipe la vio desde una galería pasear por los jardines en los que trabajaba una cuadrilla de operarios atentos a las ocasiones en que las ráfagas de viento levantaban hasta la cabeza las ropas menores de su reina. Entonces decidieron darle un escarmiento serio. En el trayecto de vuelta a Madrid, “…tan pronto como entró en la carroza con el rey, ella la dio la espalda, enfurruñada, y no pronunció una sola palabra en todo el camino”. Parecía cumplirse la profecía que Isabel de Farnesio había anunciado a Tessé: “Hemos hecho una adquisición terrible; ésta va a ser como sus hermanas, si no peor”. En una de sus últimas cartas Luis comunicaba a su padre: “Voy a contar a VV.MM. que la Reina, cuando fue anoche a cenar, estaba tan extraordinariamente alegre, que me parece que se encontraba borracha, aunque no esté muy seguro de ello. Ha asistido a la misa mayor, porque he esperado media hora a que se vistiese. Después ha comido bastantes porquerías, y después de haber comido se ha puesto en camisa, y de esta forma se ha asomado a la gran galería de cristales, en donde la veían desde todas partes lavar pañuelos; de suerte que no veo otro remedio que encerrarla, porque el mismo caso hace de lo que le dijo el Rey como si se tratara de un cochero. Suplico a VV.MM. me digan cuándo juzgarán a propósito sea en cerrada, donde será preciso encerrarla y que personas destinaré para que estén con ella, pues estoy desolado, sin saber lo que me espera”.

El miércoles 4 de julio, cuando la reina se subía a su carroza para el paseo diario por el Prado, se presentó la camarera mayor, duquesa de Altamira, y le mostró una orden del rey indicándole que acompañara a su señora. Al regreso, la duquesa le mostró otra orden indicando que debía acompañar a su señora al Alcázar y no al palacio del Buen Retiro. El oficial al mando de la escolta exhibió otra orden en el mismo sentido. Nadie hizo caso a los gritos iracundos de Luisa Isabel ordenando “¡Al Retiro! ¡Os mando que me llevéis al Retiro!” En el Alcázar tuvieron que emplear la fuerza para llevarla hasta los aposentos que había dispuesto el mayordomo mayor del rey, don Baltasar de Zúñiga y Guzmán, marqués de Valero y anterior virrey de Nueva España. Esa misma tarde se comunicó oficialmente el arresto de la reina a los representantes extranjeros. Varias de sus camaristas y una señora de honor fueron relevadas del servicio. Para satisfacción del duque de Borbón, el confinamiento y la humillación de la reina Orleans duró 20 días. El 23 de julio, ante las promesas de enmendarse, Luis no solo la perdonó, sino que le regaló una valiosa joya de diamantes. Seguía amándola y quiso que el perdón tuviera la misma publicidad que la reclusión. Tenía la esperanza de recomponer su relación conyugal, pero ella no colaboró y cuando quiso rectificar era demasiado tarde. El domingo 31 de agosto de 1724, seis días después de haber cumplido los 17 años, Luis I de España había fallecido. Dejaba una reina viuda de 15 años y nadie sabía qué hacer con ella.

Durante la quincena que duró la agonía de Luis I con la viruela, la familia, aterrada, no se acercó a él. Luisa Isabel, en cambio, no se apartó de su lado y le sirvió de atenta enfermera –en presencia de las momias de san Diego, san Isidro y otras muchas reliquias– hasta que acabó contagiándose de la enfermedad, si bien en grado benigno. Algunas voces alabaron la conducta de la reina, tan sorprendente y sacrificada, pero otras aseguraron que Luisa Isabel, ante la posibilidad de que estuviera embarazada, había sido coaccionada para quedarse en las dependencias del enfermo con la esperanza de que la viruela solucionara el problema que ella representaba. El historiador Pierre-Édouard Lémontey (1762-1816; “Histoire de la Régence et de la minorité de Louis XV jusqu´au ministère de cardinal de Fleuri”) dejó escrito: “Tengo pocas dudas sobre la odiosa intención de esa coacción cuando leo en una carta de la duquesa de Saint-Pierre, redactada la víspera de la muerte del rey, estas palabras demasiado significativas: “No hay nada que no hayan hecho para que ella (Luisa Isabel) cogiera la viruela””. Sin embargo, esta teoría conspirativa no parece muy probable habida cuenta del carácter fuerte de la joven reina –pegaba a sus damas cuando la contrariaban–, de sus cambios bruscos de humor y de los buenos réditos que le habían proporcionado en el pasado las atenciones sanitarias que prestó a su marido.

Mariana de Neoburgo
Mariana de Neoburgo (atribuido a Claudio Coello)

En el testamento en el que Luis I devolvía la corona a su padre se contiene una cláusula en la que aquél encomienda a Felipe V que ampare a la viuda y vele por su destino, pero el rey, y aún más Isabel de Farnesio, solo piensan en deshacerse de ella como sea. El duque de Borbón tampoco quiere a Luisa Isabel de Orleans en Francia y pide al embajador en Madrid que intente evitar su salida de España. El embajador Tessé la visitó en la primera semana de noviembre, cuando se declaró la curación, y la encontró más esbelta, había dado un gran estirón, aunque su aspecto era “más descuidado y más desastrado que el de una camarera de taberna”. Visitó también a los repuestos soberanos tres días después de la muerte de Luis y, cumpliendo las instrucciones de París, les expuso la conveniencia de que Luisa Isabel de Orleans –a la que el pueblo empezó a llamar “la Segunda Viuda”, siendo la “Primera ViudaMaría Ana de Neoburgo–, permaneciera en la ciudad española que los reyes considerasen adecuada. El rey se alteró: “¡En el nombre del Señor! Hágales comprender que le abriremos todas las puertas y que le daremos, por medio de unas rentas, la oportunidad de regresar a Francia”. Isabel de Farnesio fue más lejos: “Bonita noticia sería para Francia y para España cuando, un buen día, nos vengan a decir que la reina está preñada, que ha parido y que anda en malos pasos”. Sus majestades le dijeron a Tessé que “desde la muerte del rey se ha permitido transportes de alegría y se conduce de una manera tan extraordinaria que la decencia no me permite repetir las cosas estremecedoras que (SS.MM.) me han contado”.

En el tira y afloja diplomático, Isabel de Farnesio encontró una cláusula en el contrato matrimonial por la que se disponía que en el caso de que la princesa quedara viuda de Luis y sin hijos tendría el derecho de retornar a Francia si así lo deseare. Y eso precisamente era lo que Luisa Isabel estaba deseando; el gobierno francés no podía negarse a recibirla. Comenzaron entonces unas largas negociaciones hispano-francesas sobre las condiciones del traslado, la pensión, los nombramientos de los miembros de la Casa de la reina viuda y el lugar de residencia. Según Tessé, los españoles querían desembarazarse de ella al menor coste posible, “plantarla en Bayona como si fuera un saco de ropa sucia”. Los españoles alegaron que en Francia no habían entregado a Luisa Isabel de Orleans la totalidad de la dote prometida. Las discusiones se prolongaron también en Francia entre el duque de Borbón y la Casa de Orleans para determinar quién asumiría qué gastos de la Segunda Viuda. Finalmente, se determinó que residiría en el castillo de Vincennes, cerca de París. Y así, el domingo 15 de abril de 1725, la exigua comitiva de Luisa Isabel de Orleans emprendió la marcha hacia la frontera francesa.

Mariana Victoria de Borbón
Mariana Victoria de Borbón

En los cálculos del duque de Borbón para evitar a toda costa que la corona de Francia pasara a la Casa de Orleans si falleciera Luis XV, se desataron las alarmas cuando Felipe V volvió a ceñir la corona de España. La enfermiza salud de Luis XV seguía siendo un motivo de grave preocupación y se consideró prioritario que tuviera descendencia cuanto antes. Las prisas se incrementaron con una enfermedad que se consideró grave y que obligó a guardar cama al joven rey francés a finales de febrero de ese mismo año. Alguien oyó al duque murmurar entonces: “¡Si sale de ésta, hay que casarlo!”. La infanta-reina contaba tan solo 7 años en 1725, así es que se decidió anular el contrato matrimonial, en el que se estipulaba que el matrimonio se celebraría cuando ella cumpliera doce años (21 de marzo de 1730), devolver a España a Mariana Victoria y casar a Luis XV sin más espera con una princesa que estuviera en edad de procrear (la elegida por el rey y por el cardenal Fleury fue María Leszczyńska, de 22 años, hija de Estanislao I que había sido rey de Polonia durante 24 horas).

El mariscal de Tessé no quiso pasar por el mal trago que suponía entregar a los reyes de España la carta en la que Luis XV intentaba justificar un desaire y una afrenta tan grave como la devolución de su prima la infanta. Tessé regreso a Francia y fue sustituido por el encargado de negocios en Lisboa, el abad de Livry. En la mañana del 18 de abril, Felipe V e Isabel de Farnesio, que siempre dormían en la misma cámara y en la misma cama, acababan de ingerir el extraño mejunje de costumbre –caldo con yemas de huevo, leche, vino, azúcar, canela y clavo– cuando Livry, tembloroso, les entregó la misiva y aguantó las manifestaciones de cólera de los reyes. Isabel de Farnesio se quitó la pulsera con la miniatura de Luis XV y la pisoteó. Después, refiriéndose al duque de Borbón, le diría al embajador inglés Stanhope: “¡Ese sinvergüenza tuerto ha devuelto a mi hija porque el rey no ha querido hacer grande de España al marido de su concubina!”.

En represalia, Felipe V dictó drásticas disposiciones –pronto atenuadas parcialmente– para expulsar de España a todos los franceses que no solicitasen cartas de naturalización.

El abad de Livry fue conminado a salir de Madrid en 24 horas y del territorio español en dos semanas, al igual que los cónsules franceses. También se envió un correo a la comitiva de Luisa Isabel para que aguardase la llegada de Felipa, Mademoiselle de Beaujolais, que también sería devuelta. Las dos hermanas viajarían en la misma carroza. El edificio europeo que el Regente había creado mediante las alianzas matrimoniales entre Borbones se había desmoronado. Las relaciones hispano-franceses no se normalizarían hasta 1745, cuando el delfín Luis Fernando de Borbón, hijo de Luis XV, contrajo matrimonio con la infanta María Teresa, hermana menor de Marianina.

Maria Leszczynska
Maria Leszczynska

La infanta-reina había salido de París el 5 de abril y prosiguió el viaje con todos los honores. Le dijeron que viajaba a España para visitar a su familia. Llegó a San Juan Pie de Puerto el 22 del mismo mes. Allí se efectuó el intercambio. Durante ese tiempo, las demoiselles de Orleans habían recibido en España un trato humillante, similar al que se da a los rehenes, pero en Francia sufrieron un trato aun más humillante por la mezquindad del duque de Borbón; para hacer su entrada oficial en Bayona debieron aguardar varios días pues el duque había dado tarde y mal las instrucciones para su recepción. Además, había dado también la contraorden de enviar carruajes de la Corte, de modo que la duquesa viuda de Orleans se vio obligada a enviar los suyos para que las hijas pudieran continuar el viaje hasta Vincennes. Llegaron a ese castillo a finales de junio. En Madrid quedaba un desolado infante de nueve años, Carlos (III), que acaba de perder a Felipa, su amada prometida y compañera de juegos.

Aun antes de que la infanta española llegase a Madrid, sus padres habían dado los primeros pasos para concertar su matrimonio y el de su hermano Fernando (VI) con los hijos del rey Juan V de Portugal, José (I) y Bárbara de Braganza. Este nuevo intercambio de princesas se efectuaría con éxito en enero de 1729, con un procedimiento similar al de la isla de los Faisanes; en “tierra de nadie”, en el rio Caya, entre Elvas y Badajoz, se construyó un puente en cuyo centro se levantó un suntuoso palacio de madera para intercambiar a las que serían reinas de España y de Portugal.

Bárbara de Braganza
Bárbara de Braganza

En el castillo de Vincennes, el deterioro físico de Luisa Isabel era galopante. Un parlamentario inglés, el vizconde de Perceval, invitado a una de sus comidas, la describe así antes de haber cumplido los 17 años: “Es gorda, glotona. Come con las manos y los dos criados que la acompañaban la llevaban en volandas sostenida por los brazos y balanceándose como un muñeco de trapo hasta que llegaron al tercer salón, donde ella puso pie en el suelo. No lee ni realiza actividades. En algunas ocasiones juega a los naipes y lleva el pelo cortado como el de un estudiante inglés”. Luis XV la autorizó a vivir en París, en el palacio de Luxemburgo, donde llevaba un tren de vida descontrolado. Llena de deudas, se vio obligada a retirarse temporalmente al convento de las carmelitas del Faubourg Saint-Jacques. Sus reiterados incumplimientos de las condiciones impuestas por el rey español y sus conflictos continuos con los servidores españoles nombrados por el rey conllevaban la consiguiente restricción de fondos que le hacía incómoda la existencia, sin que ella escarmentara. Y ella es quien hace incómoda su presencia en la Corte francesa por los problemas de protocolo que plantea y que discute acaloradamente. No parece que nadie la haya querido, y así fueron pasando los años hasta que, en el mediodía del sábado 16 de junio de 1742, después de morder una fresa, comenzó a retorcerse con convulsiones y a echar espuma con sangre por la boca. Murió a los 32 años. Nadie la lloró. Nadie ha querido trasladar sus restos al Panteón de Infantes de El Escorial. Continúa enterrada en la iglesia parisina de Saint-Sulpice bajo una lápida con un epitafio en francés que dice: Aquí yace Isabel, reina viuda de España.

La encantadora Felipa de Orleans fue rechazando, uno tras otro, los pretendientes que aspiraron a su mano. Siempre confió en la posibilidad de reunirse con su prometido de la infancia. Las esperanzas revivieron cuando Carlos se convirtió en duque soberano de Parma, en 1731. La duquesa viuda de Orleans, Francisca María, pidió al embajador francés en Parma que sondeara al duque. La respuesta fue que el infante siempre le había sido fiel y que guardaba como un tesoro el anillo que ella le había regalado en cierta ocasión. Siempre había querido casarse con ella y, ahora, ya le había pedido al ministro parmesano que utilizase cualquier medio para conseguir la mano de su amada. Las gestiones se demoraron por la excesiva prudencia del parmesano, quien quería estar seguro del beneplácito de los reyes españoles. La Guerra de Sucesión Polaca estalló en 1733 y, en el nuevo orden internacional resultante, Carlos se convirtió en el rey de las Dos Sicilias y es seguro que nada le hubiera impedido reunirse con ella. Pero el Destino había dispuesto que la viruela acabara con Felipa el 21 de mayo de 1734. Tenía 19 años.

Dorotea Sofía de Neoburgo
Dorotea Sofía de Neoburgo y Francesco Farnese, duques de Parma

El destino de la Primera Viuda, Mariana de Neoburgo, a quien alguien denominó “un verso suelto de la Historia” y que, tiempo atrás, había tenido a toda Europa pendiente de sus embarazos, todos fingidos con maestría, del último de los Austrias, Carlos II, mejoró un año antes de su muerte. En su destierro de Bayona había contraído matrimonio secreto con Jean de Larreteguy, un miembro de su séquito, con el que tuvo descendencia en el mayor de los sigilos. Hermana de Dorotea Sofía de Neoburgo, madre de Isabel de Farnesio, consiguió que su sobrina convenciera al rey para permitirle volver a España. Anciana y enferma, en 1739 se instaló en el palacio del Infantado, en Guadalajara. Falleció en julio de 1740 y descansa en el monasterio de El Escorial junto a otros muchos esclavos coronados. Vanitas vanitatis

 

Tráfico de princesas: la ida

José Antonio Álvarez-Uría Rico

José Antonio Álvarez-Uría Rico

Nace en Pola de Siero, Asturias, el 31 de octubre de 1944.

Es licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo (1965) y diplomado en Estudios Internacionales por la Escuela Diplomática de España (1973).

Impartió clases de lengua española como profesor auxiliar en la Wallington Grammar School for Boys, Londres (1967-68).

Colaboró en la elaboración del informe para las Naciones Unidas sobre la descolonización del Sahara Occidental (1974). Es miembro del Instituto de Cultura de Sahara.

Trabajó como traductor autónomo para la Organización Sindical española, las editoriales Saltés, Júcar, Alhambra, el Ministerio de Educación y Ciencia, la Organización de Estados Americanos y la Organización Mundial del Comercio (O.M.C.) (1974-1998).

Trabajó en Ginebra como traductor oficial de la O.M.C. (1999)

Prestó servicios como técnico en los Ministerios de Trabajo, Asuntos Sociales y Economía y Hacienda (1979 a 2009).

Dirigió la revista Cibelae de la Corporación Iberoamericana de Loterías y Apuestas de Estado (2003 a 2009).

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