Las nueve musas

La novela picaresca y la teoría del apego

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El lector se preguntará qué tienen que ver estos dos elementos tan dispares y de épocas tan distantes.

Las modernas teorías del apego no solo nos permiten  entender mejor la novela picaresca, sobre todo la construcción de los personajes sino que también nos ayudan a comprender que a menudo el arte, la novela en este caso, con el principio de verosimilitud para crear narraciones coherentes, se ha avanzado, con su observación de la realidad, muchos años a las formulaciones teóricas que surgen a finales del siglo XX o principios del siglo XXI.

La teoría del apego

John Bowlby

Esta corriente psicológica nace a partir de las investigaciones del psicólogo inglés John Bowlby (1907-1990), que estudió las consecuencias del vínculo (o su ausencia) que se constituye entre la madre y el hijo desde el nacimiento y la infancia. De forma reducida, diremos que si la relación maternofilial se establece a través del afecto, cimentando una base de seguridad y arraigo a partir del contacto directo de los padres con sus hijos, el niño saldrá reforzado emocionalmente en su etapa de adolescencia y en su vida adulta, de modo que podrá encarar su vida de forma positiva y constructiva con el mundo exterior, el entorno social, laboral,  etc., y no verá el mundo como un peligro o como algo adverso.

Actualmente se comprende que el niño sigue, desde el momento del nacimiento, un proceso de formación neurológica que se ha iniciado en el útero materno y que culmina años después con la maduración del córtex frontal. En esta parte del cerebro, que es la propiamente humana, se concentran aspectos importantísimos del comportamiento: la empatía, la interacción con el medio social y el entorno. Además, se concentra en él la capacidad para adquirir conocimientos.

Solo cuando el córtex ha llegado a un buen desarrollo encontramos una persona estable emocionalmente, capaz de interactuar con su entorno de forma inteligente, responsable y civilizada. ¿Cómo se llega a esta situación? Evidentemente, a través de tres factores: la edad,  la educación y una buena base emocional establecida por el apego con los padres.

En lo referente a la edad, el desarrollo de la persona puede variar según los factores (más temprana en la mujer, más tardía en el hombre, y dependiendo siempre de cada individuo), pero la edad media suele situarse en torno a los 25 años. En cuanto a la educación, esta no debe entenderse solo como la formación académica, sino el conjunto de experiencias de las cuales la persona puede ir extrayendo conclusiones y que le enseñan a relacionarse con el entorno. Por último, adquiere gran importancia el vínculo familiar. Según la teoría del apego, este vínculo se establece de dos maneras: por un lado, a través del ADN y por otro, de forma más física, desde el momento del nacimiento y en los primeros años de vida. Ambos están estrechamente ligados, pues tienen una gran consecuencia en el desarrollo del niño y del adolescente hacia su madurez.

El ADN es un compuesto orgánico que contiene información genética del interior del cromosoma. Su función, entre otras cosas, es transmitir información para la construcción de proteínas en el organismo, elemento imprescindible para que se produzca la sinapsis, el sistema por el cual las neuronas se pasan información de una a otra. Con una mala calidad de la sinapsis, producida por una producción deficiente de proteínas, el córtex es incapaz de desarrollarse adecuadamente y sus funciones quedan mermadas. Pues bien, se ha demostrado que personas que han sufrido experiencias traumáticas en su infancia, separación de sus padres, falta de cariño o bien han sufrido malos tratos, no solo han desarrollado de forma insuficiente su sistema neurológico, especialmente en lo que se refiere al córtex, sino que han transmitido a través de su ADN una defectuosa información genética, con lo que han perpetuado esta predisposición en su descendencia.

Cuando se produce esto, nos podemos encontrar con personas que caen en la ansiedad y el estrés derivados de la inseguridad, de manera que la relación con el entorno será conflictiva: problemas de sociabilidad, irritabilidad, agresividad o, ya en casos extremos, comportamientos asociales, agresivos y delictivos. Sin embargo, se ha visto que una educación basada en los buenos tratos y el apego seguro que pueden propiciar los padres y su entorno es capaz de revertir esta predisposición negativa que ha heredado el niño.

LazarilloLa novela picaresca

Toda novela picaresca es una novela de formación: el protagonista, ya adulto, es decir, ya formado, explica su vida desde que es pequeño hasta el momento presente. No es una narración abierta, sino cerrada: la narración episódica, los diferentes momentos en los que se centra el relato, se estructura para dar sentido al momento presente, a la persona adulta en la que se ha convertido el narrador-protagonista. Una vez explicado este hecho, no tiene sentido seguir narrando nuevos episodios de su vida.

Lazarillo
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Tomemos el ‘Lazarillo’. Lázaro cuenta los diferentes momentos de su biografía, centrados en cada uno de sus amos, para que el lector comprenda lo que llama el “caso”, que no es otra cosa que un supuesto triángulo amoroso entre él, su mujer y el arcipreste de San Salvador. Lázaro presenta la relación de su esposa con el religioso de forma ambigua (aunque el lector lo comprende con claridad meridiana). Pero lo que a él le interesa, sobre todo, es que conozcamos desde el principio su vida para que tengamos “entera noticia de su persona”, es decir, comprendamos cuál ha sido su evolución y, por tanto, por qué él es como es. Lázaro aparece, entonces, como el resultado de una educación. En concreto, de una mala educación, por dos motivos.

En primer lugar, apenas conoció a su padre, porque fue desterrado por ladrón y murió en una batalla. las referencias nos indican que no fue en una intervención heroica, pues no era soldado, sino el encargado de las mulas, el acemilero. Podemos suponer qué tipo de persona era y la herencia genética que dejó a su hijo.

La madre de Lázaro intenta reiniciar su vida, aunque lo hace por caminos inaceptables en la época, pues tiene relaciones sin estar casada con Zaide, un hombre “moreno de aquellos que las bestias curaban”. Para la época, las relaciones son lo peor que podía hacer la mujer: por la referencia al color de piel puede entenderse que se trata de un exesclavo; por su dedicación, mozo de cuadras, se trata de un oficio bastante bajo y, a pesar de ello, es el que mantiene a madre e hijo. Lázaro lo mira con desconfianza. Sin embargo, acaba aceptándolo no por el afecto, sino por el beneficio que saca, puesto que le proporciona comida:

Yo, al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne y en el invierno leños a que nos calentábamos.

Finalmente, Zaide es también detenido por ladrón, y condenado a destierro, con lo que de nuevo se quedan solos Lázaro y su madre. En este momento llega la separación: viendo que no puede alimentarlo (ya no criarlo), decide dárselo a un ciego. El narrador no cae en excesos sentimentales, pero el llanto que sufre el protagonista evidencia el dolor, incluso el trauma, de la separación:

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

-Hijo, ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto; válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

En segundo lugar, el aprendizaje de Lázaro se nutre de experiencias traumáticas, a base de dolor, y en el que el afecto está por completo ausente. Solo existe el engaño. El primer recuerdo con el ciego resulta muy desagradable y marcará su vida en lo sucesivo:

Salimos de Salamanca, y, llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandome que llegase cerca del animal, y, allí puesto, me dijo:

-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:

-Necio, aprende, que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rio mucho la burla.

Otras experiencias bien conocidas son el tastarazo que le propina el ciego cuando descubre que le roba la comida o el vino, de cuyo golpe el niño pierde los dientes. Es por ello que el protagonista decide deshacerse del ciego de forma vengativa: un día de lluvia lo sitúa ante una columna y le advierte que hay que cruzar un gran arroyo y debe dar un salto con fuerte impulso para cruzarlo. Así lo hace: “Aun apenas lo había acabado de decir, cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.”

A partir de ese momento, Lázaro será otro. No solo ha perdido la inocencia, sino que su relación con el entorno está marcada por el egoísmo, la necesidad de supervivencia y la desconfianza en él, que irá en aumento con sus diferentes amos: con el clérigo y el escudero, con los que pasa mucha hambre;  hay una velada alusión a los abusos cometidos en su persona por un fraile de la Merced en el Tratado IV. Finalmente, en el mundo, todo es apariencia, como se ve en el montaje y estafa del buldero, en el tratado V.

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Llegados a este punto, se puede reflexionar sobre el tipo de educación y de experiencias que ha recibido Lázaro. Está claro que no se han basado en el afecto, al contrario: son vivencias traumáticas que van desde la pérdida del padre, la posterior separación de la madre, así como las escenas vividas junto al ciego o, lo que es peor, los probables abusos cometidos por el fraile de la Merced. Todo ello ha dado como resultado una personalidad frágil cuya relación con su entorno es, cuanto menos, agresiva. Por eso, cuando alguien le pregunta sobre la verdad de la vida íntima de su esposa, él reacciona con violencia, pues cree que su mujer le es fiel, y “quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él”.

Para acabar, baste recordar un dato curioso: cuando Lázaro escribe ya es un hombre maduro; por tanto, ha culminado su formación, tanto educativa como neurológica, y considera que vive en “prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna”.

El Lazarillo dejó a los autores posteriores que escribieron nuevas novelas picarescas este esquema: un hombre que ya ha alcanzado la madurez narra su vida pasada, que caracteriza siempre por su conflictividad  con el medio social y marcada por la herencia genética de sus padres. Destaca ‘La vida del buscón don Pablos’, de Francisco de Quevedo, escrita entre 1603 y 1605, aunque no publicada hasta muchos años después, en 1625.

El protagonista, Pablos, presenta un panorama familiar desolador. En la actualidad, si no hubiese entrado en el concepto de familia desestructurada, seguro que sus miembros hubiesen sido usuarios asiduos de los servicios sociales. El padre es un peluquero alcohólico. La madre debió sufrir malos tratos desde el principio del matrimonio, pues refiere que “padeció grandes trabajos recién casada, y aun después”. Con el tiempo, se dedica a la prostitución (practicante y madame, además de socorrido oficio de “recomponer virgos”), así como a la brujería. El ambiente familiar no es el más propicio para crear la seguridad y la buena base promovida por los partidarios de la educación en apego: mientras el padre les corta pelo y barba, el otro hijo les roba la bolsa del dinero. Como resultado, es encarcelado y muere por las torturas recibidas (“Murió el angelico de unos azotes que le dieron en la cárcel”). Es por ello que los padres transmiten a Pablos la visión del mundo como un lugar lleno de peligros y de inseguridad, según se desprende del siguiente diálogo entre padre y madre aleccionando al protagonista:

-Quien no hurta en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras nos azotan y otras nos cuelgan… Y con esto y mi oficio, he sustentado a tu madre lo más honradamente que he podido.

-¿Cómo a mí sustentado? -dijo ella con grande cólera-. Yo os he sustentado a vos, y sacádoos de las cárceles con industria y mantenidoos en ellas con dinero.

Cuando Pablos decide dejar el ambiente familiar, sus padres reaccionan positivamente. La alusión incluye un tratamiento animalizador, que los caracteriza de forma  muy significativa: “Parecioles bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos.” No hay aquí dolor por la separación, sino alivio al dejar el hogar familiar.

Se ha señalado que Quevedo exagera deliberadamente con sus personajes, no porque quiera ser coherente con su narración, sino simplemente como rasgo humorístico no exento de crueldad. Pensemos que, al fin y al cabo, Quevedo, política y socialmente muy conservador (hoy lo consideraríamos muy reaccionario), desprecia a estos personajes por su baja condición social. El determinismo social al que somete al protagonista es quizá el más marcado de los que se encuentran en cualquier novela picaresca: si Pablos fracasa en su proyecto de “aprender virtud resueltamente”  no es por injusticia o por crueldad social, sino, simplemente porque la buena sociedad sabe defenderse de determinados especímenes indeseables. ¿De dónde le viene este carácter de indeseable a Pablos? Para unos, de su origen social: a las clases desfavorecidas no les está permitido prosperar en el Antiguo Régimen (y no solo en él); pero hoy en día puede explicarse por el ADN heredado, marcados por los malos tratos y una muy mala base en su educación. Ya hemos visto cómo son los padres. Su final no podía ser peor. El padre de Pablos, Clemente, muere ajusticiado públicamente en la horca y después, como era costumbre en la época, descuartizado y expuesto en los caminos, donde fue pasto de los cuervos. El rasgo más cruel, si cabe, es que el verdugo no es otro que el tío de Pablos. En cuanto a la madre, ha sido apresada por la Inquisición, pues desenterraba a los muertos, lo que indica que hacía prácticas de brujería.

Visto esto, aunque Pablos se esfuerza por mejorar socialmente, no lo logra. Su vida entra progresivamente en el comportamiento delictivo, hasta el punto de que debe huir de España, y, al final informa de que tiene intención de pasar a Indias. La realidad es que Pablos no mejora, sino al contrario, pues sigue siendo la misma persona: “Y fueme peor, como V. Md. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres.”

La novela picaresca, el Lazarillo, el Buscón, se caracteriza, por tanto, por ser la autobiografía de un personaje que ha recibido un pésima herencia genética y cuya educación y formación personal lo predispone a una relación conflictiva con el entorno.

Guzmán de Alfarache y los buenos tratos

Muy diferente es el caso de la tercera de las grandes novelas picarescas: el ‘ Guzmán de Alfarache,’  de Mateo Alemán (1547-1614), publicada en 1599 (primera parte) y 1604 (segunda parte). Guzmán, el protagonista, a diferencia de Lázaro y de Pablos no es de bajo origen social. Aunque acabará cayendo en ella, su origen no está en la exclusión social. Al contrario: su familia pertenece a la clase alta, con lo que hoy en día se conoce como un elevado poder adquisitivo. Viven en la Sevilla que se nutre del comercio con América, una próspera ciudad en la que destaca el lujo. Los padres participan de este mundo, con mayor o menor fortuna, pues su falta de previsión y los malos socios los arruinan. A ello se añade su carácter moral y ético: por un lado, el mundo de los negocios está visto de forma muy negativa, con prejuicios que lo identifican con los engaños. Por otro lado, es fruto de una relación extramatrimonial pues no solo está casada por su parte con otro hombre mucho mayor que ella. En la novela, hija del pensamiento católico de la Contrarreforma, pesa mucho el adulterio como estigma que determina la vida futura de Guzmán. El engaño es lo que Guzmán heredará de su padre y que estará presente a lo largo de toda su vida.

Pero la gran innovación de Mateo Alemán es lograr que su protagonista venza al determinismo heredado de sus padres. Por eso afirma desde el principio: “la sangre se hereda y el vicio se apega; quien fuere cual debe, será como tal premiado y no purgará las culpas de sus padres” (cap. I). Guzmán es el único de los pícaros que logra sobreponerse a su destino. Se ha interpretado, dentro de la mentalidad de la época, como es el resultado de un posicionamiento ideológico propio de la iglesia católica: el hombre no está predestinado, sino que, gracias al principio del libre albedrío, siempre puede arrepentirse de sus culpas, y cambiar de actitud. Sin embargo, en una perspectiva más actual, podemos ver como los buenos tratos que recibe, en su infancia y, en un par de ocasiones clave, consiguen realizar el cambio necesario en su personalidad como para cambiar de vida.

Guzmán, además de no nacer en la exclusión social, es el único de los pícaros que tiene buen recuerdo de sus padres. La madre hace creer a los dos hombres de su vida (que no se conocen) que el hijo es suyo, y consigue que ambos lo quieran: “por la cuenta y reglas de la ciencia femenina, tuve dos padres. Que supo mi madre ahijarme a ellos y alcanzó a entender y obrar lo imposible de las cosas. (….) Ambos me conocieron por hijo: el uno me lo llamaba y el otro también.” Por ello, el recuerdo de su padre (el biológico) es excepcionalmente bueno: “Mi padre nos amó [a él y a su madre] con tantas veras como lo dirán sus obras”, de manera que acabó casándose con la madre una vez enviudó.

Sin embargo, dos experiencias resultan traumáticas, especialmente por el momento en el que suceden en la vida de Guzmán: la primera es la muerte del padre. Aunque confiesa que sucedió siendo “niño de poco entendimiento, no sentí la falta”, sucede cuando tiene doce años, y esa muerte queda grabada en el recuerdo del preadolescente. De hecho, la ausencia  del padre se extiende a lo largo de toda la obra. El segundo hecho que marca definitivamente al adolescente es la decadencia de la familia: muerto el padre, desaparecen los recursos económicos, y la madre debe vender sus pertenencias. Durante un tiempo han de vivir con la abuela, que gracias a los recursos que obtiene de sus amantes, los mantiene. Cuando esta muere, se encuentran de nuevo en la calle. La sensación de desprotección queda clara: “Yo fui desgraciado, como habéis oído: quedé solo, sin árbol que me diese sombra”, imagen perfecta que expresa de manera intuitiva la protección familiar que concede al niño y al adolescente el apego y los buenos tratos en la familia que se asocian a él. Se aparece, entonces, un mundo al que el protagonista debe enfrentarse en soledad por la situación en la que ha quedado y que supera sus capacidades: “los trabajos a cuestas, la carga pesada, las fuerzas flacas, la obligación mucha, la facultad poca. Ved si un mozo como yo, que ya galleaba, fuera justo con tan honradas partes estimarse en algo”.

Evidentemente, la experiencia, a pesar de la buena base que pueden haber hecho los buenos tratos en Guzmán, resulta desastrosa, por ser demasiado temprana, y estar poco preparado. De ahí su larga carrera delictiva que desarrolla a lo largo de la vida y que irá de mal en peor, aunque con altibajos, oportunidades y malos tragos, acumulando una serie de delitos (diferentes a los de Lázaro y Pablos, pues incluyen varias estafas), hasta dar con sus huesos en galeras, una de las peores condenas que podía sufrir una persona en esa época.

Pero en este camino delictivo en el que predomina mirar por el interés propio en un mundo que se entiende gobernado por el egoísmo, destacan dos personas en las que el trato hacia Guzmán es positivo. El primero es el clérigo a quien sirve en Roma. No es ni como el avaricioso ni como el supuesto pederasta del Lazarillo. Al contrario, es un hombre que no posee ningún carácter negativo. “Obligábame con amor, por no asombrarme con temor”, actitud que en la actualidad se llama educación en positivo, que es base de los buenos tratos. Sin embargo, el buen clérigo no logra su propósito: “Nada pudo aprovechar conmigo amonestaciones, persuasiones, palabras ni promesas para quitarme las malas costumbres”. Probablemente, Guzmán es todavía inmaduro y por eso sigue con su carrera delictiva. Mucho tiempo después, ya al final de la novela, el pícaro es condenado a galeras como resultado de su actividad delictiva. Ha pasado ya mucho tiempo, ha vivido un buen número de experiencias y desde un punto de vista formativo ha madurado. Además, va a Sevilla de camino a la galera, recorre sus calles y reconoce la ciudad de su infancia. Cierra el círculo de su vida: “pasé [solo] las calles de Sevilla, porque ni mi madre me acompañó ni quiso verme y solo fui”.

Según ha señalado la crítica, en este momento, Guzmán se da cuenta de su situación: no puede estar en una situación peor. Por ello sufre una crisis espiritual que, en nuestra mentalidad laica del siglo XXI podemos entender como una crisis personal ante la situación traumática. La novela, en cambio, en la mentalidad de su época, lo explica como una conversión religiosa. Este cambio no es ni falso ni gratuito, sino que está bien meditado: el Guzmán adulto, el que explica su vida pasada, es otra persona completamente diferente al pícaro que ha sido hasta el momento. Para el autor, el hombre no está predestinado. Se ha señalado aquí un principio teológico importantísimo: mientras que el protestantismo cree en la predestinación, la iglesia católica acababa de proclamar el principio del libre albedrío como alternativa. La vida de los hombres no tiene por qué estar determinada desde sus antecedentes genéticos. Y quizá no resulte casual que sea en este momento en el que Guzmán ha cerrado su círculo vital (ha vuelto a Sevilla, ha notado la ausencia de su madre, es decir, el apego con el que se crio) se encuentra un relativo buen trato en un oficial de la galera en la que está destinado.  Con él no solo consigue cierta complicidad y confianza, sino, sobre todo, un trato humano y próximo: “tanta fue mi diligencia, tan agradable mi trato, que dejaba mi amo de conversar con sus criados y muy de su espacio parlaba conmigo cosas graves de importancia”. El buen trato le infunde a Guzmán confianza en sí mismo. Por eso cuando lo acusan de robar, le ofenden las palabras que le dirige su amo: “Pues el bueno que con vos he usado no ha sido parte para que dejéis de ser el que siempre [habéis sido]”. A los demás les cuesta creer que un convicto pueda cambiar.

Resulta más que significativo que los pícaros Lázaro y Pablos, que han nacido en familias desestructuradas, con padres con experiencias vitales muy negativas (conflictividad, alcoholismo, prostitución) y una infancia y adolescencia con malos tratos, sigan de forma invariable una línea vital de la conflictividad social y personal. En cambio, Guzmán, a pesar de tener unos padres cuya relación se basa en el engaño, ha tenido una infancia siguiendo los principios señalados por la teoría del apego y algunas experiencias que hoy llamaríamos de educación en positivo, consigue realizar un cambio vital y huir de aquello a lo que estaba predestinado.

Todo ello nos indica una cosa. Por un lado, quizá estas teorías psicológicas tengan razón. El desarrollo y avances de la neurociencia relacional y de las técnicas de neuroimagen de los últimos años así lo confirman. Pero aquí lo que nos interesa es que los novelistas han intuido una realidad que ha captado y expresado artísticamente adelantándose muchos años a su formulación teórica.  El anónimo autor del Lazarillo observó una realidad y la plasmó intuitivamente, sin tener consciencia teórica de lo que veía. Lo mismo Mateo Alemán: cuando quiso escribir de forma verosímil y coherente la vida de una persona que conseguía liberarse del destino al que parecía ir dirigido (una vida llena de engaños, robos, mentiras, estafas, prostitución), porque creía en el principio del libre albedrío, comprendió que solo podía lograrlo si había tenido buenos tratos en su infancia. Quizá sea esta una de las lecciones del arte: su capacidad de seguir hablándonos y de explicarnos la realidad siglos después de haber sido creado y mucho antes de que el pensamiento teórico abstracto lo haya descrito. La vida que plasma el arte se adelanta a la interpretación que pueda hacer de ella la ciencia.

Agradecimientos

Quiero agradecer desde aquí la ayuda que he encontrado por parte del equipo de traumaterapia y resiliencia de IFIV, en Barcelona: al Dr. Jorge Barudy, que me habló en una cena en Sant Cugat de la teoría del apego y de epigenética, y a Rafael Benito; a los psicólogos José Luis Gonzalo y María Álvarez a quienes he consultado dudas técnicas y han sabido orientarme. Y, por supuesto, a Marina Mas, vínculo con IFIV y con la vida.  Desde luego, los errores son solo míos.

Jorge León Gustà

Jorge León Gustá

Jorge León Gustà, Catedrático de Instituto en Barcelona, es doctor en Filología por la Universidad de Barcelona.

Su trabajo se ha desarrollado en estas dos direcciones: por un lado, como autor de libros de texto dirigidos a secundaria, y por otro, en el campo de la investigación literaria.

En el área de la educación secundaria ha publicado diferentes manuales de Lengua castellana y literatura en colaboración con otros autores, así como una edición de La Celestina dirigida al alumnado de bachillerato, Barcelona, La Galera, 2012..

Sus líneas de investigación se han centrado en la poesía del siglo XVI, el teatro del Siglo de Oro y las relaciones entre la literatura española y la catalana en el siglo XX.

Entre sus artículos destacan los dedicados a la obra de Mosquera de Figueroa: “El licenciado Cristóbal Mosquera de Figueroa, de quien ha publicado las Poesías completas, Alfar, Sevilla, 2015.

Las investigaciones sobre el teatro del Siglo de Oro le han llevado a colaborar con el grupo Prolope, de la Universidad Autónoma de Barcelona, cuyo resultado fue la edición de la comedia de Lope de Vega, Los melindres de Belisa, publicada en la Parte IX de sus comedias, en editorial Milenio, Lérida, 2007.

Además, ha sido investigador del proyecto Manos teatrales, dirigido por Margaret Greer, de la Duke University, de Carolina del Norte, USA, con cuyas investigaciones se ha compilado la base de datos de manuscritos teatrales de www.manosteatrales.org. Su colaboración de investigación se centró en el análisis de manuscritos teatrales del Siglo de Oro de la antigua colección Sedó que están depositados en la Biblioteca del Instituto del Teatro de Barcelona.

En el campo de las relaciones entre las literaturas catalana y española, ha estudiado la influencia del poeta catalán Joan Maragall sobre Antonio Machado, así como la de Rusiñol en la génesis de sobre Tres sombreros de copa de Mihura.

Del estudio de la interinfluencia del catalán y castellano ha publicado un artículo de carácter lingüístico: “Catalanismos en la prensa escrita”, en la Revista del Español Actual (2012).

Ha publicado el libro de poemas Pobres fragmentos rotos contra el cielo

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