Las nueve musas
Ortografía y Gramática

Sobre los intentos de simplificar la ortografía

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La ortografía es el conjunto de normas que regulan la correcta escritura de una lengua.

De su carácter normativo se infiere que sus reglas deben ser respetadas por todo aquel que desee escribir con corrección. Sin embargo, esas reglas han querido simplificarse en más de una oportunidad. En este artículo reflexionaremos sobre el tema.

  1. Escribir como se pronuncia

Siguiendo el modelo de los griegos, el maestro Elio Antonio Nebrija consideraba la Ortografía como la primera de las partes de la Gramática doctrinal, a la que recomendaba llamar, en homenaje a Quintiliano, «ciencia de bien i derechamente escrivir»[1]. Esta definición, en mayor o menor medida, será la que los preceptistas y gramáticos[2] españoles conservarán desde entonces. No obstante, Nebrija también decía lo siguiente: «Avemos aquí de presuponer lo que todos los que escriven de orthographia presuponen: que assi tenemos de escrivir como pronunciamos i pronunciar como escribimos por que en otra manera en vano fueron halladas las letras… la diversidad delas letras no esta enla diversidad dela figura, sino en la diversidad del pronunciacion»[3]. En igual sentido se manifestaría Valdés algunos años más tarde, cuando comentaba, sin demasiados rodeos, «escrivo como pronuncio»[4].

Las ideas de Nebrija y Valdés ponen en manifiesto uno de los tres principios en los que se basa la ortografía española: la pronunciación. Los otros dos son la etimología y el criterio de los clásicos, aunque no creo que el último sea pertinente para los fines de este artículo, pues la misma Academia, en un texto de 1974, luego de presentar los tres principios señalados, reduce inmediatamente la cuestión a dos. Cito el fragmento: «Voces escribimos con arreglo a su etimología u origen, es decir, como se escribía cada una de ellas en la lengua de donde fue tomada para la nuestra; voces tenemos que por la fuerza del uso se escriben contra la etimología»[5].

Paradójicamente, la Academia expresaba algunas décadas antes lo siguiente: «Los esfuerzos de nuestros gramáticos porque llegue a escribirse la lengua castellana tal como se habla, y las tiránicas leyes del uso, incontrastables las más veces, son causa de que unos vocablos se escriban conforme a la etimología, y otros no»[6].

Como puede advertirse, hubo durante mucho tiempo una suerte de desprecio académico por la etimología, desprecio que probablemente se base en los dichos de Nebrija y que, como veremos enseguida, reaparecerá en cada intento ulterior de reforma o simplificación de nuestro sistema ortográfico. Pero esto no es privativo del español, muy por el contrario, en casi todos los idiomas de alta cultura sucedió en algún momento algo parecido.

  1. El desacuerdo entre escritura y pronunciación: un problema de todas las lenguas

Estudiando los sistemas de escritura, Saussure llegó a la conclusión de que, cuando se establece un alfabeto fonético, éste logra reflejar el estado de la lengua de un modo bastante racional y lógico. En el griego primitivo, por ejemplo, no había grafías complejas con la ch ni representaciones dobles de un sonido único ni tampoco un signo simple, como la x, para representar el sonido doble k + s. Sus mismas letras dobles fueron una innovación no primitiva. Sin embargo, esta armonía entre la fonética y la escritura no puede durar demasiado, ya que la evolución de la lengua es constante. Pero si la lengua evoluciona, la escritura no lo hace con el mismo ímpetu; así pues, una grafía que corresponde a una pronunciación en una época determinada dejará de hacerlo en otra. Nebrija, por ejemplo, escribía aver, bever, etc., con una v que correspondía a la pronunciación de su tiempo y, como es sabido, escribir así en nuestros días sería poco menos que incurrir en una falta.

En este desacuerdo entre escritura y pronunciación influyen asimismo las falsas etimologías. En francés, por ejemplo, cuando, por creerse que poids proviene del latín pondus y no de pensum, se le coloca una d que ni se pronuncia ni tiene ninguna razón de ser. De todo esto se deduce que el principio etimológico, aunque se aplique acertadamente, también puede producir anomalías, como ocurre en nuestro idioma con la h.[7]

Otra consecuencia de estos desacuerdos es la multiplicidad de signos para un mismo sonido. Así pues, en francés, el sonido k se representa nada menos que por seis signos: placard, quenouille, képi, accord, acquérir. Existen, además, las llamadas «grafías indirectas», es decir, las que procuran modificar o indicar la longitud de la vocal anterior, como la h alemana en mahler (‘molinero’), donde vemos que se alarga la pronunciación de la a respecto de maler (‘pintor’). Del mismo modo, el inglés añade una e final no sólo para alargar la vocal precedente sino también para cambiar su sonido, esto es lo que, sin ir más lejos, ocurre con las palabras fat y fate, mad y made, rod y rode.

Con todo, pese a los muchos desacuerdos que existen entre escritura y pronunciación, cuanto menos representa aquélla lo que debe representar, más fuerte es la tendencia a tomarla como base. La ortografía, en algún punto, se ha construido sobre este proverbial contrasentido.

  1. Imposibilidad de una reforma general del sistema ortográfico

En 1741, la Academia llevó a cabo una gran reforma que se materializó en la edición de ese año de su Ortografía, obra en la que se admitía que se había modificado parte de su corpus normativo «para facilitar su práctica y ejecución, sin tanta dependencia de los orígenes como la que ha tenían estas reglas y tienen las voces que comprende el Diccionario, las cuales se pusieron, por lo común, según el rigor de su etimología»[8]. Vale recordar que antes de esta reforma era correcto escribir philosophia, throno, rhytmo, psalmo, etc.

Siguiendo este mismo impulso simplificador, en el prólogo del DRAE de 1837 puede leerse lo siguiente: «Atendiendo al deseo y conveniencia general de simplificar en lo posible la escritura… la Academia ha creído oportuno substituir la j a la g fuerte en gran número de voces»[9]. Pero lo hecho, para muchos, no fue suficiente.

Acaso incentivada por estos antecedentes, una importante corriente reformista comenzó a expresarse dos años después de la mano de gramáticos como A. M. de Noboa, quien fue muy claro en su pedido de una reforma general. Noboa se ocupó, entre otras cosas, de describir lo que él consideraba «los dos principales inconvenientes de la ortografía», al menos, de la que estaba vigente hasta esa fecha. Aquí los transcribimos:

El primero es tener que establecer una multitud de reglas con otra multitud de excepciones, lo cual es un gran obstáculo para escribir con uniformidad; pues que ni todos las aprenden, ni las pueden conservar en la memoria, y así muy pocos las observan escrupulosamente. El segundo es que, si se ha de atender al origen de las palabras para escribirlas, teniendo nuestra lengua tantas palabras de origen griego, árabe y otros, y sobre todo latino, será menester que tenga conocimiento de estas lenguas el que quisiera escribir con exactitud la castellana.[10]

Ya a finales del siglo XIX, M. F. Suárez se encargó de explicar los motivos de fondo de esta tendencia en uno de sus libros más difundidos. Compartimos un fragmento a continuación:

El principal argumento, a primera vista incontestable, de los reformistas, puede formularse así en sustancia: la escritura es signo de la palabra hablada; el signo es tanto más perfecto, cuanto es más sencillo, fiel y exacto; luego la ortografía adquirirá el sumo posible de perfección cuando se reduzca a ser signo del sonido, sin atender a uso ni a origen. Esto sostuvo Bello en el ‘Repertorio Americano‘; esto sostenía el Nebricense; [sic, por ‘Nebrisense’] esto repetía Voltaire; esto sostendrán todos los partidarios del sistema neográfico.[11]

La idea de una reforma general del sistema ortográfico español tuvo también sus defensores en pleno siglo XX. Esto puede advertirse en la siguiente declaración de Julio Casares, formulada en 1941:

[…] yo, que ingresé en la casa [la RAE] con la ilusión de prosperar la simplificación ortográfica, sancionando de esta manera y completando los ensayos que se vienen haciendo en América, he encontrado en algún momento una constelación de académicos favorable a mis intenciones; pero la he visto desvanecerse en corto plazo, mientras cobraba nuevos bríos el grupo opuesto. De manera que, si yo digo, como es verdad, que la Academia, hoy por hoy, no quiere hablar de reforma ortográfica, sería equivocado sacar en consecuencia que en el seno de la corporación faltan partidarios convencidos y aun acérrimos de tal reforma.[12]

Ese mismo año, el célebre lexicólogo Emilio Martínez Amador proponía lo siguiente:

Es menester, ante todo, practicar ciertas reformas con carácter de urgencia, la principal de las cuales ha de ser, a la italiana, la supresión de las haches, con la cual, no sólo no temblarían las esferas (como no temblaron cuando se escribió arpa, armonía, arriero, etc.),[13] sino que en muchos casos se atendería mejor a la etimología, sin que se produjeran contrastes tan violentos, por no decir ridículos, como: hueso y osario, huevo y ovario, huérfano y orfandad, hueco y oquedad, etc.[14]

La última propuesta seria de reforma ortográfica fue la elevada por Jesús Mosterín en 1981. Ésta puede ser resumida en tres puntos: a) introducir coherencia y lógica interna en el sistema; b) rescatar del analfabetismo, en corto tiempo y al menor coste posible, a los millones de hispanohablantes que aún no tienen acceso a los bienes de la cultura; c) facilitar la escritura, con la menor cantidad posible de faltas, a todos, cualquiera que sea su condición social.[15] Como salta a la vista, Mosterín tenía buenas intenciones, pero repetía el error de otros tantos reformistas: en una lengua con tantas variedades territoriales como es la nuestra, apelar a una ortografía basada en la pronunciación implica inexorablemente poner en riesgo la unidad ortográfica del idioma.[16]

Al igual que los anteriores conatos reformistas, el de Mosterín no prosperó. Terminó imponiéndose la necesidad de mantener la unidad idiomática por encima de los particularismos gráficos, es decir, terminaron imponiéndose las convenciones vigentes por encima de las simplificaciones extemporáneas, convenciones que, por cierto, con el advenimiento de Internet, comenzaron a gozar de un renovado prestigio.[17] Asimismo, desde hace algunos años, quizá para moderar el histórico predominio ibérico en lo que a regulación ortográfica respecta, los tratados oficiales son elaborados por la RAE en conjunto con el resto de academias de la lengua española que existen en el mundo. La Ortografía de 2010, sin ir más lejos, es un buen ejemplo de este trabajo en equipo.[18]


[1] Antonio de Nebrija. Gramática sobre la lengua castellana (Mobipocket KF8) (F. COLECCION) , edición, estudio y notas de Carmen Lozano, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2011. La definición de ortografía como reglas para escribir correctamente aparece ya en Instituciones oratorias de Quintiliano: «Lo que en griego se llama ortografía llamemos nosotros ciencia de escribir bien» (Instituciones oratorias, Madrid, Imprenta de la Administración el Real Arbitrio de Beneficencia, 1923).

[2] La ortografía fue durante mucho tiempo un tema que les concernía directamente a los gramáticos. De hecho, hasta la edición de 1931, la Gramática académica se dividía en Analogía, Sintaxis, Prosodia y Ortografía; incluso el Esbozo (1973) le da un lugar a la ortografía en el apartado correspondiente a Fonología.

[3] Antonio de Nebrija. Óp. cit.

[4] Juan de Valdés. ‘Diálogo de la lengua (Letras Hispánicas) , Barcelona, Plaza y Janés, 1984.

[5] Real Academia Española. Ortografía, Madrid, Imprenta Aguirre, 1974.

[6] Real Academia Española. Gramática de la lengua española, Madrid, Espasa Calpe, 1931.

[7] El caso de la h se observa también en lenguas no romances como, por ejemplo, el inglés, que, en Thomas, Thames, Anthony, se sigue escribiendo una h que no se pronuncia.

[8] Real Academia Española. Tratado de Ortografía. Madrid, Imprenta Real, 1741.

[9] Real Academia Española. Diccionario de la lengua castellana. Madrid, Imprenta Real, 1837.

[10] A. M. de Noboa. Nueva gramática de la lengua castellana según los principios de la filosofía gramatical, con un apéndice sobre el arreglo de la ortografía. Madrid, Imprenta Don Eusebio Aguado, 1839.

[11] M. F. Suárez. Estudios gramaticales. Introducción a las obras filológicas de Don Andrés Bello, Madrid, Imprenta de A. Pérez Dubrull, 1885.

[12] Julio Casares. Nuevo concepto del diccionario de la lengua y otros problemas de lexicografía y gramática, Madrid, Espasa-Calpe, 1941.

[13] Recordemos que, ya en su momento, un crítico tan culto como Clarín se burlaba de los que insistían en escribir harpa, harmonía y harriero. En nuestros días, el DPD aclara lo siguiente respecto del primer ejemplo: «La variante harpa, que conserva la h- etimológica, ha caído en desuso y debe evitarse»; naturalmente, esta aclaración es también válida para los ejemplos restantes.

[14] Emilio Martínez Amador. Diccionario gramatical y de dudas del idioma, Madrid, Editorial Ramón Sopena, 1941.

[15] Véase Jesús Mosterín. ‘Ortografía fonémica del español‘. Madrid, Alianza, 1981.

[16] Otra de las posibles consecuencias de una reforma de este tipo es la relacionada con el material impreso (libros, periódicos, revistas, etc.), material que, en tanto acervo cultural, puede incorporar —y, de hecho, ha incorporado— cualquier actualización ortográfica (quita de tildes en monosílabos, reducción de grupos consonánticos viciosos, regulación del uso de mayúsculas y minúsculas, etc.) sin perder legibilidad, pero no así cambios más profundos o estructurales.

[17] Más allá de que puedan detectarse en Internet muchos errores ortográficos, es evidente que la mayoría de los usuarios, ya sea por prurito profesional, ya sea por razones de otra índole, ven con muy buenos ojos el cuidado de la ortografía. La existencia de un número significativo de páginas web y perfiles en redes sociales dedicados a este tema es una prueba irrefutable de ello.

[18] Vale aclarar que, a pesar de las polémicas que suscitaron algunos de los cambios introducidos, la Ortografía de 2010 no pretendió hacer ninguna reforma estructural. De hecho, muchos de esos cambios (pocos, en puridad) fueron apenas recomendaciones.

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Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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