Las nueve musas

Mester de poesía

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Hace poco he tenido la oportunidad de recibir la visita del profesor doctor de Filología Clásica de la Universidad de Oviedo, Miguel Alarcos Martínez, hijo de uno de mis grandes referentes –desde por lo menos mis tiernos quince años—, el eximio lingüista, perspicaz crítico literario, evocador poeta y filólogo de excepción, D. Emilio Alarcos Llorach, la finura del ingenio como dejó dicho Francisco Ayala.

Antes de llegar mi tocayo –y amigo— a Palencia, mi morada fija desde hace casi dos décadas –de las tres que llevo con vida- y ciudad donde viera mi madre la luz por vez primera, hizo parada en Sahagún, una villa que, sin duda, también tiene muy especial significación para mí pues este municipio, repleto de bello arte románico-mudéjar y punto neurálgico del Camino de Santiago, fue el lugar en que nació mi abuelo materno, el profesor Agustín del Corral Llamas, y al que también estuvo ligado mi bisabuelo –pese a nacer en Castromocho-, José del Corral y Herrero, donde nació mi tatarabuelo Lucinio del Corral y Flórez y mi trastarabuelo José del Corral Pérez, cuyo padre, Juan Antonio del Corral y de Mier, descendiente de hidalgos lebaniegos y primo carnal de Patricio de Azcárate del Corral, fue diputado a Cortes durante la regencia de María Cristina, en las Constituyentes de 1836-1837 –uniendo sus votos a los liberales templados como Agustín de Argüelles y Salustiano Olózaga– y fue también alcalde de la propia villa de Sahagún durante el bienio 1854-1856, además de promover a Modesto Lafuente como delegado del gobierno civil de la provincia León ante el general Baldomero Espartero.

Mester de poesía
Homenaje a Emilio Alarcos. Calle Emilio Alarcos Llorach, Oviedo

Quienes hayan leído muchos de mis artículos sabrán que Alarcos Llorach representa un referente primordial desde que me fue descubierto por un gran profesor de enseñanza media, en mi quizá no tan lejana adolescencia, y el destino querría que la fortuna me sonriera permitiéndome acercarme a su figura desde todas las vertientes posibles. Primeramente, por supuesto, como excelso lingüista y didáctico –y demótico[1]– gramático, pero, posteriormente, también como agudo crítico literario y, finalmente, incluso como sublime poeta. Penetrando en sus múltiples facetas dentro del variado mester filológico que cultivó siempre con colosal brillantez también podría poco a poco ir yo descubriendo una de las personalidades más fascinantes –incluida por supuesto su calidad humana, cordial y afable y repleta de bonhomía y de ese inagotable sentido del humor, trufado de benévola ironía, que era piedra angular de su filosofía (no en vano era aficionado a las películas de El Gordo y El Flaco o de Charlot)- que ha dado la intelectualidad española en siglos.

La proximidad a la cálida familia Alarcos, que aúna erudición y generosidad, me permitiría profundizar más aún si cabe en la figura del insigne filólogo, conocer su gusto por las odas luisianas, por fray Luis de León, y por el vasco salmaticense y guía espiritual de la Generación del 98, Miguel de Unamuno y Jugo –que tanto me impactó a mí también desde pequeño-, su predilección por Antonio Machado, por las figuras señeras del 27, especialmente por Jorge Guillén –el más redondo del grupo según Alarcos-, por su querido maestro Dámaso Alonso –al que dedicaría un potente poema- o por Gerardo Diego, primer poeta de carne y hueso al que conoció un Alarcos niño en la tersa bahía santanderina de sus veraneos a orillas del Cantábrico adonde acudiría desde su Valladolid de juventud en que era catedrático su padre, Emilio Alarcos García, gran especialista en la obra del maestro Correas. Pues, para los castellanos de la meseta, Santander siempre fue el mar de Castilla, su salida natural al mar tras atravesar la belleza abrupta de la que también era conocida –por antonomasia- como la Montaña de cuyo relieve y orografía ya goza el norte de algunas provincias castellanoleonesas (como la propia Palencia en que resido).

Alarcos permaneció ligado a la ciudad de Oviedo, pero nació en Salamanca y su infancia y juventud transcurrieron bajo la malva atmósfera vallisoletana de la capital del Pisuerga, así que –más allá de sus partes manchegas y catalanas, que, por ascendencia, también tenía- una porción importante de su alma era típicamente castellana, de ese castellano de inteligencia suave y profunda, socarrona e irónica, y a la vez recio y sencillo, estoico y epicúreo, sereno y lleno de buen humor.

La Generación del 98, tan espiritualmente castellana –con independencia de la procedencia periférica de sus integrantes- ejerce lógica influencia especialmente en los tiempos mozos con la espina dorsal unamuniana filosófica y existencialista de la que es difícil abstraerse. Luego vendrían lecturas como ‘El rayo que no cesa’ de Miguel Hernández, pues autores como Vicente Aleixandre le resultaban a Alarcos demasiado deslumbrantes y rimbombantes. Pero también fue Alarcos el primero en descubrir y promocionar a jóvenes poetas que se convertirían en auténticas voces insoslayables del género lírico de nuestras letras hispanas, caso de Blas de Otero, algo que incluso le costaría a Alarcos algún disgusto debido al sectarismo atroz de cierto lúgubre catedrático que lanzaría terribles diatribas en un espantoso artículo de infausto recuerdo que hoy sigue espeluznando con solo leer algunas de sus palabras de aquella abyecta deposición.

Otro de los autores reivindicados por Alarcos fue el libérrimo Pío Baroja –aunque su prosa desaliñada disgustara al maestro Umbral-, de hecho, Alarcos leyó su discurso de ingreso en la RAE que llevaba por título: “Anatomía de La lucha por la vida” y es que, para Alarcos, era “el único del 98 que no se disfrazaba de nada” y remachaba con humor: “Decía siempre lo que le daba la gana y no se casaba con nadie, la prueba de ello es que se quedó soltero”.

Además de autores como Shakespeare, Cervantes, Goethe y su ‘Fausto’, Rabelais, Dostoieski, Joyce y su Ulises o los poetas franceses hasta Valery a los que Alarcos citaba como escritores de importancia capital, y centrándonos ya en el siglo XIX español Alarcos decía que “Galdós era un mundo aparte. La capacidad de creación y de resurrección de una vida social como la de ese siglo está en los ‘Episodios nacionales’; leyéndolos, tiene uno una idea más clara de lo que fue la intrahistoria de la España del XIX que leyendo cualquier manual” sin olvidar a Clarín y La Regenta a la que tanto estudio dedicó –no sin dificultades- Alarcos, quien pensaba que dicha obra estaba más construida que cualquier novela de Galdós, “a pesar de que la escribió mandándola a trozos a la editorial”.

Como refleja Miguel Munárriz, Emilio Alarcos fue una persona combativa, no solo en su oficio de lingüista y de crítico literario, sino también en su postura civil. Pero era combativo con la inteligencia, con la palabra que tanto reclamara Blas de Otero –incluso en escarpadas circunstancias-, con su prosa diáfana, con su conducta ejemplar, con su serena reflexión, con su posición intelectual de hombre de bien. En palabras de Salvador Gutiérrez Ordóñez: “Como profesor, [Alarcos] fue sabio, exacto, claro, perfecto y liberal hasta los tuétanos”. En definitiva, un ser excepcional. A sus magníficas aportaciones como egregio lingüista que supo combinar lo mejor de nuestra larga tradición gramatical con las corrientes modernas europeas estructuralistas y funcionalistas se une su sobresaliente labor de crítico literario. Ya lo dijo hace años el hoy director de la RAE Darío Villanueva: “Para Alarcos, la poesía y la literatura en general era un fenómeno de comunicación, y la actividad crítica una consecuencia más del mero ejercicio de la lectura. Emilio Alarcos fue crítico literario como consecuencia de su condición de lingüista, y no en un sentido militante o profesional. Un lingüista que, por su inteligente y sensible humanidad, no pudo dejar al margen de su atención ese hecho prodigioso mediante el cual la lengua es capaz de convertirse en materia e instrumento para la revelación estética de la realidad. Muchas veces he pensado que ahí estaba la clave de mi identificación con su modo de hacer crítico literario: porque en él encontraba respuesta a aquella doble contradicción que otro científico de su misma estirpe, Roman Jakobson, denunciara en 1958 en el famoso congreso de Bloomington: que un lingüista ajeno a la función poética del lenguaje resultaba tan anacrónico como un estudioso de la literatura indiferente a los problemas que plantea la lengua[2].”

Mester de poesía
El grandioso poeta ovetense Ángel González con su amigo Emilio Alarcos Llorach.

Junto con unos primeros capítulos más teóricos, podemos ver ese ejercicio espléndido de crítica literaria en el fantástico libro Eternidad en vilo (Estudios sobre poesía español contemporánea)[3] por donde pasean, bajo la atenta mirada y el análisis perfecto, exacto, sapientísimo, genial de Alarcos, las figuras de Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, José Hierro, etc., además de resultar ineludibles sus trabajos sobre el ya mentado Blas de Otero y sobre Ángel González, con quien trabaría una fraternal amistad.

Pero es que el mismo Alarcos fue un poeta silencioso. Silencioso, casi secreto, pero cautivador. Quienes le conocieron saben bien de su vena satírica con la que en noches de alegría recitaba sus versos con voz ronquísima y armónica, o imitaba a Oliver Hardy y Stan Laurel (el gordo y el flaco anteriormente citados), de los que tanto sabía, una faceta más que se sumaba a la de intelectual de primer orden con su participación en conferencias, charlas, seminarios, presentaciones de libros, de ahí también sus múltiples “escritos de convivencia” como llamaba a todos esos escritos heterogéneos fruto de su actividad cultural de humanista sensacional. De hecho, ya ha habido académicos que, con muy buen tino, lanzaron la propuesta de que toda esta obra dispersa de Alarcos sea también recogida en algún libro[4], así lo manifestó Pedro Álvarez de Miranda y solo cabe esperar que alguien recoja el guante pues sería enormemente provechoso y muy enriquecedor.

Ángel González definió a su amigo Alarcos como una persona escéptica y apacible, inteligente y honesta, que “no se prestaba a cambalaches y por eso resultaba incómodo para algunos”. “Le regatearon merecimientos”, explicaba el poeta, “y prueba de ello fue que su candidatura al Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales ni siquiera llegara a votarse”. También recordaría González la simpática y entrañable aparición de Emilio Alarcos en un programa de televisión en 1972 con una copa de coñá sobre la cabeza[5]. “Emilio Alarcos acogía muchos Alarcos y su condición de académico era compatible con otros modos de ser. En cualquier caso, fue un pozo de ciencia nunca oscuro”.

Son muchas las anécdotas de inolvidables veladas, gratificantes charlas y mágicos momentos, siempre enriquecedores y divertidos, muchas veces nocherniegos, que se tienen del vitalista Alarcos. Sirva de ejemplo la anécdota que cuenta Caballero Bonald:

“[…]. Por ejemplo, aquella vez en que Alarcos, Ángel y yo, después de haber cerrado el último bar, nos encontramos sin saber dónde ir ni qué beber. Se le ocurrió entonces a Alarcos una idea luminosa: en un cajón de la mesa de su despacho en la facultad guardaba una botella de whisky para imprevistos. Ningún imprevisto más perentorio que aquél, de modo que nos dirigimos a la vieja universidad en busca de tan preciada botella. La ciudad estaba vacía y la poca iluminación ponía en las fachadas una tonalidad imprecisa, unas sombras itinerantes que me sugirieron por vez primera la escénica clandestinidad de Vetusta. Al llegar al portón, Alarcos se buscó nerviosamente por todos los bolsillos y comprobó desolado que no llevaba encima las llaves. Hubo unos momentos de incertidumbre. El portón lucía más bien decrépito y, según pudimos comprobar, parecía bastante vulnerable. Alarcos nos pidió por señas que nos apartáramos y se situó en la acera de enfrente. Tomó desde allí carrerilla y se precipitó sobre el portón con mucha más potencia de la que hacía prever su enteca complexión. El cuerpo de Alarcos chocó leñosamente con la noble madera de la puerta del alma máter, pero ésta permaneció negándonos la entrada. Yo me ofrecí a ayudar a Alarcos, uniendo mi impulso al suyo, pero ya él volvía a lanzarse sobre el portón, el cual hizo un extraño mientras se abría una de las hojas con un estridente gemido de goznes. De modo que entramos, subimos a oscuras una escalera, atravesamos una galería y finalmente llegamos a un despacho. No sé si una vez en posesión de la botella, volvimos a salir o nos la bebimos allí mismo. En cualquier caso, hubiese resultado de lo más edificante la intervención de la policía ante un allanamiento de morada perpetrado por el decano de la morada[6]”.

Emilio Alarcos Llorach junto a J. M. Caballero Bonald
Emilio Alarcos Llorach junto a J. M. Caballero Bonald (Fuente: cervantesvirtual.com)

También conoció mucho a Alarcos Llorach el reputado jurista y catedrático de Derecho Administrativo Francisco Sosa Wagner –al que el propio Emilio Alarcos hizo una introducción para su obra Es indiferente llamarse Ernesto-, quien tiene cercano y muy cordial trato con mi buen amigo, prestigioso arquitecto y genial escritor Jesús Mateo Pinilla, a quien diera clases particulares José del Corral y Herrero –mi bisabuelo-. Sosa Wagner diría de Alarcos: “[…] fue el señor que echaba una simple mirada con la sonrisa en los labios y en ella venía acurrucado un rimero de observaciones ocurrentes y sentimientos bondadosos. Otros gastan palabras, pero él, experto en palabras, las evitaba de esa forma, o también enarcando las cejas que era otro modo elegante que tenía de perder el respeto a la vacuidad. Alarcos empleaba los músculos que no poseía para derribar dulcemente prebendas, jerarquías vanas y alcurnias. Tenía un olfato finísimo para el pelmazo, lo detectaba de lejos y huía de él resueltamente. Gafudo como era, veía asimismo a distancia al pedante y le colgaba de inmediato un apodo, de esos que derriban divirtiendo, y el así condecorado ya no podía vivir sin su sobrenombre. Hay afortunados a los que puso varios y los llevan cogidos en un pasador como los militares muy medalleados. […]. No extraña que gustara de Baroja y que le dedicara estudios sesudos pues estaban hechos en buena medida de la misma pasta. Baroja era anarquista y Alarcos alarquista que era su forma personal de estilizar la doctrina libertaria. Eugenio d´Ors escribió una ‘Filosofía del hombre que trabaja y que juega’. Alarcos era un trabajador incansable que jugaba de forma inagotable. Por eso, entre bromas y veras, Alarcos dejó obras capitales, en la lingüística y en la crítica literaria, y asimismo dejó dichas unas cuantas verdades que deberían leerse a tanto botarate como anda suelto para que las escribieran cien veces en la pizarra. Fue así un debelador de las identidades artificiales que hoy se airean para fundar sobre ellas pretensiones políticas y, de paso y como quien no quiere la cosa, arramblar con un cargo remunerado. Ese afán por descubrir una singularidad y cultivarla es pretensión vana que solo conduce al empobrecimiento aislacionista y este ánimo secesionista es particularmente manifiesto en las minorías que se agitan en el terreno lingüístico. Él creía que los hombres preclaros, asturianos, leoneses o castellanos, eran provincianos universales como se llamó a Clarín. No son precisas más señas de identidad, remachaba Alarcos. Cuando escribió un prólogo a una biografía de Indalecio Prieto, se complació en recordar lo que Prieto predicaba: la necesidad de medir las divergencias y descubrir las coincidencias. Palabras que en la España actual gozan de una lozanía inmaculada y suprema. El escudo de Alarcos bien podría presentar el ovillo de sus sabidurías y agudezas en campo de sornas”.

Asimismo, las jornadas de pitanza en el restaurante Casa Conradotristemente cerrado y tan vinculado a la figura de Alarcos-, con Ángel González y otros colegas, eran antológicas. Comida, bebida y risa asegurada con la alegría que daba estar entre verdaderos amigos que anteponían el placer de estar juntos a cualquier otra cosa. Como recuerda su hijo Miguel al definir en pocos trazos la gigante figura de su padre, las características esenciales de Emilio Alarcos Llorach eran una bondad “pura y dura”; un carácter “epicúreo, hedonista y vitalista”; y un talante laborioso, acostumbrado a “trabajar hasta las tantas” pues incluso reconocía que le pagaban por lo que le gustaba hacer, su ocio también era laborar; era de descansar trabajando[7].

Ángel González destacó en su momento tanto las facetas de Alarcos como gramático como su vertiente de prosista. “En sus trabajos científicos, Emilio Alarcos desplegó una prosa concisa y sencilla, donde no sobraba ni faltaba nada”. Sin embargo, Alarcos, apreciado sobre todo como gramático, también tuvo su vena lírica. Emilio Alarcos escribió poesía desde los años cuarenta hasta los años noventa en un ejercicio que Ángel González calificaría de “diario lírico que abarca toda una vida”.

A pesar de su natural inclinación, de una sólida formación y de una sensibilidad literaria fuera de toda duda, Alarcos mostró muy pronto una potente atracción por los problemas gramaticales. La conjunción armónica de la vertiente literaria, orientada hacia el mediodía, más cálida e intuitiva, con la gramatical, más norteada, empírica y fría, no suele ser común, pero el maestro Alarcos aunó ambas con prodigiosa pericia y suma brillantez. Ya hemos aludido en otras ocasiones a su grandeza incomparable como lingüista pues Emilio Alarcos no solo disfrutaba con la gramática, no solo hizo gramática, no solo merece el calificativo de buen gramático, sino el de uno de los mejores gramáticos de la lengua española de todos los tiempos. Pero, en esta ocasión, querría referirme a su vertiente menos conocida de poeta pues ello revela la sensibilidad lírica de quien supo conjugar todo el mester filológico poseyendo múltiples virtudes que supo reflejar con indubitable maestría y que, por consiguiente, hoy conservamos como el más preciado tesoro a modo de impagable legado.

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Así, Emilio Alarcos Llorach, además de unos de los más prestigiosos lingüistas y críticos literarios del siglo XX, fue también poeta de amplia y secreta trayectoria, sirva de muestra el volumen Mester de poesía[8] (editorial Visor) donde queda de manifiesto el doble compromiso de Alarcos con la palabra, pues si sus obras científicas nos dan muestra de su prosa concisa y esencial de admirable sencillez, en otros textos se veía su prosa poética –incluso en jugosos artículos periodísticos como cuando hablaba en el ABC de Anson sobre nuestra como en aquel Balance del español[9] y decía “Y por poco que obliguemos a nuestro oído a registrar con atención desapasionada lo que se oye en el entorno inmediato, el gozo túrgido que nos hinchaba primero como globos se escapa sigiloso en tristísima deflación exangüe […]”, hasta los textos aparentemente más simples rebosaban lirismo y es que este español híbrido de las dos coronas, de las dos Castillas, de las tres creencias, castellano de natura, asturiano de pastura y europeo de ventura era también poeta.

Como dice Ángel González en el prólogo de Mester de poesía, Emilio Alarcos no recata su amor por las tierras castellanas en la que se forjó la lengua española y en las que aprendió a hablarla: “Ávila ceñida y a la vez encinta de granito y mística; Burgos la casa, filigrana densa de reales huelgas y conventos cartujanos; Palencia estricta, gnómica y quieta al paso lento del río manriqueño; León llano y rampante, romano de chopos como lábaros; Zamora cobijada y enhiesta sobre los arribes; Segovia, costillar milenario…”. He ahí la valoración admirativa y cordial de las tierras castellanas que hay que trasladar de lo meramente geográfico a lo lingüístico, a la propia lengua española. Las resonancias, sin duda buscadas, de poetas clásicos –Garcilaso, Fray Luis, Quevedo– o de otros autores más cercanos –Unamuno (que, amén de filósofo, novelista y ensayista, fue poeta), Jorge Guillén o Blas de Otero– son claras en su poesía de impecable factura.

Veamos la décima elegíaca –tan guilleniana- titulada “Tumba” de Alarcos:

¿Dónde? ¿En esta flor delgada,

sin color y sin perfume?

¿O en este césped que asume

verdor, dulzor, alborada?

Y el claro misterio nada

entre tierra y cielo puro:

¿agua, polvo, nube? Duro

su aguante el silencio posa:

¿veremos la muerta rosa

brillar sobre el hosco muro?

 

Fascinante es su poema titulado España o también Pozo, así como los magníficos sonetos que jalonan los apartados de este bellísimo poemario. He aquí uno de esos sonetos grandiosos:

Cuando miro hacia atrás, hacia los días

que lentamente escasos han dejado

precipitar sus limos, su cuidado,

rellenando de amor fosas sombrías;

 

cuando en revueltas del camino, frías,

un viento hiriente de temor mojado

me sacude las venas y angustiado

me afirmo solo en las memorias mías;

 

entonces considero este cimiento

sólido y denso donde juntos vamos

edificando gozos. Y, contento,

 

veo que es bueno, eterno. Prosigamos

hacia arriba sumando más moradas

de paz y luz y dicha sosegadas.

 

Ahora que estamos próximos a fechas navideñas se antoja inevitable recordar otro soneto suyo como el que sigue:

 

Celebran la nacencia de un humano

que dicen ser divino. Y se dislocan

en gritos, en fogatas, y colocan

palabras y proyectos (todo vano).

 

Se reúnen (y beben) mano a mano

se prometen la paz por el que invocan,

y a risueños futuros se convocan

en que el amor sofoque el odio insano.

 

Así todos los años. Yo recuerdo

la triste galería de solsticios

pasados: como este, fueron humo.

 

En el jolgorio, la amargura muerdo,

se escapa mi alma por los intersticios

y empapada se queda en su agrio zumo.

 

Por supuesto el sentido del humor, tan profundamente alarquiano, también está presente, así en Homo hispanicus officinalis:

 

Hacéis que trabajáis de ocho a quince,

entre quinielas y café a las once.

Al véspero, aunque hastío gris os tronce,

regresáis al redil con cauto esguince.

 

Escruta conyugal ojo de lince

vuestras ojeras. Un perfil de bronce

adoptáis. Mantenéis enhiesto el gonce

de la columna, aun cuando tedio os pince.

 

Ya con sonrisa conejil de trance,

que –tras deberes- a la tele os unce,

pasáis. Y a veces –sabatino lance-

 

cedéis al ceño opuesto, que se frunce,

para que en junta múltiple se trence

droga de olvido, que rutina vence.

 

Finalmente, recojo también un poema en su forma más puramente lírica, o sea, la canción, una especie de “jubiloso villancico” como lo llama el propio Ángel González y del que se sirve Alarcos para expresar el hondo e intenso sentimiento, con estrofas de tercetos monorrimos a modo de mudanzas que se siguen de un verso que cambia la rima para enlazar con el estribillo, a lo que se suma la agilidad que ofrecen los eneasílabos contribuyendo a la vivacidad de este bellísimo poema:

 

Tules oscuros de la noche,

cenizas frías como broche

del día lúcido en derroche,

de gozo, pas y lumbre pura.

(…y mis manos en tu cintura).

 

El hueco de la soledad

de pronto enciende claridad:

son tus ojos en realidad

los que amanecen en la altura.

(…y mis manos en tu cintura).

 

Se acercan, doran mi cabeza.

Mi alegría se despereza,

se ensancha, rompe la corteza,

desparrama su tierna albura.

(… y mis manos en tu cintura).

 

Así, así, otro año pasa,

pero persiste amor sin tasa,

sueño a sueño bordando en brasa

Tu perfil de sutil frescura.

(…y mis manos en tu cintura).

 

Sigue, sigue aquí cerca, malva

Caricia eterna que me salva.

Ya te toco, te abarco: en alba

dicha se esfuma mi tristura

(…y mis manos en tu cintura).

Como se ve, uno de nuestros más sabios lingüistas, el más sobresaliente de nuestros gramáticos, el ingenioso y agudo crítico, el sublime profesor de inteligencia superlativa, vastísima cultura y supremo nivel intelectual, también era un vibrante poeta que nos dejó, esculpida en versos, su sensbilidad lírica y en la que el espesor lingüístico propio de quien era un sabio del idioma en ningún caso oscurece su estilo, si acaso es el pudor de quien no gustaba del directo desahogo confesional lo que quizá pueda hacer compleja para algunos su lectura –o exégesis-, pero no hay merma alguna en su intensidad emotiva pues, como remarcaba Ángel González, las suyas son palabras medidativas, memorables en su honda resonancia, que plantean los grandes problemas que a todos nos afligen… y que el maestro Alarcos, nuevamente con prodigio asombroso, refleja también en su vena lírica revelándose como un poeta hondo y verdadero al que es enriquecedoramente placentero leer y releer, también en poesía, así que sirva este humilde artículo para acercar también esta faceta, para muchos desconocida, del egregio lingüista e insigne gramático para el que nada del lenguaje le fue nunca ajeno.


[1] DÍEZ LOSADA, Fernando: La tribuna del idioma, editorial tecnológica de Costa Rica, 2004: “[Emilio Alarcos Llorach] Estaba considerado como el máximo exponente en España del estructuralismo lingüístico y como el padre de la gramática moderna. Sin embargo, en su GramáticaAlarcos no quiso complicar la vida a nadie con los sistemas abstrusos y esotéricos de la moderna lingüística. Él mismo la calificó como “demótica” (popular)”.

[2] VILLANUEVA, Darío: “Emilio Alarcos, crítico literario”, en El Cultural (de EL MUNDO), 20/06/1999.

[3] ALARCOS LLORACH, Emilio: ‘Eternidad en vilo’ , editorial Cátedra, 2009.

[4] “Álvarez de Miranda propone reunir en un libro los textos divulgativos de Alarcos”, titular en La Nueva España, 11.12.2014.

[5] GONZÁLEZ, Ángel: “Los Alarcos de Emilio” en El Cultural (de EL MUNDO). 24/01/1999.

[6] CABALLERO BONALD, José Manuel: La novela de la memoria, editorial Júcar.

[7] Miguel Alarcos: “Mi padre era excepcional y fue toda la vida un niño grande“, La Nueva España. 17.01.2017.

[8] ALARCOS LLORACH, Emilio: Mester de poesía, editorial Visor, 2006.

[9] ALARCOS LLORACH, Emilio: “Balance del español”, diario ABC – 10 de febrero de 1995.


 

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