Las nueve musas
La confesión
La confesión - Raimundo Madrazo (obra inacabada)

Sobre el perdón

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PEDIR PERDÓN

Cuando nos examinamos con toda la imparcialidad de la que somos capaces, una vez que juzgamos nuestra vida con la misma exigencia y meticulosidad que empleamos para juzgar la de los demás, descubrimos que hemos pedido perdón menos veces de las que hemos ofendido.

En uno de esos arrebatos de ternura que nos invaden en el silencio impuesto de la noche, cuando destensamos por fin los nervios que nos exigen el día y sus obligaciones, recordamos súbitamente que debimos haber pedido perdón a aquel amigo que ahora la distancia nos raciona, a aquel familiar que no ha vuelto a hablarnos desde su muerte, a esa persona que amamos y con la que compartimos nuestra vida.

El regreso del hijo pródigo
“El regreso del hijo pródigo” de Rembrandt

Este reproche que nos hacemos no es nuevo; en aquella ocasión, en el mismo instante de nuestra ofensa, apareció ya en nosotros y se nos reveló con esta misma fuerza. Sin embargo, algo que no logramos definir se opuso a que pidiéramos perdón en aquel momento, y cuando recordamos todo lo que sucedió después y que pospuso el perdón hasta ahora, tan sólo vemos una sucesión rápida y confusa de días que se fueron, a nosotros mismos llevados por su estrépito sin oponer resistencia, y tenemos la extraña sensación de haber estado bajo la influencia de algo que nos alejó de ese perdón contra una parte de nuestra voluntad. Pero no hay tiempo para analizar esa influencia y conocer su verdadera identidad; ya flaquean nuestros párpados, ya rodamos sueño adentro, ya se nos arroja de nuevo a la luz y volvemos a nuestro estado ordinario. Sumidos de nuevo en las preocupaciones del día, reincorporados a los proyectos que reclaman toda nuestra atención, aquel reproche nos parece ahora parte del sueño y sus preámbulos. De ese modo, todas las veces que volvemos a sentirlo es como si fuera la primera vez, recorremos exactamente el mismo camino para abandonarlo donde siempre, y nunca llegamos a adelantar nada en el descubrimiento de aquello que se opuso a nuestro perdón. En la mayoría de los casos, ese reproche persiste durante toda una vida de forma intermitente, llenando el tiempo entre placeres; parpadea en la conciencia durante un tiempo pero, ignorado, acaba por hacerse insensible y pudre el perdón en el corazón del hombre.

Danza del perdón
Danza del perdón – Eduardo Muñoz Lora

Esa resistencia secreta que con tanta destreza se oculta tras impedir nuestro perdón es llevada a cabo por el orgullo. En la religión católica el orgullo es, como si dijéramos, el pecado rey: todos los demás pecados son súbditos suyos, todos los vicios sus bufones. Por este pecado Lucifer cae de ángel a demonio; pero no nos desvinculemos demasiado de esa caída ni nos recreemos por nuestra distinta suerte, porque por ese mismo pecado el hombre es desterrado del Paraíso. Este paso en falso explica toda la desorientación en nuestro interior y el conflicto entre nuestra naturaleza y nuestra voluntad, cuyo resultado es casi siempre la caída impotente de la segunda, pero que deja siempre entrever un estado anterior en que era nuestra naturaleza la que se ajustaba exactamente a nuestra voluntad. El ascendiente que el orgullo ha adquirido sobre el alma del hombre a través de la historia no es sino una repercusión proporcionada a esta primera caída, una consecuencia de nuestro primer rechazo al Creador de la vida. Para ver cómo el orgullo actúa, para ver cómo inicia su ataque para que sea más eficaz, debemos remontarnos al mismo nacimiento del perdón, pues aunque la primera huella que encontramos es la que deja marcada exteriormente cuando es expresado, sus primeros pasos quedan profundamente atrás, ocultos para los sentidos, y tanto más imperceptibles cuanto más se acercan a su origen. Este primer movimiento del perdón tiene lugar con el remordimiento de conciencia. Es empujado por este resorte como el perdón se presenta por primera vez ante nosotros, y ya sea que el alma secunde este reproche y lo lleve hasta sus últimas consecuencias, ya sea que lo rechace porque predomine en ella el orgullo, es entonces cuando la posibilidad del perdón se manifiesta y se hace accesible a nuestra consideración. Nunca nos admiraremos lo suficiente por esta forma que tiene de surgir el remordimiento en nuestra conciencia, y es lo más común que el hombre no se admire en absoluto. Pero, ¿de dónde surge ese remordimiento, que no acude suscitado por nuestra libertad, sino que se ofrece a ella? ¿Cómo llega a crearse sin nuestra participación? El alma no hace esfuerzo alguno por crearlo, no sale a su encuentro ni inicia un primer movimiento que le participe su fuerza y del que sea efecto. El alma parpadea y ya lo tiene delante de sus ojos; esa es toda su contribución. Y, sin embargo, no nos admira. Como su fuerza crece gradualmente hasta hacerse ineludible su presencia, el alma se familiariza con ella de manera insensible, no recuerda cuándo comenzó a sentirla por primera vez, porque la memoria no registró lo que no dejó ninguna impresión, y para cuando llega a sentir su fuerza con demasiada intensidad, ya es demasiado tarde para extrañarse por su existencia.

Es precisamente por esta forma misteriosa y gratuita que tiene de presentarse a nosotros por lo que Padres y Doctores de la Iglesia han identificado siempre el remordimiento de conciencia como la primera gracia que Dios ofrece al hombre después del pecado.

la rendición de BredaLa gracia es un auxilio que Dios otorga al hombre como un apoyo para no cometer pecado, o para salir de él una vez cometido (gracia elevante, gracia sanante). Como su propio nombre indica, es una ayuda gratuita de Dios; no le es dada al hombre como recompensa por algún mérito, sino como un primer estímulo para llegar a alcanzarlo alguna vez. San Ambrosio, San Agustín, San Juan Crisóstomo, escribieron con ocasión de algún pasaje de las Escrituras de esta gracia del remordimiento; antes que ellos, en tiempos apostólicos, el mismo San Pablo habla de los remordimientos de conciencia como de una «tribulación saludable» con que Dios aflige a los pecadores. No se trata de una exégesis rebuscada; tanto los Padres de la Iglesia como los posteriores teólogos que han permanecido en la ortodoxia no han hecho sino perfilar y explicar lo que por otra parte se halla suficientemente explícito en varios pasajes de la Escritura. Ya en su principio, en el Génesis, Dios reprende a Caín de esta forma: si no hicieres bien, estará luego a las puertas el pecado. Si estas palabras han sido interpretadas por los más grandes teólogos de la Iglesia católica como referidas al remordimiento de conciencia es, en primer lugar, por el contexto en el que se encuentran, y en segundo lugar, porque la palabra que está traducida como «pecado» sirve también en hebreo para referirse a la culpa. No hace falta insistir, por otra parte, sobre lo significativo de que Dios dirija estas palabras al primer hombre nacido fuera del Paraíso y constructor de la primera ciudad.

Louis Bourdaloue
Louis Bourdaloue

En su Carta a los romanos, escribe San Pablo que los hombres, en el Juicio Final, serán juzgados por sus propias conciencias. Por lo tanto esta gracia del remordimiento, si es negada o combatida, servirá también como prueba de la culpa. Es como si Jesucristo dijera: «como puse en tu conciencia un dolor salvífico y tú lo ignoraste, será ahora ella misma la que te juzgue». Por eso Bourdaloue, en uno de sus sermones memorables, dice del remordimiento de conciencia que es «la primera gracia que Dios da al pecador en orden a su conversión». En ese mismo sermón el gran orador francés insistía sobre el milagro de esta gracia, observando que Dios quiere ayudarnos a salir de un estado deplorable cuando hemos entrado en él precisamente por ofenderle. Mientras en las relaciones humanas es el ofendido quien espera la iniciativa del ofensor para llegar a la reconciliación, en la relación de Dios con el hombre sucede todo lo contrario: es precisamente Él, al que se acaba de ofender, quien inicia inmediatamente un acercamiento y nos manda, por decirlo así, un mensajero con una propuesta para restaurar la relación. El ofendido parece estar dispuesto a olvidar lo ocurrido casi en el mismo momento en que está ocurriendo, y mucho antes de que el ofensor sea consciente de su ofensa. Pocas muestras más sensibles de la misericordia de Dios que esta forma casi simultánea de ofrecernos auxilio cuando le estamos ofendiendo, dejándonos una solución contra el pecado por medio del pecado mismo. Es imprudente abrir una ventana en plena tormenta, pero una vez abierta e introducida por ella el rayo, es mejor abrir una segunda ventana para que atraviese la casa y salga de ella sin calcinarla. Esta segunda ventana es la que Dios abre con nuestro remordimiento justo cuando nosotros acabamos de abrir la primera al pecado, y en este modo de evitar que nos calcinemos por nuestra imprudencia o malicia se revela toda su misericordia.

Y su sabiduría. Porque sabiendo que es el orgullo el que nos ha alejado de Él, ha ideado esta gracia para su confusión. Una gracia exterior no sólo no hubiera impresionado al orgullo, sino que probablemente lo hubiera fortalecido, alejándonos de la conversión en vez de acercarnos a ella. Un Arcángel bajando hasta nosotros para reconvenirnos no hubiera surtido el efecto que se deseaba, porque el mismo orgullo se hubiera servido de la imagen sensible para convencernos de la oposición que nos recomienda contra los consejos de otros hombres. Era preciso, entonces, que ese mensajero tuviera nuestra misma voz, para que no pudiéramos desoírla tan fácilmente, y porque al orgullo le produce confusión que esa misma voz que le está culpando provenga del mismo lugar que parasita; que tuviera nuestros mismos ojos, para que no pudiéramos desviar la mirada hacia otro lado; nuestro mismo pensamiento, para que al rebatirlo sintamos estar rebatiéndonos a nosotros mismos. Era preciso, en otras palabras, que el golpe viniera de alguien contra quien no nos pudiéramos vengar sin que nuestro orgullo saliera tantas veces ofendido como vengado.

Confesión
Confesión – John Opie

En cuanto al hombre, si bien esta gracia está destinada a salvar su alma y es un auxilio de una generosidad divina, no es menos cierto que se le hace tanto más insoportable cuanto más se resiste a ella. Así debe ser para que surta efecto, ya que en cierto sentido los pecadores que se oponen a ella son como los niños: creen que la reprensión de sus padres no tiene otro fin que amargarles la existencia y evitar a toda costa su alegría; dicen, en un sentido peyorativo, que les están «sermoneando». Pero cuando llegan a crecer, y en ocasiones después de verse finalmente huérfanos, se dan cuenta que todas las reprensiones no tenían otra intención que la de guiarles hacia el mejor destino, y se sorprenden mirando en perspectiva su propia oposición y terquedad. Así le sucede al hombre que tiene que aguantar constantemente ser recriminado a donde quiera que vaya, porque ¿qué otra cosa es el remordimiento de conciencia, sino un sermoneador que, para colmo, utiliza nuestra misma voz, y a quien el hecho de que nos tapemos los oídos no le procura otra cosa que hacernos llegar mejor su palabra? Mientras en otros casos difiere, en este caso la pedagogía de Dios se parece mucho a la de nuestros padres, pues para orientarnos a un lugar que agradeceremos, no tiene otro remedio que pasar durante un tiempo como alguien insoportable, llamarnos la atención, prevenirnos, castigarnos cuando es necesario, sabiendo en todo momento que seremos desagradecidos durante el proceso, pero que tarde o temprano sabremos reconocer que todo era por nuestro bien. ¿Qué otro lugar sino nuestra conciencia podía elegir para transmitir mejor su mensaje? A donde quiera que vayamos, sobre todo si premeditamos escapar de ella, ahí está; si intentamos apagarlo, lo reavivamos; si despistarlo, lo atraemos. A remolque de la conciencia van nuestros remordimientos, y cuanta más prisa nos damos por llegar a un lugar en que creamos no encontrarlos, antes llegan ellos cargados con nuestras culpas.

Es preciso que nos remontemos al perdón que debemos a Dios si queremos entender cómo pueden llegar los hombres a pedirse perdón entre sí, pues el mismo remordimiento que sirve para reconciliarnos con Dios, sirve también para reconciliarnos entre nosotros, de modo que también en el orden temporal esta gracia es beneficiosa. Lo que intenta por todos los medios el remordimiento es hacernos sentir la responsabilidad de nuestra ofensa, y otorgándonos la posibilidad de este reconocimiento, a la vez que se ha abierto la posibilidad de que el hijo se reconcilie con el Padre, se ha abierto asimismo la posibilidad de que lo haga antes reconciliado con sus hermanos. Pero, ¿qué es la ofensa a Dios? Es todo aquel comportamiento que nos degrade a nosotros mismos, ya que somos una imagen suya, y en nuestra degradación arrastramos la suya. Y si alguien pregunta todavía en qué puede ofender a Dios esta corrupción de su imagen, siendo como es Omnipotente y no afectando realmente a su esencia, San Agustín le contesta: «y ¿cómo puede ofenderte a ti el que intenta, por ventura, apedrear esa tabla tuya en la que está pintado tu retrato, a pesar de que ni siente, ni ve, ni habla?» De esto se infiere que no podemos ofender al prójimo sin ofender también a Dios, pues no podemos hacerlo sin degradarnos e intentar degradar a los demás; no podemos pedir perdón al hombre sin pedir implícitamente perdón a Dios. A este segundo efecto de la gracia aún podemos añadir un tercero, y es el efecto moral. El remordimiento de conciencia basta por sí solo para rebatir a todos los relativistas morales, pues con su sola presencia separa con un corte perfecto el Bien y el Mal, lo correcto y lo incorrecto. Todas las filosofías relativistas, todos los argumentos especiosos, los sofismas, pretextos y demás esfuerzos por difuminar la línea entre el Bien y el Mal, se desmoronan al mero despunte de un remordimiento que nos incita a pedir perdón. Él distingue con claridad lo que otros se empeñan en oscurecer por la conveniencia de sus deseos, y es sólo la hostilidad que le oponemos, y nuestro interés en no reconocerlo explícitamente, el que sirve al discurso relativista como prueba de que en realidad no existe esa distinción. No se nos oponga a esta verdad el perdón de los perversos, el que se pide contra la misma virtud y se expresa tras haber fallado en un delito, pues entre ellos el perdón es una mera fórmula que utilizan para poder seguir prosperando en sus intereses, y carece por completo de todo el movimiento interior que hemos explicado. Este perdón, que es como el protocolo del diablo, no sólo no afecta al orgullo, sino que le interesa especialmente, pues conociendo su falta de sinceridad y no viéndose afectado por un verdadero arrepentimiento que le oponga resistencia, no duda en fingirlo para no sufrirlo nunca.

confesiónSi nos hemos detenido para observar esta gracia es porque al entender el primer movimiento del perdón, y al precisar su ubicación, podremos ver con mayor claridad cómo el orgullo comienza desde ese mismo momento a oponérsele. Desde el mismo instante de su nacimiento, en efecto, dos son los obstáculos que el orgullo emplea contra el remordimiento, los cuales prepara estratégicamente y distribuye de forma escalonada, como barricadas formadas con mentiras, vicios y pecados distintos, según convenga a cada fase del remordimiento. En un primer momento utiliza sofismas para confundir a la razón. Sabiendo de las reducidas fuerzas que entonces posee el remordimiento, conociendo que apenas despunta es cuando más expuesto está a ser confundido, esta primera resistencia del orgullo está creada para aplacarlo persuasivamente. Con argumentos aparentemente válidos, con medias verdades y razones inconexas, intenta convencer al hombre de que los motivos del remordimiento son infundados, y crea para ello tal arsenal de justificaciones y pretextos que, por una parte aturdido por la cantidad de falacias a rebatir, y por otra satisfecho con la sensación de desagobio que le produce creerlas, acaba muchas veces por juntar a ellas su asentimiento y secundar el ataque. Tal es la forma en que por norma general esta gangrena saludable del remordimiento muere en nosotros nada más insinuarse, impidiendo el orgullo que se extienda para dolernos hasta la salud. Como nos parece un incordio darle la razón a nuestro remordimiento, todas las razones en su contra nos parecen válidas; como rebatir sus argumentos nos cansa, cedemos; como es demasiado exigente creer en él, creemos a quien nos asegura que es una superstición y una aprensión inoculada. Así es como unas razones que no nos convencerían de excusar en los demás el perdón que nos deben, nos convencen a nosotros de no deberlo a los demás.

El Perdón
El Perdón – Francisco Villarroel

Estas mentiras encantadoras son las que utiliza en un primer momento, respondiendo al carácter inocente de esta primera fase del remordimiento con un obstáculo a su medida. Al hombre todavía no le ha dado tiempo a razonar sobre su culpa, y el orgullo acude inmediatamente y crea unas primeras razones torcidas para confundirlo desde el principio, pues no ignora que es entonces cuando más fácilmente podrá desviarlo del camino del perdón. Ese árbol cuyo tronco no podemos ni conmover, podríamos haberlo desviado con nuestro meñique cuando apenas sobresalía de la tierra. Es ese primer momento, cuando aún las raíces del remordimiento no han ahondado lo suficientemente en nuestra conciencia, cuando su debilidad se junta a nuestra inexperiencia y a nuestro primer rechazo por su incomodidad, el que el orgullo distingue como propicio. Pero si a pesar de este primer obstáculo conseguimos mantenernos firmes, desoír sus sofismas, y pese a todo nos proponemos pedir perdón, el orgullo nos espera más adelante con una segunda barricada, formada de diferente manera, como diferente es la fase del remordimiento a la que se enfrenta. Si antes atacó a nuestra razón con sofismas, ahora ataca a nuestra determinación con la pereza, el rencor, la venganza, y cualquier otro pecado o vicio del que se pueda servir y convenga mejor según la persona y la circunstancia. Ya hemos determinado pedir perdón, pero mientras no lo hagamos, el orgullo tiene todavía cierto margen para frustrarlo, y no puede hacerlo de manera más adecuada que intentando desviar nuestra voluntad.

Puede suceder que el primer pecado que utilice contra nuestro perdón sea la pereza. Con este pecado, con esta camisa de fuerza espiritual que es la pereza, el orgullo consigue tantas pestilentes victorias como pueda hacerlo con aquellos sofismas que se resuelven en pretextos.
Cristo del Perdón
Cristo del Perdón de Pedro de Campaña

Este pecado cuya respuesta es siempre «mañana», que se asfixia si no bosteza y que enmohece las virtudes a medio camino, le sirve entonces de una gran utilidad. Con ella consigue diferir el perdón, lo cual supone ya todo un éxito, pues como el hombre ha reconocido su culpa y se ha propuesto expiarla, consigue confundir a su conciencia durante un tiempo, al presentar como medio realizado lo que se ha propuesto realizar. Con esto el orgullo gana algo de tiempo y atenúa el dolor que tan poco favorece a sus intereses. En algunos casos la pereza basta por sí sola para posponer durante toda una vida el perdón; logra apagar los remordimientos definitivamente, o bien estos persisten tan débilmente que es menor el dolor que provocan que el placer que supone abandonarse a la pereza. En la mayoría de los casos, sin embargo, la pereza no es suficiente, y son necesarios otros pecados y vicios auxiliares. Así, puede ocurrir que mientras la pereza actúa, nos invada simultáneamente el rencor o la venganza, la ira o la envidia, a fin de que la energía sobrante pueda canalizarse y derivar en acciones que retroalimenten el orgullo. Vaciada de esta manera la energía por dos fuerzas contrarias, la pereza por una parte y el dinamismo por otro, el orgullo logra desconcertarnos y nos convence de nuestra resolución dándole otras salidas menos virtuosas.

Sin embargo, la pereza no tiene por qué ser el primer pecado que utiliza, y en casos en que un hombre no es proclive a ella, puede no utilizarla en absoluto, o utilizarla sólo para comenzar a aficionarle a ella con ocasión de su estado vulnerable. Pero no faltarán otros pecados, como el rencor, a que se incline con más facilidad por ahora. Me parece una verdad contrastada por la experiencia, aunque por su complejidad pase a menudo inadvertida, que un perdón reprimido puede volvernos rencorosos contra quienes lo debíamos. Esto sucede, o bien porque nos esforzamos por recordar una afrenta pasada para hacer pasar la nuestra como su justa venganza, aunque en su momento no fuera suficiente para despertar nuestro rencor, o bien porque al asociar a esa persona con el dolor por los remordimientos que nos causa, y creyendo por otra parte que la solución pasa por denigrar nuestro amor propio y causar otra forma de dolor, acabamos guardándole rencor por habernos dado la ocasión de ofenderla.

Puede ocurrir también que crezca en nosotros el rencor hacia otra persona ajena al perdón que debemos, y que algo que en su día apenas nos molestó pasemos a considerarlo como algo grave. Sucede entonces que, porque debemos perdón a una persona, empezamos a no perdonar a otra, que nunca juzgamos que nos hubiera ofendido. Acuden entonces a nosotros antiguos recelos, sospechas pasadas, viejas discusiones, y toda amistad se examina con desconfianza en busca de antiguas traiciones; desvirtuamos ciertos recuerdos para ajustarlos a nuestra necesidad de guarda rencor, y todo aquel que una vez quedó exculpado pasa nuevamente a ser investigado y se reabre su caso. ¿Qué hay de sorprendente en esta retorcida forma que tenemos de reaccionar, si nuestro orgullo se está oponiendo a algo tan recto como la gracia? Se entiende de esta manera la pérfida eminencia del rencor, su capacidad no sólo para retrasar o frenar los efectos de la gracia cuando el hombre se deja seducir por él, sino de aprovechar la ocasión para dejarlo en un estado más alejado de Dios que antes de su aparición. Mientras la gracia se propone restablecer el amor perdido, el orgullo puede, con su astucia y la colaboración del hombre, utilizarla para impedirlo, a la vez que para romper amores ya establecidos. De modo que, después de aparecer el remordimiento de conciencia, o nos hacemos mejores porque colaboramos, o peores porque nos oponemos; pero jamás volvemos al estado anterior a la gracia.

Puerta del Perdón
Puerta del Perdón – Catedral de Toledo

En otras ocasiones sentimos crecer dentro de nosotros, imprevistamente, una sed de venganza desproporcionada, una irresistible necesidad de responder a un antiguo enemigo con una represalia que sobrepuje el daño que recibimos, como si el odio fuera un crédito que hay que pagar con intereses. Estos repentinos deseos desvían nuestra atención y la acaparan con tanta más fuerza cuanto mayor es el remordimiento de conciencia, pues la resolución necesaria para pedir perdón se extrapola a la venganza. Otras veces despiertan nuestra ira cosas que ayer no eran suficientes para impacientarnos, y atravesamos una época en que cualquier suceso insignificante requiere de nosotros una respuesta desmedida; nuestra cólera acecha entonces los motivos para morder, y sale al encuentro de ellos para poderlos señalar a posteriori como su causa. Hasta nuestros seres queridos acaban por sufrir muchas veces las consecuencias de este carácter irascible, que se ha despertado en nosotros sin que sepamos cómo ni por qué. También la avaricia, esa manera tan cara de estar siempre necesitado, de ser siempre e infaliblemente pobre, puede irrumpir de improviso en el corazón del hombre, envolverlo con sus falsas promesas, llenar su imaginación con una quimérica abundancia, despertar antiguas obsesiones, sumirlo en sueños rastreros y, en fin, adueñarse de él y arrastrarlo a donde quiera.

En otros casos es la lujuria la que toma las riendas del hombre y regula su paso, haciéndole pasar por todas las incomodidades y degradaciones posibles con el único anzuelo de un momentáneo placer; enerva la carne y la indispone contra el alma, y hace crecer su insaciedad tanto como ímpetu emplee en saciarla.
La Virgen del Perdón
La Virgen del Perdón – Simón Pereyns

En el mismo sentido, la soberbia, la gula o la envidia pueden crecer de forma proporcional al remordimiento, y agravarse tanto como se difiera el perdón. Con estos vicios el orgullo no se propone otra cosa que desviar nuestra atención hacia cualquier otro lugar que no sea el remordimiento, y concentrar nuestras fuerzas en otro objeto con el fin de que las agotemos en él; elige de entre los vicios aquellos a los que más propensa es cada persona, y une al placer de dejarse arrastrar por ellos el placer de apagar esa voz inoportuna que nos recrimina desde dentro. Por esta forma de dirigirlos a su voluntad llamamos antes a los pecados y vicios «súbditos y bufones del orgullo». Es esta una de los astucias más sutiles y complejas que utiliza contra nuestro perdón, y una de las más difíciles de reconocer, pues mueve en nuestro interior resortes que no logramos relacionar con esa causa.

Nos dejamos llevar por el dolor que apagan con su mórbido placer, y lo más común es que atribuyamos esos raptos a los caprichos de nuestra naturaleza impredecible, que los juzguemos incomprensibles pero, al fin y al cabo, espontáneos y en nada relacionados con un perdón reprimido. De modo que ved aquí al hombre, el mismo que ha impuesto orillas al mar y desviado el curso de los ríos; el que presume de reducir a leyes la naturaleza, y encuentra planetas cuya distancia no está al alcance de su duración recorrer; el mismo hombre que predice el tiempo con tanta exactitud como lo recuerda, y es capaz de utilizar sus variaciones como recurso; el que se muestra poderoso en su dominio, y se revuelve contra su Creador con tanta insolencia como gratitud le debe; el hombre endiosado y arrogante, que cree que todo le está sometido y nada se resiste a su voluntad; vedlo aquí, digo, reducido a una completa impotencia, indefenso y desconcertado, arrastrado ahora por una pasión, ahora por otra, llevado a los bajos fondos de su degradación por cualquier vicio, vejándose a sí mismo como no consentiría jamás ser vejado por otro, pellizcando sus llagas para curarlas, derrotado, hundido, revolcado en su propio tedio, y todo porque es incapaz de distinguir que en su interior tiene lugar una terrible guerra, de cuya victoria dependerá la suya, e incapaz igualmente de advertir que está conspirando cada día contra el bando que pretende salvar su alma. La gracia le reprende benéficamente para su salvación, mientras que su orgullo le adula maléficamente para su condena.

Hemos descrito sucintamente todo el aparato que el orgullo levanta contra la gracia, en este caso contra la gracia del remordimiento de conciencia; la cual, sirviendo como hemos apuntado antes tanto para la reconciliación con Dios como para la reconciliación entre los hombres, es combatida por el orgullo utilizando los mismos vicios. Y al igual que por esta gracia muchas veces, aunque no tantas como sería conveniente, el hombre desanda el camino que le ha alejado de Dios, también otras tantas veces consigue pedir perdón y acercarse a sus hermanos. Es de notar, sin embargo, que tantos obstáculos debe superar, tantas barreras tiene que atravesar, que la mayoría de las veces el perdón llega debilitado, exhausto y aplacado su entusiasmo original. Porque, ¿hay algo más frío e inexpresivo que el perdón moderno? No parece sino que la acción del orgullo a través de los siglos ha conseguido reducirlo a su actual estado, y que obstaculizando el perdón desde tan atrás en la edad de la historia en general, y en la de cada hombre en particular, ha conseguido hacer tímido el perdón. Al menos así nos lo hace pensar el hecho de que en épocas pasadas el perdón se pidiera con cierta humillación, con reverencia y viva expresión, como así se describe por lo general en los escritos que en el pasado hicieron referencia a su petición.

Arco del Perdón
Arco del Perdón – Baeza

Si esa fuerza expresiva sobrevive todavía en nuestros días y puede observarse en alguien, no es sino en los niños. Ellos ciertamente se muestran muchas veces remisos a pedir perdón por consejo o imperativo de sus padres, pero al contrario que en los adultos, su resistencia se debe más a su inocencia que a su obstinación en el mal. Sin embargo, apenas llegan a sentir la gracia del remordimiento de conciencia, se observa en ellos la más inmediata reacción favorable, y corren a deshacerse de esa molesta y tenaz reprimenda interior de una forma espontánea. Confieso haber observado, desviada la atención disimuladamente de la conversación adulta, la escena de un niño pidiendo perdón a otro, y haber tenido que contener el llanto y desviar las ganas de aplaudir con cualquier otro movimiento de las manos que pasara inadvertido. Esa manera de anunciar el perdón con toda la cara antes que con la boca, y de perseguir con mirada suplicante un «sí» justo después de preguntar si se le concede, confieren a su perdón un patetismo ideal que se reconoce al instante como un arte perdido. ¿Qué más se puede decir a favor de ellos, sino que muchas veces añaden a toda esta tierna expresividad el gesto de sus manos unidas en oración? Por una parte nos sorprende, y por otra nos parece lo más natural del mundo pedir perdón como se reza. Nada más proporcionado a su condición, pues los niños son santos en potencia, y piden perdón santamente; al ser nuevos en el mundo, parece que la degradación acumulada todavía no ha podido afectarles, siendo durante un tiempo poseedores de las más antiguas y olvidadas costumbres, que nos recuerdan con renovado entusiasmo, demostrándonos así que la santidad, más que dejar de alcanzarse, se abandona. Todo cuanto hemos dicho aquí sobre el perdón, todo cuanto pudiéramos decir, está perfectamente resumido en el simple gesto de un niño, ante cuya elocuencia cuaquier explicación debe rendirse. Así pues, no sólo debemos imitar su inocencia, sino también su manera de volver a ella cuando sienten por un momento que la han perdido. Pidamos perdón como niños, si esperamos que se nos perdone como tales en el Juicio Final.

PERDONAR

Perdón
Perdón – Émile Munier

 Se ha dicho muchas veces, y es una de esas verdades que se repetirán hasta la consumación de los tiempos, sin llegar nunca a aplicarse, que si el hombre ajustara su conducta a la instrucción del Evangelio, que si las palabras en él escritas hollaran sus intenciones y no sólo su admiración; en una palabra, que si se dejara aconsejar por Jesucristo y no por los hombres e ídolos de su tiempo, no sólo la felicidad eterna, sino también la felicidad temporal le estaría asegurada. Esto es, que si bien ser consecuentes con su Palabra no sería suficiente para restituirnos temporalmente al Paraíso, el mundo estaría sin embargo más cerca de parecerse a él que no al infierno, como en realidad sucede. Porque, ¿qué es la política, sino una manera extravagante, costosa e ineficaz de dirigir a los pueblos, cuando se dirigirían más sencilla, gratuita y eficazmente si no se resistieran a ser dirigidos por Dios? ¿Qué las leyes civiles, sino imposiciones de la política, que basan la esperanza de su cumplimiento en la amenaza violenta de la alternativa? Más se cumplirían, más pacíficamente y con menos medios, con sólo ser católicos coherentes; la mayoría de las leyes civiles serían entonces redundancias, y desaparecerían una a una, en cadena y gradualmente, bajo el polvo de su inutilidad. El hombre ha creado complicados sistemas de dirección para suplir a su Director natural, y Éste no ha podido vengarse de mejor manera que consintiendo en el ensayo, y haciendo de esa obstinación un castigo tanto más severo cuanto larga sea ella. A cada solución que ingenia para la convivencia entre los hombres prescindiendo del Evangelio, se levantan mil problemas; a la solución para cada uno de estos nuevos problemas, otros mil. Todo cuanto crea en este sentido, todo cuanto hace para alcanzar una convivencia moral mientras destruye al mismo tiempo el fundamento cristiano que la sostiene, son sólo cañas improvisando columnas, puntales quebradizos entre los que nadie se atreve a pasar despacio.

Para probar esta verdad o reforzarla, propongo tomar un solo pasaje del Evangelio, para que con su caso aislado nos sugiera la medida que podría alcanzar tomándolo en su conjunto. La profunda transformación del mundo con ocasión de la simple observancia de unas pocas palabras de Jesucristo, nos dejará estimar el cambio que se seguiría a una completa imitación de su vida y a la puesta en práctica de sus enseñanzas. Recordamos, entonces, la pregunta de Pedro: «¿Cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?» A lo que Jesucristo responde: «No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete». Sólo una vez más se halla esta expresión en las Escrituras, y para encontrarla hay que remontarse a su comienzo, el Génesis. Sin embargo, las mismas palabras sirven a ideas no sólo diferentes, sino contrapuestas: mientras en aquella ocasión son pronunciadas por Lamec para referirse a la venganza, en esta se pronuncian para instruir sobre el perdón. Jesucristo aprovecha la pregunta de Pedro para ganar la expresión para la causa del perdón, para contradecir a Lamec y desacreditar la venganza. Non dico tibi usque septies sed usque septuagies septies. Es claro para cualquiera que el sentido de esta expresión no es el literal, sino que se pretende dar la idea de lo ilimitado; que, para realzarla todavía más, y puesto que la idea de lo ilimitado adolece de desproporción cuando se la nombra con una sola palabra, se utiliza algo limitado, pero que contiene más palabras, para expresarlo. Como un niño, que responde con la cantidad más alta que se le viene a la cabeza cuando su madre le pregunta cuánto la quiere, porque el infinito le parece una palabra que ocupa muy poco espacio, así Jesucristo responde con esta cifra para enseñar a Pedro cuántas veces tiene que perdonar. Además, como el siete es un número que simboliza la perfección, al añadir el primer múltiplo que lo contiene nuevamente, suscita de inmediato la idea de una perfección redoblada.

Jesús del Perdón
Nuestro Padre Jesús del Perdón, talla anónima del siglo XVII – Cáceres

Este es el sentido de la expresión. Sin embargo, proponer este ejemplo en su verdadero significado supone acaso abusar de la ventaja que ya de por sí tiene la verdad que tratamos de probar; para conceder a la refutación la ilusión de que posee alguna posibilidad, accedo a que esta verdad se defienda, como si dijéramos, con una mano a la espalda, tomando el pasaje en su sentido literal.

Todavía más: como aun en su sentido literal hay quienes se disputan su significado exacto, proponiendo algunos que sea entendido como siete multiplicado por setenta, otros como setenta sietes en fila, otros como siete elevado a setenta, elijo de entre todas estas respuestas la primera, por ser un número mucho más corto que los demás. Así, venciendo con el significado menos ventajoso de entre los posibles, ningún intento de refutación contra esta verdad podrá alegar ventajismo de nuestra parte. Contemplad, entonces, el estado de un mundo donde cada hombre perdona hasta cuatrocientas noventa veces a su hermano, septuagies septies: desaparecen de los libros de historia la mitad de las guerras que han asolado el mundo, y las que no desaparecen, no se eternizan con el rencor de los descendientes que en ellas combatieron; o el perdón ahorra la sangre derramada antiguamente, o no envenena esa misma sangre en los corazones nuevos. Septuagies septies: decrecen las montañas de denuncias sobre las mesas de los juzgados, y por cada cien jueces necesarios hoy para responder a la demanda de la justicia, un sólo juez se basta entonces para satisfacerla; se eliminan mil leyes que tan sólo se crearon para compensar la falta de perdón, y la justicia crece de forma inversamente proporcional. Septuagies septies: la desunión de las familias apenas se concibe, pues la magnitud y la cantidad de las ofensas que en ellas se suscitan soy muy inferiores al perdón con que se subsanan; un círculo de perdones cierra cualquier posibilidad de separación, y las mismas faltas se convierten en fundamento de la unión. Septuagies septies: no hay apenas amistad que se rompa, si de verdad ha merecido llamarse así alguna vez; si se hace indigna de su nombre con una traición, inmediatamente se restituye a su antigua dignidad con el perdón. Septuagies septies: el amor añade garantías a su duración, haciéndose más resistente, y siendo raros los casos en que se termina; el perdón lo preserva de esa pátina deslucida que adquiere en su ausencia, y evita así que turbie sus imágenes en el alma de cada uno. Septuagies septies: la violencia disminuye a flor de paz, y la que sigue existiendo, la venganza no la repite como un eco; las humillaciones, en vez de relevarse de corazón a corazón y perpetuar su carrera, son confundidas con un perdón que les sale al paso en dirección contraria.

El Ángelus”
El Ángelus”, de Jean-François Millet

Pero a todos estos cambios exteriores y más sensibles, ha de añadirse todavía el cambio interior de unas conciencias más limpias y sanas, libres de la llaga del rencor, la cual es tan dolorosa como difícil de no excitar. Esta tranquilidad de conciencia tendría a su vez consecuencias insospechadas en la convivencia de los hombres, repercutiendo sus beneficios en ámbitos que a primera vista parecen no tener relación con el perdón, pero que por una serie de secretas conexiones vendrían a cambiar a largo plazo muchos de los motivos de nuestra infelicidad.

Si vemos mudar tan favorablemente el mundo con sólo imaginarlo en completa conformidad con una de las enseñanzas de Jesucristo, y una enseñanza, recordemos, que no hemos presentado en su verdadera dimensión, para no abusar de la evidencia, ¿qué sería de él si los hombres interiorizaran todas las demás enseñanzas, preceptos y máximas, y actuaran conforme a ellas? El mismo mundo del que se quejan sería más humano si no vivieran conforme a los principios que tienen al mundo por finalidad. Rechazan los caminos que llevan a la unión con Dios, por creerlos poco amables, sin darse cuenta que si todos lo siguieran, tendrían aquí el propio anticipo de su recompensa. Es cierto que quien decide vivir para seguir a Cristo padece penas y se siente como un extranjero, que sufre el desprecio y la burla, que es señalado como ridículo, que se abstiene de muchos aparentes placeres que el siglo toma como insensato no gustar, pero no es porque sea cristiano, sino porque los demás no lo son. Los cristianos no parecen tristes porque realmente lo sean, sino porque la confabulación del siglo contra ellos fuerza sus lágrimas, que el propio siglo señala luego como prueba de la infelicidad intrínseca a todo cristiano. Le clava una espada, y luego exclama que sangra por naturaleza. Pero Cristo no subió a la cruz por su propia cuenta; unos le condenaron, otros consintieron por indiferencia, algunos llevaron a cabo la ejecución, y todos colaboramos.

Es hipócrita, entonces, que algunos se quejen de la tristeza de los cristianos, cuando la tristeza proviene de la resistencia a su propia conversión. Que se convierta el mundo, y los cristianos estarán más alegres, y el mundo menos triste. Pero esta verdad que se descubre con sólo tener algo de interés en encontrarla no sólo es ignorada, sino que todavía hay quien es capaz de proponer los males que acabo de mostrar que serían erradicados con seguir sólo una de las enseñanzas de Dios, como una pretendida prueba de que Dios no existe. ¿Hay algo más absurdo que querer probar la inexistencia de Dios por esos males, cuando existen precisamente por desobedecerlo? ¿Es prueba de la maldad de un padre el que nos sucedan males por actuar contra sus consejos?

San Martín de Porres
San Martín de Porres – Sandra Brunetti (Iglesia Basílica de Santa María Novella (Florencia)

Si perdonar tal como nos enseña Jesucristo, y aun perdonar en menor grado de perfección, no tuviera más ventajas que las temporales que hemos expuesto, ya habría suficientes razones para considerar cualquier otra conducta como imprudente. Pero siendo como realmente es una disposición del alma de la que dependerá también nuestra felicidad eterna, oponerse a ella no es ya sólo imprudente, sino una de las mayores locuras que el hombre tiene la insensatez de permitirse. Solamente una vez seremos nosotros, si puede decirse así, el modelo del que se servirá Dios para actuar, y será cuando imite nuestra forma de perdonar para juzgarnos. A esta verdad se refiere Jesucristo con la parábola que expone a Pedro para continuar su respuesta, y es esta misma verdad de la que quiere que nos sirvamos, proponiéndonos la perfección en el perdón para que esta perfección redunde en favor nuestro en el Juicio Final.

Pero estamos tan lejos de cumplir con esta enseñanza tan benéfica en todos los aspectos, de tal manera defraudamos las expectativas que Jesucristo tiene de nosotros aun a pesar de su presciencia, que no sólo estamos alejados infinitamente de la perfección que nos propone, y alejados inmensamente de cualquier interpretación que se quiera dar a su sentido literal, sino que hasta el número propuesto por Pedro es ya inalcanzable para nosotros. Cualquiera desmentirá lo que acabo de decir, poniéndose como ejemplo, señalando tal o cual perdón como prueba, seguro de que supera con creces ese número. Pero nos mentimos. Hemos perfeccionado la falsa clemencia hasta tal punto, que somos incapaces de desentrañar nuestras propias mentiras. Es cierto que, para evitar que perdonemos, nuestro orgullo utiliza a veces los mismos medios que para evitar que pidamos perdón; los mismos vicios acuden entonces a impedirlo, y utilizan subterfugios parecidos para evitarlo. Sin embargo, el orgullo ha recurrido cada vez más a la hipocresía de la falsa clemencia, y el mundo moderno ha llegado a la excelencia de esta bajeza. Si el orgullo ha cambiado la forma de atacar nuestro perdón, es porque ha observado una diferencia entre pedirlo y concederlo, y ha creído conveniente utilizar armas diferentes.

Ha observado, sobre todo, que mientras pedir perdón humilla nuestro amor propio, perdonar puede fomentarlo, siempre que se finja. La clemencia sigue considerándose parte de la eminencia de carácter, sigue despertando admiración y es una de esas virtudes que la modernidad todavía no ha conseguido desprestigiar. Hasta las personas menos capaces de ella sienten una secreta envidia cuando la descubren en alguien. Por esta razón el orgullo, en vez de oponerse frontalmente a ella, ha preferido utilizarla para que el hombre se adule a sí mismo. Ha convencido al mundo de que es indulgente, de que tiene un carácter pronto al perdón, y para ello ha encontrado en nosotros una buena disposición para engañarnos. En uno de los relatos del Padre Brown, llamado El dolor de Marne, Chesterton hace referencia a este carácter hipócrita del perdón moderno por medio de su personaje, al que hace pronunciar estas palabras: «me da la impresión de que ustedes sólo perdonan los pecados que no consideran pecaminosos. Sólo perdonan a los criminales cuando cometen algo que no consideran crímenes». Este es el signo distintivo del perdón moderno. Quiere el mérito de la clemencia sin su sinceridad, su prestigio sin su sacrificio, sus ventajas sin sus inconvenientes.

Cristo del Perdón
Cristo del Perdón

¿No nos reconocemos por estas señas? Sondee cada uno su interior, y verá que no está libre de esa hipocresía. Nos mentimos: falseamos las cuentas para adular nuestro amor propio; contamos como ofensas que perdonamos aquellas que no vengamos; aprovechamos el no habernos sentido ofendidos para fingir que perdonamos al que lo cree, o al contrario, cuando alguien cree no habernos ofendido, fingimos la ofensa para convencernos de nuestra clemencia; la indiferencia que nos provoca una actitud la hacemos pasar por desagrado, para resaltar por contraste el perdón que le seguimos; si alguien se muestra duro con la falta de un tercero, nosotros nos mostramos indulgentes, pero sólo si nos sentimos inclinados o compartimos esa falta, porque así salvamos nuestra reputación a la vez que le añadimos un nuevo mérito. Perdonar debería rebajar nuestro amor propio; nosotros, con la falsa clemencia, conseguimos enaltecerlo. Perdonamos sólo si el hacerlo nos reporta alguna ventaja, pero si esa misma ventaja puede alcanzarse por la impiedad, no dudamos en cambiar de medios.

Puerta del Perdón
Puerta del Perdón – Catedral de Granada

Podemos ver un ejemplo de esa falsa clemencia en la política, donde en un escenario más alto y por lo tanto más expuesto, con una mayor repercusión y con el agravante de estar al servicio del pueblo, se representan no obstante los mismos defectos que nosotros compartimos. Nos quejamos de sus corrupciones porque son más grandes que las nuestras, ¿pero no son más grandes también las ocasiones? Si nosotros somos corruptos en las pequeñas ocasiones que están a nuestro alcance, ¿que criticamos en sus corrupciones, sino que tengan a su alcance un mayor botín? La diferencia, entonces, es de proporción, no de corazón.

En muchas ocasiones nuestra indignación no es más que la conveniencia que tenemos en señalar unos defectos públicos para disimular los nuestros, que son anónimos, o incluso para cohonestarlos por la comparativa. No estoy diciendo que no haya que indignarse ante la corrupción de los políticos; lo que digo es que la indignación será mas honesta si al mismo tiempo que nos indignamos no hacemos de nuestra vida una maqueta a menor escala de la misma corrupción. Lo que vemos en la política respecto al perdón es, digo, lo que podemos ver en nuestra misma vida. Vemos, en efecto, que algunos partidos políticos recomiendan a veces perdonar ciertos errores del pasado. Prestad atención, sin embargo, y veréis que aquello que recomiendan perdonar es algún error perpetrado por alguna ideología, movimiento o partido del que derivan o con el que simpatizan; algún exceso con el que quizás ellos no estén de acuerdo, pero que les conviene perdonar para que no se condene, junto al abuso que se hizo, el uso que ellos hacen.

En otras ocasiones están de acuerdo incluso con el mismo exceso, pero como la mala reputación de quien lo cometió les impide confesarlo sin que la reputación del partido corra la misma suerte, como el contexto histórico es diferente y no es viable declarar la simpatía abiertamente, optan por pedir el perdón y el olvido. Mostradle las mismas consecuencias, las mismas muertes, en una ideología opuesta, y mostrarán una memoria prodigiosa y un completo rechazo al perdón, hasta tal punto de poner en riesgo la paz presente por saldar deudas de una guerra pasada. Así, el perdón que recomiendan siempre se inclina a su mismo hemisferio político, siempre carece de un verdadero rechazo por aquello que perdonan, y a veces se utiliza incluso para obtener de antemano el perdón de aquel error que quieren volver repetir.

Ese es nuestro mismo defecto, agrandado, si queréis, como en los espejos de feria, pero al fin y al cabo reflejo de una misma realidad. Hemos aprendido con el siglo que sólo hay que perdonar aquello que no nos afecta o incluso nos beneficia, y por eso hemos aprendido a no perdonar en absoluto. Examinándonos así, ¿nos parecen ahora pocas las veces que Pedro cree que debe perdonar a su hermano? Veamos: ¿Cuántas veces hemos perdonado nosotros, que ese mismo perdón haya rasgado nuestra alma? ¿Cuántas, que haya contrariado nuestro orgullo? ¿Cuántas veces que conllevara mayor dolor para nosotros del que nos ahorrábamos no perdonando? ¿Cuántas que el mismo hecho de perdonar no nos reportara algún beneficio, que no sirviera a nuestra reputación y a la imagen que queremos transmitir a los demás? He aquí las preguntas adecuadas para filtrar el verdadero perdón que podemos añadir a nuestra cuenta. He aquí la mala noticia para muchos, y es que perdonar no es ese negocio en el que nuestro orgullo siempre sale ganando, que tan agradable es porque tan poco nos cuesta, y en el que más que servir a nuestro prójimo con el perdón que nos solicita, nos servimos de ese perdón para acrecentar nuestro ego. Ya no nos parecen tan pocas las siete veces que propone Pedro al compararlas con las veces que hemos perdonado. Ya descontamos dedos de nuestras dos manos, ya apenas nos quedan en una mano, ya las dejamos caer.

Puerta del Perdón de la Catedral de Murcia
Puerta del Perdón de la Catedral de Murcia

Este es el perdón que el siglo nos enseña y que hemos aprendido a la perfección, porque somos muy aplicados a la hora de seguir sus máximas, que siempre favorecen nuestro interés temporal. En cambio, la perfección que nos propone Jesucristo casi nos sirve como excusa para ni siquiera dar un paso, como si el mismo grado de exigencia fuera un pretexto para no intentarlo. Este falso perdón del siglo contrasta con el perdón de la Iglesia, que es representante en la Tierra del perdón que nosotros quisiéramos recibir de Dios en el Cielo. La Iglesia perdona precisamente aquello que más detesta, aquello contra lo que lucha y contra lo que ha venido a oponerse; condena el pecado y es sin embargo el pecado lo único que perdona, porque es lo único que la ofende. Buscad en el mundo una institución, un partido, una ideología, un movimiento, que estén en todo momento dispuestos  a perdonar aquello contra lo que luchan, lo que más odian, lo que intentan erradicar. No lo encontraréis. Algunos han intentado ver en las conversiones en el lecho de muerte una especie de coartada para hacer cuanto se quiera en vida. Los enemigos de la Iglesia intentan ver en esa conversión o perdón a última hora una licencia con la que los no católicos pueden disfrutar de las ventajas de este vida y a la vez de la otra, y con la que los católicos pueden infringir los preceptos de su religión cuando quieran. Sin embargo, la conversión o el perdón in articulo mortis no se recomienda, se tolera. Las enseñanzas de los Padres de la Iglesia siempre han incidido en la imprudencia de diferir la conversión, y en la necesidad de no contemporizar el arrepentimiento. Han dejado la posibilidad de convertirse o pedir perdón a última hora, pero jamás han hecho la apología de esa excepción; sólo la han reconocido. Como no puede premeditarse la sinceridad de un perdón, no puede premeditarse la conversión a última hora, y esta es la razón por la que jamás aconsejaron lo que promovido podría haber sido causa de más almas perdidas que salvadas. Ahora bien; esta posibilidad, que los enemigos de la Iglesia desvirtúan para presentarla como prueba de la facilidad con que pueden burlarse sus preceptos, es la que yo presento como prueba de que la Iglesia es la única que de verdad perdona. Porque es cierto que encontraréis en el mundo instituciones que parezcan perdonar, pero lo harán siempre que el ofensor pueda recompensarles.

Una ideología perdonará al que la ha ofendido, siempre que a partir de entonces la defienda tánto como antes la atacó; un partido perdonará a un personaje ilustre que se opuso a él, siempre que a partir de ahora pueda utilizarlo para conseguir más votos de los que le hizo perder. Sólo la Iglesia perdona cuando no queda tiempo para que se le recompense por las ofensas, y esto prueba la sinceridad de su perdón. Sólo busca salvar un alma, mientras las demás instituciones del mundo buscan aprovecharse de un alma para salvarse a sí mismas. Un hombre puede haber insultado y perseguido a la Iglesia, puede haber blasfemado contra lo más sagrado, puede haber dedicado toda su vida a atacarla, pero si cuando la muerte le está disputando ya el aliento, y con la última porción de toda aquella fuerza que empleó contra Dios, pide a uno de sus ministros que le perdone los pecados y que le deje morir reconciliado con la Iglesia, encontrará a un hombre que por más motivos personales que pueda tener para no hacerlo, le perdonará. Luego será Dios quien decida de la calidad del arrepentimiento, pero aquí ha obtenido ya un perdón por parte de un hombre, representante de esa Iglesia contra la que siempre ha luchado, y que se muestra magnánima en esa hora en que ya ni siquiera habrá una siguiente para poder recordarle su compasión. Buscad, repito, otro caso igual en el mundo, y no lo hallaréis. ¿Para qué quieren la conversión de un moribundo los que sólo creen en esta vida? ¿Qué ganan ellos? Nada. De modo que en el momento más desesperado de un hombre, en el momento en que el que ya es inútil a esta vida, ved al mundo moderno, con toda la compasión, la tolerancia y el humanismo de que se precia, alejarse de él, olvidarlo al instante, hacer el vacío a su alrededor, mientras corre a sus intrigas de siempre en busca de carroña viva.

La Mezquita
La Mezquita – Puerta del Perdón

Tanto ha tenido en cuenta la Iglesia el perdón, que ha creado el sacramento de la confesión para facilitarlo. Ha puesto toda su delicadeza y prevención en la preparación de este sacramento, y en su desarrollo se ha adelantado a todo aquello que pudiera frenar la confesión del hombre. Ha separado al confesor del penitente para que éste olvide que habla a otro hombre, para que la vergüenza no le cohíba, y ha dotado a esta confesión de la reserva de un secreto. Así, ha suavizado lo que pudiera resultar intimidante para el hombre que se confiesa, atendiendo a la dificultad que encuentra en revelar los más oscuros secretos de su corazón a alguien de su misma naturaleza. Si la Iglesia no tuviera otro sacramento que la confesión, si sólo estuviera en este mundo para administrarlo a quienes lo necesitan, si tuviéramos que juzgar de ella únicamente por este beneficio, ya podríamos presumir de pertenecer a una institución única, con una misión noble y conmovedora, y bastaría para tenerla por incomparable. Porque, atendiendo sólo a este sacramento, ¿qué quedaría de razonable en los argumentos de los enemigos de la Iglesia, que para desacreditarla se apoyan, por ejemplo, en la donación voluntaria que los fieles hacen en la misa, dejando caer alguna moneda en la canasta? Pero estos mismos enemigos de la Iglesia, que por lo mismo son uña y carne con el siglo, acuden, para sustituir la limpieza de alma que supone la confesión, a las consultas de unos psicólogos que quizás no tengan ningún interés en aliviarlos, por cuanto la postergación de su consuelo es proporcional a sus beneficios económicos; o bien intentan distraer sus remordimientos y el ematoma espiritual que conllevan dándose a un consumismo frenético, acudiendo en masa a unos mismos lugares, comprando cosas innecesarias que caducarán antes que su insatisfacción.

De este modo, para interrumpir unos remordimientos que volverán a aflorar al instante, gastan en un sólo día el dinero que los fieles, para deshacerse de esos mismos remordimientos, gastan en todo un año. Por otra parte, ¿qué quedaría de razonable en esa burla que hacen de los católicos atendiendo a algunas exterioridades que exige su religión? Se recrean señalando como humillante ponerse de rodillas para confesarse, opinan que sentarse y levantarse varias veces durante la misa es señal de una sumisión degradante, cambian sonrisas irónicas ante los sacrificios corporales de los peregrinos. Pero luego que se han burlado lo suficiente, vuelven a sus vidas. ¿Y qué vemos? Que para dar forma esbelta, para hacer brillante y longeva esa burbuja de sangre de la que estamos hechos, y que de un momento a otro va a deshacerse contra la muerte, son capaces de los mayores sacrificios, fuerzan su físico hasta la extenuación, madrugan, derrochan, ayunan, e incluso están dispuestos a ser tratados como carnaza para modificar su aspecto natural. Nada les parece suficiente para dar lustre a lo que en ciernes es decrepitud, para intentar detener lo pasajero y retrasar una hora que no conocen y que puede adelantarse por los mismos medios con que la resisten; pero si se trata de asegurarse el lugar que ese cuerpo tendrá en la Eternidad, todo les parece demasiado sufrido, se vuelven delicados y perezosos, no quieren renunciar a un sólo placer inmediato. Para adquirir una insignificante parcela en este mundo, para poder decir que son dueños de un pequeño espacio, no dudan en exponer su salud, en pelearse con sus propios hermanos, en humillarse ante quien pueda concedérselo. Se arrodillarían ante el hombre más despreciable de la tierra con tal de conseguir un lugar sobre ella, pero encuentran humillante el que alguien se arrodille ante Dios hecho hombre para conseguir un lugar en el Cielo. Son mártires de lo fugaz y martirizadores de lo eterno.

 Saúl Nagelberg
Perdón – Saúl Nagelberg

Esta es la demostración de que la mayoría de comentarios que se hacen para burlarse de la Iglesia son sólo falacias reiterativas, argumentos ad nausseam que los enemigos de la Iglesia emplean sin examinar. Con sólo el sacramento de la confesión estas falacias no quedan ya rebatidas, sino que además se ridiculiza a quien la expone con el sólo ejemplo de su vida. Porque ante la sencillez, y aun la economía si es que tanto les preocupa, que supone confesarse ante un intermediario de Dios de las culpas que abruman al hombre, el mundo ha inventado para sustituirlo un aparato grotesco y ridículo, inepto y además costoso, que no sirve más que para hundirlo más en su miseria, tal como si pagara a peso las mismas arenas movedizas bajo las que ha de desaparecer.

Con razón Pascal se admiraba de que todavía hubiera quien encontrara el sacramento de la confesión demasiado estricto e incómodo, cuando nos manda ―decía él― desilusionar a un sólo hombre en todo el mundo, confesándole lo que tendría derecho Dios a exigirnos que confesáramos a todos. Y todavía añado un nuevo motivo sumándome a la admiración de Pascal, y es que lo que la Iglesia exige del penitente para restablecer su relación con Dios, es aquello mismo que realiza aun no ofendiéndole. Curiosa forma de ser estricto, exigir como pago de la deuda lo mismo que se da naturalmente sin estar sujeto a ella. Porque, ¿reconoceríamos nosotros que alguien nos está pidiendo perdón si nos hablara directamente como antes de que nos ofendiera? Sin embargo, lo que la Iglesia pide al penitente por haber ofendido a Dios no son sino oraciones, las mismas que eleva a Dios sin haberle ofendido. La Iglesia impone como castigo aquello que debería estar casi reservado como premio; aquello que sería razonable que sólo pudieran realizar los santos como recompensa, se exige a los pecadores como pena. Realmente causa admiración pensar que algo que podría considerarse como un exceso de condescendencia de la Iglesia hacia el pecador, pueda mirarse como algo demasiado severo. De nuevo invito a comparar esta actitud con la del mundo, y pido se me señale un sólo caso en que el castigo por un delito que realmente se reconozca como tal, sea castigado con la realización de algo que es un consuelo para el delincuente, y que ya realizaba por gusto antes de la transgresión. Cualquier persona que no tenga una antipatía visceral por la Iglesia capaz de cegarle reconocerá lo sublime de este sacramento, y para acabar de remachar su admiración, le preguntaría si al ver a un hombre o una mujer arrodillarse durante una oración, es capaz de decirme si esa persona está pidiendo algo u ofreciéndolo, si está dándole gracias a Dios o disculpándose con Él.

Catedral de Sevilla
Puerta del Perdón de la Catedral de Sevilla en 1929

Este es el paralelo que se nos presenta al considerar el perdón según el siglo y al considerarlo según la Iglesia. La sola descripción de sus respectivas maneras de perdonar nos revela el fin que mueve a cada uno. Por una parte, en la forma de perdonar del siglo, todo es rastrero, porque sus medios están proporcionados a su fin, que es la tierra; tomándola a ella como referencia, a los placeres que le están circunscritos y a las adquisiciones y renombre que se pueden alcanzar durante la vida que en ella pasamos, los hombres no dudan en utilizar un perdón tan superficial como falso, sin ningún fondo de arrepentimiento, carente de todo signo de grandeza y elevación moral, interesado, calculado, arribista, reflejo de un corazón egoísta y tiránico, el cual está dispuesto a todo por alcanzar una posición cómoda y privilegiada durante una estancia pasajera. Por otro parte, en la forma de perdonar de la Iglesia, todo es elevado y sublime, conforme a sus miras; a quién perdona, cuántas veces lo hace, el tiempo casi inapropiado en que está dispuesto a concederlo, todo nos parece que excede a las fuerzas del hombre, y su mismo proceder nos sugiere su origen divino. En la reiteración de una misma ofensa perdonada no predomina su decepción sobre su perdón; en la gravedad de la ofensa recibida no aventaja su ira a su responsabilidad; en la repercusión del mal recibido no piensa nunca en equilibrar la balanza. Algunos de sus ministros podrán traicionarla y a la vez servir de excusa para ser criticada, los hombres que dicen pertenecer a ella y servirla podrán ser inconstantes algunas veces y no siempre coherentes con sus preceptos, sus enemigos declarados podrán buscar su ruina con medios deshonestos y ruines, pero a pesar de todo Ella seguirá la lección aprendida por Pedro y dará ejemplo del perdón que Jesucristo quiso escribir sobre su primera piedra, y en cualquier estado que se encuentre, ya esté rodeada de discípulos o de enemigos furiosos, las mismas palabras volverán a confundir al hombre siempre: Septuagies septies.

 

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español.

Aunque sus comienzos estuvieron enfocados hacia la poesía y la narrativa (ganador II Premio Palabra sobre Palabra de Relato Breve) su escritura ha ido dirigiéndose cada vez más hacia el artículo y el ensayo.

Su pensamiento está marcado por su retorno al cristianismo y se caracteriza por su crítica a la posmodernidad, el capitalismo, el comunismo, y la izquierda y derecha políticas.

Actualmente se encuentra ultimando un ensayo.

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