Las nueve musas
Gaia

Teoría Gaia: la Tierra está viva

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La diosa Gaia nació del caos y se erigió en la encarnación espiritual de la Tierra, la gran Diosa Madre, madre de los dioses y de todos, la diosa de la fertilidad.

Personificaba la femineidad, la crianza, el poder, proporcionando sustento a todos los seres vivos que habitaban en ella.

James Lovelock
James Lovelock

Los mitos, a menudo, representan una visión deformada y legendaria de la realidad. Pero hunden sus raíces en esa misma realidad que los traspasa; brotan de ella, ofreciéndonos, cuando menos, un resquicio de lo que fue.

En la era de la globalización, una teoría revolucionaria que atraviesa las telarañas del olvido, está volviendo a resurgir con una fuerza y un sentido que la humanidad quizás hoy ya esté madura para empezar a comprender: la teoría Gaia se yergue sobre sus cenizas, frías por el tiempo.

Como si de una nueva versión actualizada y contemporánea se tratara, y por eso llegara ataviada del ropaje del método científico, la hipótesis que el químico atmosférico y médico inglés James Lovelock, inventor del detector de captura de electrones, comenzó a gestar, allá por la década de los 60, pretendía en cierto modo retroalimentar el mito de Gaia, hasta transcribiendo su nombre.

Todo comenzó cuando, en 1961, fue invitado por el programa de exploración planetaria de la NASA para formar parte —en el Jet Propulsion Laboratory de California— del equipo de científicos que desarrollarían métodos para identificar la existencia de vida en otros planetas, y que unos años después culminaría con las sondas espaciales Mariner y Viking hacia Marte.

Sus novedosos planteamientos fueron paralelos a sus estudios sobre la peculiar atmósfera terrestre. Mientras sus colegas biólogos basaban sus procedimientos de búsqueda de la vida en sofisticados experimentos que tomaban como referencia la vida en nuestro planeta, Lovelock fue más allá y, cuestionando una inexistente o dudosa definición de la vida, se basó en la composición de la atmósfera de los planetas y los reflejos o indicios de vida que pudieran detectarse en ellas.

Había observado que nuestra atmósfera, por formar parte de un planeta que alberga vida, rompe con las leyes tradicionales de la química y se muestra altamente inestable.

GaiaEn un planeta químicamente equilibrado y sin vida como Venus o Marte, según las investigaciones espaciales, la atmósfera está compuesta mayoritariamente por dióxido de carbono (CO2), en más del 95%, y vestigios de oxígeno, nitrógeno o argón.

Nuestra envoltura aérea, sin embargo, tiene una cantidad muy considerable de nitrógeno (78%) y oxígeno (21%), y tan solo un 0,03% de CO2, además de amoniaco, argón, metano y otros gases en ínfima cantidad, generando un caldo de cultivo ideal para la vida terrestre a lo largo de los aproximadamente 3.500 millones de años de su presencia, aunque muy voluble químicamente.

Pero aún más extraño es, no ya su llamativa composición, sino su comportamiento, totalmente inexistente en una atmósfera inerte.

Sirva de ejemplo la presencia simultánea de dos compuestos tan reactivos entre sí como son el oxígeno y el metano, que ante la luz solar reaccionan fácilmente, dando lugar a dióxido de carbono y vapor de agua. No obstante, las proporciones de estos y de los demás gases no desaparecen, sino que permanecen constantes y coexisten bajo niveles invariables, creando un aparente desequilibrio estático de gases.

¿Qué puede provocar tal fenómeno?

El químico Lovelock, a través de sus trabajos “Gaia vista a través de la atmósfera” en la revista científica Atmospheric Environment y “Modulación biológica de la atmósfera de la Tierra” en la revista de investigación planetaria Icarus —cuyo editor, por aquel entonces, era el televisivo y carismático astrofísico estadounidense Carl Sagan—, en 1972 y 1973, respectivamente, explicaba tal desatino químico.

Argumentaba que la presencia de vida en nuestro planeta era la causante del desequilibrio de su atmósfera, con el objetivo de crear las condiciones idóneas para la vida, mediante el intercambio permanente de sustancias reguladoras.

GaiaBien es cierto que una de las mayores anomalías de nuestra gaseosa capa celeste es su alto contenido en oxígeno, el cual no hay que olvidar que es repuesto constantemente por la misma vida, a través de las plantas verdes.

Podríamos decir que James Lovelock presentaba así una especie de modelo de termostato para la vida, mediante el cual, esta mantenía las circunstancias favorables para su existencia; cualquier anomalía o amenaza se contrarrestaba, restableciendo el entorno adecuado.

A este proceso se le llama homeostasis (del griego, homo: igual, similar; stasis: estabilidad, estado), que es el conjunto de fenómenos de autorregulación que permiten el equilibrio del medio interno de un organismo, frente a los cambios externos del medio. La capacidad de regular la temperatura corporal o termorregulación de aves y mamíferos es un claro ejemplo de ello.

Esta equilibradora actuación de la vida aparecía por todos lados en el planeta, según el inglés Lovelock, lo que finalmente le condujo a publicar en 1979, siendo ya miembro de la Royal Society de Londres, el libro “Gaia, una nueva visión de la vida en la Tierra”, junto a otros científicos, como la microbióloga estadounidense Lynn Margulis.

GaiaLa sugerencia de desempolvar el nombre de la diosa griega para aplicarlo a este gran organismo viviente, autorregulable y casi consciente, fue de su amigo y Premio Nobel de Literatura William Golding.

Aunque, en realidad, fue en 1969 cuando oficialmente presentó sus tesis, durante unas jornadas científicas en Estados Unidos, en la ciudad de Princeton. Su repercusión entre la comunidad científica fue nula, llegando a tildarlo algunos de farsante o de fantasioso.

Como ocurre más a menudo de lo que pudiera parecer en la historia de la ciencia, hasta las grandes ideas suelen gestarse mucho antes de cuando cristalizan, y no solo filósofos, sino que muchas de las antiguas culturas ya habían sostenido anteriormente una visión del mundo como un todo, como un ser vivo, y otros tantos científicos lo consideraron como algo más que la suma de todos sus organismos o de sus elementos y reacciones químicas.

James Hutton
James Hutton

Sin ir más lejos, el geólogo, médico, químico y naturalista escocés James Hutton (1726-1797), considerado padre de la geología, definió la Tierra como un superorganismo, al que se debía estudiar a través de la fisiología (del griego, physis: naturaleza, origen; logia: estudio, conocimiento), hoy en día rama de la biología que estudia los mecanismos que rigen el funcionamiento de los seres vivos. Y así lo expuso a la Royal Society de Edimburgo.

Una creciente y sólida visión reduccionista y determinista de la ciencia del siglo XIX enterró tan innovador planteamiento, reduciendo la vida a una suma de procesos físicos y químicos o de expresión de genes —incluso Lovelock no supo de sus tesis hasta después de la publicación de su propia hipótesis Gaia.

También el científico y filósofo noruego Henrich Steffens (1773-1845), importante representante de la Naturphilosophie, consideró la esfera terrestre como un ser vivo formado por diferentes órganos.

James Lovelock encontró indicios de que otros parámetros fundamentales terrestres, además de la composición de la atmósfera, habían permanecido constantes durante milenios, gracias a la mano sabia y vivificante de Gaia.

Observó que, desde hace unos 3.500 millones de años —en los albores de la vida—, la temperatura climática se había mantenido constante, en torno a una media de 13° C, a pesar de que en aquellos inicios el sol era más pequeño y templado, con una radiación un 30% menos intensa que ahora.

Según una relación abiótica (sin vida) entre la atmósfera y la superficie terrestre, influenciada por la escasa radiación solar, el planeta habría estado devastado por el hielo y a años luz de acoger el más mínimo indicio de vida.

GaiaPero no fue así.

El mismo Carl Sagan y su compañero George Mullen fueron los que, en 1972, plantearon tal dilema, al que denominaron “paradoja del sol débil”, una de las mayores incógnitas de la ciencia y que ha derivado en diversas teorías que han intentado interpretarla.

Una explicación viable a este hecho inusitado es una mayor presencia de dióxido de carbono y amoniaco en aquella atmósfera primigenia. Ambos son gases que retienen el calor mediante el natural efecto invernadero, proporcionando una temperatura óptima para la aparición de las primeras bacterias.

A medida que la intensidad solar fue subiendo con el aumento del tamaño del sol, aparecieron organismos devoradores de ambos gases —bacterias y algas—, lo que provocaba que el creciente exceso de calor se disipase al espacio.

GaiaLovelock adoptó esta propuesta, pero ahí no quedó todo para él, en lo que a la autorregulación de la temperatura planetaria se refiere. Buscando posibles compuestos regularizadores del intercambio dinámico entre la atmósfera y la biosfera, en 1971 había viajado a bordo del Shackleton, velero oceanográfico británico, que atracó en la Antártida.

Allí investigó sobre el ciclo terrestre del azufre, en el que interviene de forma decisiva la microflora marina o fitoplancton —formado por algas y bacterias—, responsable de la extracción de azufre del agua del mar, originando un gas que, liberado a la atmósfera, influye en el aumento de la concentración de nubes.

Ya años después acabó concluyendo, en su hipótesis Gaia, que el ciclo biológico de las algas es el principal impulsor del mantenimiento equilibrado de la temperatura de nuestro planeta Tierra, pues pudo demostrarse que, en zonas de mayor proliferación de algas —como en las cuencas oceánicas de más temperatura—, existe de forma simultánea un alto nivel de este gas sulfuroso que induce a la formación de masas nubosas, las cuales oscurecen la superficie, y así bajan las temperaturas.

Esta bajada de temperaturas provoca, a su vez, una menor multiplicación de algas —pues necesitan calor para crecer— y, por consecuente, una cantidad inferior de dicho gas, con una menor formación nubosa y aumento de la temperatura, y vuelta a empezar el ciclo.

La vida entrando en acción, una vez más, para conservar un clima benigno para su continuidad sobre el planeta, y James Lovelock así lo atestiguaba.

Postuló sobre otro importante factor de presencia constante: el pH. El agua, el suelo, el aire, se mantienen sobre un pH alcalino de 8, que resulta ser el óptimo para la vida, aun cuando los compuestos derivados de la descomposición de toda la materia orgánica, al oxidarse en la atmósfera, provocarían una alarmante subida de la acidez terrestre hasta un pH de 3.

Pero he aquí que nuestra diosa salvadora de la vida se encarga de neutralizar esta corrosiva acción acidificante, emitiendo megatoneladas de un alcalinizante como el amoniaco, procedente de los procesos metabólicos de los seres vivos, en su justa cantidad.

Este gran organismo vivo, Gaia, a la luz de los postulados del inglés, maneja a la perfección la compleja trama de la vida, resultando siempre airosa a lo largo de los más de tres eones de tiempo de su presencia sobre este planeta azul, generando y manteniendo constantes las condiciones medioambientales que les son propicias.

GaiaLovelock además estudió los mares y su salinidad, producto de la evaporación del agua por calor, de la sedimentación de sustancias salinas procedentes de la erosión del suelo por las lluvias, siendo transportadas por los ríos hasta el océano, y del magma provocado en las fallas de las placas tectónicas bajo el mar y en las erupciones volcánicas submarinas.

Todo esto da como resultado un contenido salino del mar de 3,4%. Los datos de que un porcentaje del 4% habría dado pie a especies biológicas diferentes a las que ha alojado nuestro planeta, según los registros paleontológicos, y de que uno mayor del 6% no hubiese podido cobijar vida alguna, ya nos están proporcionando indicios suficientes para sospechar de nuevo sobre la intervención de la diosa.

No obstante, lo más asombroso es saber que la cantidad de sal que lluvias y ríos llevan al mar a lo largo de 80 millones de años es la misma que toda la sal actual presente en nuestros mares.

Es decir, que de haber sido así, por causas exclusivamente geológicas y de forma unilateral y continua a lo largo de miles de millones de años, nuestros océanos estarían ya más que saturados de sal, cuales mares muertos, y sin poder acoger ningún tipo de existencia viva.

¿Cómo puede ser, entonces, que los océanos no sean tan salados como cabría esperar? ¿Qué podría haber resuelto tal desastre mortífero para la vida?

Lovelock volvía al ataque con la respuesta biológica del control de Gaia, que mantiene siempre los niveles modélicos para el desarrollo de la vida en su seno, mediante la intervención, en las plataformas continentales de los mares, de ciertos organismos vivientes, los cuales actúan en complicados sistemas de circulación oceánica.

Charles DarwinEn un momento en el que aún existían profundas reticencias desde los círculos académicos sobre la hipótesis Gaia, pero iba siendo cada vez mejor acogida entre ecologistas de planteamientos holísticos y metafísicos, se celebró en 1988 una conferencia en la Unión Geofísica Americana para debatir sobre ella, organizada por el climatólogo estadounidense Stephen Schneider y patrocinada por la NASA y la Fundación Nacional para la Ciencia. Reunió a 150 científicos de diversos lugares del mundo y a periodistas de Nature y Science, prestigiosas revistas científicas que durante años se habían negado a publicar artículos al respecto, y de National Geographic.

Ese mismo año, el creador de la hipótesis publicó su libro “Las edades de Gaia”, una actualización de sus planteamientos, y donde despejaba dudas sobre una de sus mayores controversias: si es la vida la que amolda al medio en su propio beneficio, ¿dónde queda la sacrosanta teoría evolutiva darwiniana y la adaptación continua de los seres vivos al medio cambiante que les circunda?

Tras validar a Charles Darwin como el más grande, sugirió que quizás la teoría de la evolución estuviese incompleta, por considerar al mundo inerte como algo estático, que solo sigue las leyes de la física y de la química, permaneciendo aislado del mundo vivo.

Según él, la selección natural de las especies ocurre, pero en un ambiente, a su vez, cambiante e influenciado por la vida misma. Mares, rocas y atmósfera evolucionan conjuntamente con la vida, en una interconexión reguladora.

Las especies biológicas, a nivel local, se adaptan a las condiciones del ecosistema en el que viven, siguiendo las leyes selectivas de la evolución, pero a un nivel mucho más vasto, en su conjunto y en relación con el resto planetario, la vida modifica su entorno.

Es por todo ello que James Lovelock retomó el concepto del geólogo Hutton sobre la necesidad de estudiar a Gea como un todo, a través de su fisiología y todos los procesos implicados, rompiendo con el aislacionismo y especialización de las ciencias de la Tierra y las de la vida.

Propuso, pues, una única ciencia evolutiva, interdisciplinaria, a la que llamó geofisiología, y en la que cooperasen la biología, la geología, la química, en un estudio coordinado sobre las complejas interacciones entre los componentes orgánicos e inorgánicos de nuestro planeta. Consideró como un proceso indivisible la evolución de las especies y la de los océanos, el clima y la atmósfera; un sistema Gaia que va mucho más allá de la suma de sus partes.

Esto creó otra polémica más, al ponerse en tela de juicio la autorregulación planetaria como una especie de comité filántropo de la vida. El debate estaba servido.

Aunque Lovelock, en una de sus conferencias en la ciudad inglesa de Camelford, en 1987, llegó a referirse de forma provocadora a Gaia como un organismo vivo, su colega bióloga Margulis posteriormente rechazó cualquier implicación mística y la definió más como un sistema interactivo, formado por seres vivos.

Sin embargo, en el año 2000, con la declaración internacional de principios —promovida por las Naciones Unidas y traducida a 30 idiomas— de la Carta de la Tierra, no solo se nos ofrece una novedosa dimensión espiritual del planeta, sino que se utiliza un concepto que por entonces ya iba resultando inherente y comprensible: «La Tierra, nuestro hogar, está viva con una comunidad singular de vida».

Hoy en día, a punto de cumplir su autor 100 años y ya validada como teoría, aun cuando es todavía en buena parte ignorada, cada vez se prodiga más su visión holística de la Tierra, configurando un todo conexo y equilibrado, quizás por la creciente reflexión de la población sobre cuestiones medioambientales y conservacionistas del planeta en su totalidad.

GaiaEs probable que la teoría Gaia solo sea el comienzo de una toma de conciencia de la ciencia y del hombre sobre sus orígenes, allá en la estructura inteligente de la vida, creadora de la explosión de belleza natural existente que nos circunda.

Seguramente no sea imprescindible conocer las bases científicas de una perspectiva única y sintética de la vida y su entorno, en una Pachamama que solo el hombre, con su mente racional y analítica, se atreve a cuartear, como en una tosca disección.

En cualquier caso, lo que se construyó a lo largo de millones de años de progresión planetaria, en su eterno recorrido a través del tiempo cósmico, sigue interpretando la danza universal de la evolución de la vida y de sus moradas.

Todo ser humano necesita imaginar un ente superior al que adorar, al que admirar, llámese Dios, naturaleza, ciencia, dinero o poder, para llenar un vacío que le persigue implacable hasta la tumba.

Será que aún no se dio cuenta de que, al mirar fuera de él, se pierde en su obsesión de buscar en el exterior lo que solo podrá encontrar en sí mismo, allá dentro, donde encontrará respuesta a todo, y donde reconocerá la chispa viva que lo conecta a su Madre Tierra, protectora de la vida y de sus hijos.

“La protección de la vitalidad, la diversidad

y la belleza de la Tierra es un deber sagrado”.

Carta de la Tierra

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Mar Deneb

Mar Deneb nació en Sevilla. Es bióloga, escritora y música.

Como bióloga, fue supervisora en el Proyecto de la Agencia de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía “Generación y Captura de Datos de los Subsistemas de Relieve y Uso del Programa Sistema de Información Ambiental de Andalucía (SINAMBA)”.

Fue Directora Técnica del Proyecto de la Agencia de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía “Plan Rector de Uso y Gestión (P.R.U.G.)” del Parque Natural Bahía de Cádiz y Coordinadora en el del Parque Natural Barbate.

Trabajó como Técnica de Medio Ambiente y Educadora Ambiental en el Ayuntamiento de Sevilla.

Como escritora, publicó las novelas “Zenia y las Siete Puertas del Bosque” (2016), de fantasía épica, y “Ardo por ti, Candela” (2016), de género erótico.

Formó parte de las Antologías de Relatos “Cross my Heart. 20 Relatos de amor, cóncavos y con besos” (2017) y “Ups, ¡yo no he sido!” (2017), junto a otros escritores.

Fue redactora de la sección de Ciencias en la Revista Cultural “Athalía y Cía. Magazine”.

Colaboró en el Programa Cultural de Radio “Tras la Puerta”, con alguno de sus relatos.

Formó parte del jurado del I Certamen de Relatos Navideños del grupo literario “Ladrona de sonrisas”.

Como música, fue Jefa de Seminario y Profesora de Música de Enseñanza Secundaria y Bachillerato.

Fue Socia y Coordinadora de Producción en varias empresas de Producción Musical.

Formó parte como instrumentista de diversas agrupaciones musicales.

En la actualidad, imparte talleres sobre la inteligencia de las plantas y sus elementales.

Lleva la sección “Más que plantas” en su canal de YouTube.

Trabaja en sus dos próximas novelas, en diversos relatos y escribiendo artículos para su propio blog.

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