En esta época donde la fotografía digital inunda casi todos los espacios, es sorprendente como muchos jóvenes se acercan a la fotografía analógica para experimentar el misterio del revelado.
Algunos luego escanean los negativos para compartirlos en las redes sociales, pero incluso hay quienes son seducidos por la magia del cuarto oscuro y buscan realizar sus propias copias en papel.
No soy capaz de aventurar una teoría acerca de por qué se da este fenómeno. Sólo puedo expresar algunas de las razones por las que, para manifestarme creativamente, yo sigo eligiendo la alquimia de convertir haluros de plata en plata metálica, a manipular ceros y unos.
Y, si bien no es exactamente lo mismo capturar una imagen digital que disparar una cámara analógica, muchas de mis razones hay que buscarlas dentro del cuarto oscuro, ya que es allí donde es más fuerte la sensación de estar haciendo las fotos con mis propias manos.
Es mucho el tiempo que paso en el laboratorio, y son muchas las cosas que allí suceden mientras intento hacer una buena foto. Pero hay algunos momentos con significado especial.
Uno de ellos es cuando proyecto por primera vez la imagen sobre la base de la ampliadora. Es esa primera oportunidad en la que veo la foto en su tamaño final, aunque todavía en negativo, con los tonos invertidos. En ese momento, no sólo se pueden apreciar los detalles que no se ven a simple vista en la copia de contacto, sino que también se amplían los defectos. Y entonces me enfrento cara a cara con algunos de mis fantasmas, al verificar si efectivamente logré el foco en el punto deseado, o si la vista me volvió a jugar una mala pasada y la foto ha salido levemente fuera de foco.
Luego puedo pasarme literalmente horas haciendo infinitas pruebas para elegir el contraste y tono de gris adecuado para cada porción de la imagen. E inevitablemente, siempre quedará suficiente margen de incertidumbre como para preguntarme si no sería necesaria una última prueba más.
Pero cuando efectivamente expongo la hoja de papel bajo la luz de la ampliadora para hacer la copia final, aparece ese momento inexplicable en que decido imprevistamente apartarme del libreto que construí con todas esas pruebas, al ver que esa imagen todavía inexistente en el papel blanco, necesita recibir un poco más de luz en algún sector.
Luego, la soledad del cuarto oscuro se manifiesta en su máximo esplendor, desde el momento en que sumerjo la foto en la cubeta del revelador, hasta que llegue el turno del fijador y se puedan volver a encender las luces blancas. Son varios minutos de soledad bajo la luz roja, sin más que hacer que agitar cada tanto la cubeta, dejando que la química haga su parte.
Y finalmente el esperado momento de ver por primera vez la fotografía impresa, aún descansando en el fondo de la cubeta, y sentir la emoción de haber logrado el resultado esperado, o la frustración por notar que todavía queda algún ajuste más por hacer.
Como bien lo describió Steve Anchell, en su libro “The darkroom cookbook”: “Para el artista, se trata de cómo desea pasar su tiempo creativo. Aquellos de nosotros que trabajamos en plata decidimos pasar nuestro tiempo en el fresco silencio del cuarto oscuro, bajo el tenue resplandor de otro mundo de una luz naranja, oyendo el flujo de agua, experimentando la soledad que es casi imposible de encontrar fuera del creativo espacio del cuarto oscuro, yendo lenta y suavemente desde la ampliadora hasta las cubetas y de vuelta nuevamente, viendo el milagro de la imagen aparecer en la superficie del papel…”
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