En una entrevista en El País que Facebook y mi amiga Elena pusieron en mis manos, Leon Wieseltier «humanista jefe» del think-tank Brookings Institution de Washington, o sea un tipo francamente importante, se cuestionaba la relación entre ciencia y humanidades en un mundo tecnificado donde los datos son la medida de todas las cosas.
Las astronómicas cantidades de datos que manejamos, la ingente cantidad de números en que vivimos inmersos, suscita en su opinión la cuestión básica de qué relación debe haber entre cuantificación y cultura.
Erigiéndose en defensor de las humanidades frente a lo que denomina «el imperialismo de las ciencias», Wieseltier mantiene, con gran acierto a nuestro parecer, que hoy en día la justificación de las humanidades ya no se basa en su valor intrínseco como disciplinas conformadoras de la personalidad y la educación de los individuos sino en sus resultados sociales y económicos. Sólo aquello que puede cuantificarse importa en un mundo donde la ciencia y la tecnología se han vuelto arrogantes, imponiendo su autoridad más allá de sus propios límites. Este culto al número, esta exaltación de lo cuantificable, es lo que él llama «cientismo» y frente a él, aduce que existen aspectos de la vida que no son susceptibles de ser objeto de transacción o recuento. El tratamiento utilitario de las humanidades borra toda complejidad, toda ambigüedad o toda ambivalencia. El cultivo de la personalidad y la educación integral del individuo son los beneficios primordiales de las humanidades pero al no ofrecer una rentabilidad cuantificable, caen en importancia frente a los resultados sociales y económicos.
Hace ya muchos años, al poco de inaugurarse la Ciudad de las Ciencias de Valencia, acudí al nuevo y enorme museo ilusionado con la idea de tener un gran museo de ciencias en mi ciudad. Me pasé el recorrido entre inconexas atracciones de mayor o menor fortuna, esperando llegar a la planta donde aquello se ponía serio y se podía ver una exposición acorde con tan grandioso espacio donde hallar magníficamente expuestas las claves para ayudar a niños y mayores a estructurar y comprender la formación de esta inmensa roca que habitamos o ese milagro terrícola llamado vida. No hallé semejante cosa pero sí que contribuí, pasando por el torno, a que a alguien le saliera la cuenta de resultados. Hace veinte años todos éramos más ingenuos y quizás no veíamos lo que se nos venía encima pero la verdad es que aquello me produjo una extraña y desagradable sensación que en gran medida iba a ser premonitoria. Como en una mala novela, el museo no estaba en absoluto interesado en mi mente, sólo deseaba mi cuerpo… La función de todo aquel fastuoso montaje no era la divulgación del conocimiento, no era aportar algo de luz a las mentes del público sino más bien atraernos para que con nuestros cuerpos hiciéramos girar ese torno que determina el éxito o el fracaso del gestor y su consiguiente medalla. En este caso el cientismo actuaba directamente en contra de la ciencia.
La sensación desagradable era la sospecha de que el mundo de la cultura, ámbito en el que pretendía desarrollar mi existencia, podía acabar diluyéndosenos entre los dedos, en una sucesión de tráilers que jamás van seguidos de sus películas.
Otro memorable encuentro con ese cientismo definido por Mr. Wieseltier lo viví allá por 2009 cuando inauguré una previa de mi instalación titulada «La Vida Ingrávida«. Consistía la instalación en unos cien pequeños angelotes (la obra completa son trescientos) de espuma de poliuretano que volaban erráticamente suspendidos con hilos por toda la sala y movidos por un sistema propio de velas y ventiladores mientras sonaban en bucle unos valses.
Los angelotes eran una alusión formal a la estética Rococó vigente durante la Revolución Francesa y yo los evocaba como símbolo de aquella ilusión por renovar el mundo que definió al ideal ilustrado, aquel ideal que conformó nuestro mundo actual. Los angelotes tenían caras de ancianos, y la instalación pretendía con ello crear un ambiente paradójico, plácido y amable al primer vistazo pero desolado en la distancia corta al mostrar unos seres que serían ilusión pero flotan cansados, desorientados y aburridos. Tan cansados y envejecidos como aquella inicial ilusión humanista que en mi obra representaban y que yo hallaba casi ahogada ya en el marasmo de la Postmodernidad, en aquellos días previos cuando aún la ilusión no había llenado nuestras plazas.
Unos bienintencionados amigos invitaron a un comisario que conocían para que viera la instalación porque estaba organizando una especie de festival de arte moderno y electrónico en un centro comercial. Atendí al visitante y le mostré la instalación dándole cumplida cuenta del discurso de mi instalación y de todo lo que quisiera preguntar, pues pienso que la obligación de todo artista es tratar de que se vea su obra. Él atendía a todo amablemente mientras se afanaba en buscar analogías con obra de artistas cuyos nombres no me sonaban pese a la absoluta normalidad con que él los refería. La obra le gustaba para ocupar un espacio en su composición y podía ser adecuada, entonces vi en sus ojos surgir la chispa. Me preguntó si conocía la obra de una chica que proyectaba vídeos porque una proyección de aquellos videos sobre mis angelotes se le antojó la idea perfecta,claro, si a mí no me parecía mal…
En esta ocasión el cientismo, aplicado al arte, me daba de lleno. Poco importaba el discurso de mi obra, sus rasgos formales, la música que los acompañaba, su color, sus caras… no importaba el significado de la obra, una vez más lo que importaba era que ofrecieran su cuerpo como curioso soporte móvil para la luminosa idea de aquel gestor cultural.
Seguí con amabilidad la velada pues el hombre no me pareció personalmente hostil o malintencionado pero obviamente perdí su número. Probablemente él hizo lo mismo porque afortunadamente tampoco me llamó.
Aquello, sin yo saberlo, también era premonitorio pues por mor de este cientismo, aplicado a las artes, este es un fenómeno que se ha venido extendiendo cada día más. Como consecuencia de la mencionada búsqueda de resultados cuantificables, parece surgir por doquier una curiosa necesidad de tutela teórica de los eventos artísticos por parte de algún curador que provea de una idea central al evento. El poder confía aquello que no entiende a un discurso que le resulte tranquilizador, un gestor que proponga una idea unificadora que pueda parecer cuantificable y ante todo rentable a efectos económicos o sociales. Esto determina, además de la existencia de ciertas modas en los temas, que una obra con marcada carga conceptual pueda resultar difícil de encajar en la muestra ideada por el curador. Tenemos en consecuencia que este mecanismo genera una suerte de «selección natural» que finalmente premia la indeterminación en las obras pues en esa indeterminación puede radicar en gran parte su selección y difusión al poder formar parte «sin desentonar» de más iniciativas curatoriales. El problema de este mecanismo va mucho más allá de la simple queja del artista, como parte interesada del fenómeno pues juega en contra de la pervivencia misma de las artes visuales poniendo límites a su diversidad y por tanto a su interés. Una comparación con otras artes puede resultar clarificadora. Creo que es un ejercicio que deberíamos hacer a menudo desde las artes visuales, un ámbito especialmente proclive a mirarse el ombligo.
Imaginemos por un momento que todas las películas rodadas en un país tuvieran que versar sobre temas concretos y que tuvieran que poder articularse en un plan diseñado por alguien para poder ser exhibidas. Imaginemos.
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