Las nueve musas
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Pedro de Zúñiga, el poeta nonato

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Antonio Machado y sus apócrifos

Si los nombres de Abel Martín y Juan de Mairena son por todos conocidos, el de Pedro de Zúñiga es aún para muchos un misterio. Sucede que Machado resolvió que este poeta no naciera nunca; intentaremos explicar aquí por qué tomó esa decisión.

A lo largo de su obra, Antonio Machado ha sabido jugar con múltiples desdoblamientos o contrafiguras.[1] Abel Martín y Juan de Mairena serían dos de los casos más famosos, pero debemos recordar también a esos otros trece «poetas apócrifos» que aparecen mencionados en un pasaje de Los complementarios: Jorge Menéndez, Víctor Acueroni, José María Torres, Manuel Cienfuegos Fandanguillo, Lope Robledo, Tiburcio Rodrigálvarez, Pedro Carranza, Abel Infanzón, Andrés Santayana, José Mantecón del Palacio, Froilán Meneses, Adrián Macizo y Manuel Espejo.[2] En ese mismo libro, Machado, además,  nos proporciona una lista de seis filósofos españoles del siglo XX, que «pudieron existir»[3], con «seis metafísicas diferentes»[4].

Pero ¿qué fue lo que llevó a Machado a recurrir a estas particulares figuras? Desde un punto de vista filosófico, el motivo parece ser bastante claro: un espíritu, descontento con el aislamiento que supone todo yo, aspira a escindirse en otras personalidades. Ahora bien, más allá de que las elucubraciones metafísicas de Machado no sean del todo precisas, es posible encontrarles —al menos, en lo que respecta a la búsqueda de la otredad— ilustres y cercanas correspondencias.[5]

Volviendo a los poetas apócrifos, hubo uno que quedó traspapelado y del que sólo se tiene noticias por una carta que el autor de ‘La tierra de Alvargonzález le escribió en mayo de 1928 a E. Giménez Caballero, director de La Gaceta Literaria. Me refiero a Pedro de Zúñiga. Esta nueva criatura estaba destinada a continuar la genealogía de Abel Martín y Juan de Mairena; sin embargo, a diferencia de los dos primeros, a los que había hecho nacer aproximadamente a mediados del siglo XIX, a Pedro de Zúñiga lo hacía nacer en 1900, de modo que hubiera sido contemporáneo de los poetas del 27. Así lo presentaba:

Entre manos tengo mi tercer poeta apócrifo, Pedro de Zúñiga poeta actual nacido en 1900. Acaso encuentre en la ideología de este poeta motivos de simpatía. Abel Martín y Juan de Mairena son dos poetas del siglo XIX que no existieron, pero que debieron existir y hubieran existido si la lírica española hubiera vivido su tiempo. Como nuestra misión es hacer posible el surgimiento de un nuevo poeta, hemos de crearle una tradición de donde arranque y que él pueda continuar. Además, esa nueva objetividad a que hoy se endereza el arte, y que yo persigo hace veinte años, no puede consistir en la lírica —ahora lo veo muy claro—, sino en la creación de nuevos poetas —no nuevas poesías— que canten por sí mismos. El verdadero sermón poético, a la española, ha de engendrarse en el espíritu como se engendra en la carne y, por ende, impugnar la musa para nuevos poetas que, a su vez, nos den en el porvenir las nuevas canciones. [6]

Ésta es todo lo que sabemos de Pedro de Zúñiga. Las razones por las cuales Antonio Machado no llegó a darle plena vida a este poeta imaginario son casi tan desconocidas como el mismísimo poeta. Quizá fue por desidia, quizá por razones más bien intelectuales. En lo personal, me inclino por lo segundo. Creo que Machado se encontró con la imposibilidad de desdoblarse o proyectarse en otro yo tan actual como distante, un yo que lo comprometía a juzgar hechos contemporáneos, sin poder valerse ya de un avatar retrospectivo a quien endilgarle opiniones desfavorables sobre la generación siguiente a la suya. Recordemos que, en los casos de Abel Martín y Juan de Mairena —quienes, según la cronología apócrifa, murieron en 1898 y 1903, respectivamente—, Machado conseguía eludir toda polémica con las nuevas tendencias del siglo XX; pero en el caso de Pedro de Zúñiga —nacido en 1900 y vivo todavía en 1928—, cualquier simulacro temporal hubiera sido insostenible.

Por consiguiente, habría que preguntarse ¿cómo hubiera reaccionado Pedro de Zúñiga ante ciertas expresiones poéticas de su tiempo que Machado, íntimamente, cuestionaba sin reparos?[7] ¿Hubiera podido, como «complementario» adverso, discrepar de su receloso creador? ¿Hubiera podido representar con fidelidad el espíritu renovador de la Generación del 27? Admitamos que el espectáculo intelectual que hubiera ofrecido este desdoblamiento prometía ser apasionante, incluso si no hubieran existido discrepancias entre las opiniones de Machado y Zúñiga, pues, si el joven Zúñiga hubiese renegado de las poéticas de la «nueva sensibilidad», los mismos poetas del 27 se hubieran encargado de ponerle a su par apócrifo los límites necesarios.

Es probable que Machado haya advertido estos riesgos y, por ese motivo, decidiera condenar a Pedro de Zúñiga al limbo literario. Siguiendo este razonamiento, podemos ver el caso como un episodio más del permanente conflicto entre generaciones, que, por cierto, muy pocos han logrado superar.[8] En conclusión, de haber decidido darle vida a este otro poeta apócrifo, Antonio Machado hubiera podido hacer suya aquella grandiosa sentencia, también citada por Nietzsche,[9] que Lope de Vega pone en boca de uno de sus personajes, sentencia que simplemente dice: «Yo me sucedo a mí mismo»[10].


[1] El total de apócrifos inventados por Machado asciende a 36. Ver la «Introducción» de Orestes Macrí a su edición de ‘Poesía y Prosa’ de Antonio Machado.

[2] Vale decir que en esta nómina aparece otro poeta, también llamado Antonio Machado, al cual se lo presenta con sus datos personales en la correspondiente ficha biográfica, pero incluyendo la siguiente aclaración: «Algunos le han confundido con el célebre poeta del mismo nombre, autor de Soledades, Campos de Castilla, etc.».

[3] Antonio Machado. Los complementarios y otras prosas póstumas, Buenos Aires, Losada, 1957.

[4] Ibíd.

[5] Un caso paradigmático es el de Fernando Pessoa y sus heterónimos, dentro de los cuales cabe destacar a Ricardo Reis, Alberto Caeiro, Alvaro de Campos y Bernardo Soares, autor del célebre ‘Libro del desasosiego. Otro caso importante, pero quizá no tan conocido, es el de Max Aub y sus apócrifos Jusep Torres Campalans y Luis Álvarez Petreña.

[6] Machado. Óp. cit.

[7] Por ejemplo, en una de las cartas a Pilar de Valderrama Alday, «Guiomar», escritas en  1929, Machado confiesa: «Ahora estoy recibiendo libros de poetas jóvenes, con dedicatorias muy cariñosas. Son gentes de gran talento y, además, excelentes muchachos. Nadie más deseoso que yo de que sus libros sean maravillosos. Pero te confieso que, a pesar de mi buen deseo, no logro comprenderlos; quiero decir que no comprendo que eso sea poesía… Porque la lírica ha sido siempre una expresión del sentimiento, el cual contiene a la sensación —no a la inversa— y se relaciona con las ideas; se engendró siempre en la zona central de nuestra psique, y nunca pretendió hablar a la pura sensibilidad ni, mucho menos, a la pura inteligencia». Ya al final de esa misma carta agrega: «Es casi seguro que lo mejor de estos nuevos poetas ha de ser aquello que a nosotros nos disguste más en su obra. Nuestro elogio, como nuestra censura, puede ser desorientador y descaminante. Yo sólo me atrevo a aconsejarles un poco de severidad par así mismos. Que se planteen aguda y claramente los problemas de su arte». Y a continuación, reiteraba una vez más sus conceptos sobre la lírica como actividad estética, oponiéndola a la lírica como actividad intelectual.

[8] Véase Eduardo Mateo Gambarte. ‘El concepto de generación literaria‘. Madrid, Editorial Síntesis, 1996.

[9] Véase Friedrich Nietzsche. ‘El crepúsculo de los ídolos’,  Madrid, Alianza Editorial, 1994.

[10] Este citado verso de Lope de Vega se encuentra en su comedia ¡Si no vieran las mujeres!… (acto I, escena XI), dentro del siguiente contexto (palabras del villano Belardo al emperador Otón): «¿No habéis visto un árbol viejo / cuyo tronco, aunque arrugado, / coronan verdes renuevos? / Pues eso habéis de pensar, / y que pasando los tiempos, / Yo me sucedo a mí mismo».

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Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi

Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina.

Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos.

Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país.

Cuenta con seis libros de poesía publicados, los dos últimos de ellos en prosa:
• «Por todo sol, la sed» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2000);
• «La gratuidad de la amenaza» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2001);
• «Íngrimo e insular» (Ediciones El Tranvía, Buenos Aires, 2005);
• «La ciudad con Laura» (Sediento Editores, México, 2012);
• «Elucubraciones de un "flâneur"» (Ediciones Camelot América, México, 2018).
• «Las horas que limando están el día: diario lírico de una pandemia» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Su primer ensayo, «Leer al surrealismo», fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014.

Tiene hasta la fecha dos trabajos sobre gramática publicados:
• «Del nominativo al ablativo: una introducción a los casos gramaticales» (Editorial Académica Española, 2019).
• «Me queda la palabra: inquietudes de un asesor lingüístico» (Editorial Autores de Argentina, Buenos Aires, 2023).

Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria.

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