Las nueve musas
Sánchez Barcaiztegui

Naufragio de un crucero español en La Habana

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En el ámbito científico-técnico de Cuba el destino funesto del crucero español Sánchez Barcáiztegui ha sido más o menos estudiado gracias a las inmersiones realizadas a partir de los años setenta del siglo anterior por los buzos de la compañía Carisub S.A., las cuales han hecho posible el hallazgo de condecoraciones, empuñaduras de sables, monedas y medallas de oro, cadenas, vajillas, cubiertos de plata y otros objetos de incalculables méritos numismáticos e históricos.

No obstante, a nivel de pueblo poco o nada se sabe sobre un accidente que zarandea a todo el generalato español de la época y no deja de llenar de sorpresa a los investigadores en ciernes que se acercan al tema, conscientes de pisar un pantano. ¿Cómo es posible que el Sánchez haya sido devorado por el mar en las mismas barbas de La Habana?

Esta y no otras fue la pregunta inicial que me hice al comenzar esta averiguación.

El Sánchez Barcáiztegui tomó su nombre de un contraalmirante gallego

El delfín de la flota

Como consecuencia de las políticas puestas en marcha por Mariano Roca de Togores y Carrasco, Marqués de Molins, dos veces ministro de Marina durante el mandato de Isabel II, se promulga en 1860 la Ley de Incremento de las Fuerzas Navales de España, la cual pretende crear una marina de guerra poderosa que sea capaz de proteger los restos del otrora imperio colonial en América. Por supuesto, entre la palabra y el martillo casi siempre hay una gran distancia. Al principio, solo puede organizarse una pequeña escuadra blindada de buques de vapor, aún con cascos de madera, que no trasciende y da paso, más adelante, a los primeros cruceros construidos centavo a centavo por un gobierno lleno de deudas: el Fernando el Católico, el Jorge Juan y, sobre todo, el Sánchez Barcáiztegui, el más valioso de estos gigantes cocodrilos de acero, el cual le rinde un homenaje a un contraalmirante gallego que luchó a favor de Alfonso XII durante la tercera guerra carlista.

Dicha embarcación es lanzada al mar el 23 de marzo de 1876 en Francia por la compañía anónima Forges et Chantiera de la Mediterranée, a nombre del almirantazgo peninsular, y desde el principio se distingue por sus buenas condiciones para la navegación en las más difíciles circunstancias: casco metálico, 935 toneladas, tres mástiles en una arboladura de superficie de 834 metros, velocidad de 11 nudos con velas y una máquina de 1 100 caballos de fuerza. Su armamento tampoco es de despreciar: un cañón Parrot de 13 centímetros, dos Krupp de 8 —montados sobre cureñas y correderas— y una ametralladora de 11 milímetros de la marca Maxim Nordenfelt.

El navío es enviado a Cuba a finales de la Guerra de los Diez Años y, aunque me duela el gentilicio, no dudo en reconocer que no hace el ridículo; por el contrario, presta valiosos servicios a las guarniciones de tierra en la persecución, acoso y captura de algunas expediciones marítimas de la República en Armas. Sin embargo, su estrella polar pronto perderá el rumbo.

Los tiburones se comen a Goliat

Ibáñez Varela
El capitán Ibáñez Varela nunca abandonó el puente de mando

A las once de noche del 18 de septiembre de 1895 los alrededor de 150 marinos y oficiales del Sánchez Barcáiztegui inician la salida de la bahía capitalina con suma cautela por tratarse de una «misión extraordinaria», relacionada, tal vez, con el reinicio de las luchas liberadoras de los cubanos en febrero este mismo año.

Según un ejemplar de La Discusión se dispone a realizar una visita de inspección a los diferentes puertos de la isla; no obstante, un artículo de Juventud Rebelde, aparecido sin autor el 26 de septiembre de 1982, asegura, sin aportar muchas evidencias, que el crucero tiene la difícil misión de abortar un rumorado desembarco de Enrique Collazo, comandante del Ejército Libertador cubano, en algún lugar de la costa noroccidental de Cuba.

Tal hipótesis es reforzada por el hecho de que sale casi a oscuras, en una noche sin luna, para evitar ser visto por los agentes secretos de los mambises en La Habana. Refuerza la especie la presencia a bordo del comandante general del Apostadero, el contraalmirante Manuel Delgado Parejo, quien se pone a disposición del capitán de fragata Francisco Ibáñez Varela, la máxima autoridad de aquella impactante mole.

En los momentos en que el Sánchez Barcáiztegui trata de decirle adiós a nuestro puerto, el Mortera, un mercante sin muchas pretensiones dedicado al trasiego de reses y pasajeros en varios puertos de la Isla, se acerca a toda marcha al Castillo de los Tres Reyes del Morro bajo el mando del catalán José Viñolas y la colisión no se hace esperar, a pesar de la cercanía de la costa y la pericia de ambos capitanes.

Cuando Delgado Parejo, comandante general del Apostadero, trató de abordar el último bote salvavidas ya era tarde

En una minuciosa crónica incluida en las páginas de La Discusión del 19 de septiembre se lee:

«Casi al mismo tiempo en que atravesaba el Sánchez el canal doblaba La Puntilla el Mortera de la empresa Sobrinos de Herrera. Como a dos millas de distancia los dos buques distinguieron sus luces moderando el andar y colocando luces verdes, lo cual significa que tome cada uno por estribor.

«Dio dos pitazos el Sánchez respondiendo el visitante con otros dos prolongados. En el momento en que iban a cruzarse se apagaron de pronto las luces eléctricas de la embarcación de guerra, créese que esto pudo obedecer a la ruptura de la correa del dinamo que alumbraba casi todos sus departamentos. El capitán del Mortera, que se hallaba sobre el puente, dio la orden en el acto de detener el motor y acto continuo la de retroceder.

«Entonces, se sintió un choque formidable que rompió como una caña el bauprés del crucero cayendo este sobre la proa del agresor. El Sánchez recibe de lleno el impacto por la amura de babor. Pocos momentos después se sintió una espantosa explosión en la zona de su caldera empezando a hundirse. En tan críticos momentos, el Mortera, decidido a salvar el barco cercano que se iba por ojo, dispuso dar máquina hacia atrás con su arboladura enredada con la del vecino, para tratar de embarrancar en la costa cercana. Mas… viendo que al sumergirse el Sánchez lo hubiera arrastrado al fondo con su remolino, se zafó con gran ímpetu».

El Mortera pertenecía a la empresa Sobrinos de Herrera

A la tragedia no le faltan hechos curiosos y actos de valor: el segundo comandante del Sánchez Barcáiztegui, Federico López Aldazábal, salta de manera gimnástica a bordo del mercante utilizando la cadena del ancla de este sin sufrir ni un rasguño; uno de sus sargentos se mantiene nadando cerca de media hora en aguas frías e infestadas de tiburones, y el difunto primer médico Faustino Martínez prosigue atendiendo al marinero Antonio Navas, herido en el pecho durante la falla del dinamo, luego de sentirse una fuerte sacudida que apaga las bujías de la enfermería. Otro ejemplo notable lo ofrece Viñolas: cuando decide retroceder su vapor se apodera de un cuchillo de cocina y en honor a sus trece años de servicio pica con serenidad las trizas del bauprés guerrero que, como hemos dicho, se había enredado en su botalón.

El contraalmirante Delgado Parejo ofrece igualmente una lección de viejo lobo de mar. En la referida edición de La Discusión se revela:

«Desde que se supo la gravedad de la envestida, los ayudantes insistieron con el General de Marina para que abandonara el lugar salvándose en uno de los primeros botes, pero Delgado Parejo, con gran entereza, se negó a salir alegando que había tiempo, que se salvaran todos primero. Insistió el oficial de guardia, diciendo:

—Mi general, embárquese: dentro de dos minutos nos hundimos.

Aun así respondió que se embarcase la gente. Pocos momentos después, saltó a bordo del tercer bote (…). No hubo tiempo de bregar siendo arrastrado en el remolino».

Al final, el Mortera, con dos averías, una de ellas grave, puede encallar, pero el Sánchez Barcáiztegui, dotado de solo cuatro compartimientos estancos, se va en poco tiempo al fondo del mar llevándose consigo una caja fuerte repleta de monedas de oro.

¡Botes al agua!

En cuanto se escuchan los pitazos de los dos protagonistas de la catástrofe y la capital se estremece como resultado de la formidable estampida que se produce al poco tiempo, el práctico mayor del puerto y su capitán José Gómez y Más envían una barcaza a barlovento que se encuentra con un panorama aterrador: el coloso con nombre gallego tiene la proa virada y está casi todo sumergido. De él solo se pueden ver el puente, la chimenea y decenas de marinos sujetos de los mástiles, no lejos del Mortera, que auxilia con sus chalupas y chalecos flotantes a numerosos jefes y tripulantes.

De inmediato se da la orden de que todos los botes salieran para el lugar del siniestro junto a varias lanchas de buzos que enseguida empiezan las acciones de socorro. Por su parte, los remolcadores Manuela, Manuelita y El Juan comienzan a explorar el litoral habanero en busca de sobrevivientes. De todas formas, el saldo final es desalentador y nos recuerda al famoso Naufragio, conocido óleo de Goya: se reportan unos cuarenta marineros y oficiales ahogados o destrozados por los escuálidos, abundantes en aquel tiempo. Junto a Delgado Parejo desaparece además el capitán Ibáñez Varela, quien nunca se marcha del puente de mando.

Lágrimas saladas

M. del Barrio plasmó la magnitud de la tragedia con singular maestría

El velorio de estos dos altos oficiales constituye todo un acontecimiento en La Habana y hasta los bromistas más consumados lloran un poco o, al menos, ponen cara de circunstancia. En un viejo artículo que leí no hace mucho en el Diario de la Marina, se indica que durante todas las honras fúnebres el Magallanes, nave insignia de la marina española en la capital, dispara cada media hora un solemne cañonazo. Todos los buques surtos en el puerto izan sus respectivas banderas a media asta en señal de duelo y lo mismo hacen las oficinas de gobierno, establecimientos comerciales y sociedades de recreo. Los edificios que se empinan entre las calles Egido y Muralla se llenan de colgaduras negras.

El Fígaro, en una de sus ediciones de septiembre de 1895, le rinde homenaje a la malograda marinería con un emotivo dibujo de M. del Barrio y un texto que ahonda con cierta ironía en los eclipses que a veces nos depara la vida:

«La navío es para el marino lo que la celda para el fraile, algo de su propio ser; se la ama porque en ella crecen los recuerdos de sus soledades (…). Sucumbir en pleno océano, en lejanas latitudes, bajo desconocidos cielos, es terrible, mas… es más desgarrador hacerlo cerca aún del puerto, antes de cumplir la misión empeñada, y cuando la voz puede llegar clara y distinta a la orilla, que es impotente testigo de los males».

Orlando Carrió

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