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Capilla de la catedral de Bourges - Francia

La luz del iletrado

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Como ya bien sabía quien quiera que escribiese el Génesis, la luz es lo primero.

La luz es lo que da forma al mundo, es lo que nos muestra los límites de las cosas y el lugar que ocupan.

la luz del iletrado
Pantocrátor Sant Climent de Taüll

Es el alfa y el omega de nuestra vida, la luz es la presencia que da sentido a ese tiempo que transcurre entre las dos oscuridades de nuestro viaje. La luz dibuja las sombras de la caverna platónica, distingue para el musulmán la hebra negra y la hebra blanca que marcan en el ramadán el inicio y el fin del ayuno y en prácticamente todas las religiones y tradiciones filosóficas se busca la luz como símbolo de superación espiritual y racional.

Sin llegar a la apoteosis gótica, en el Románico se trata la luz de un modo prodigioso. Las iglesias de la cristiandad medieval se articulan por encima de fronteras y bandos formando el esqueleto de nuestra Europa, superando barreras y lenguas, todas mirando a Oriente.

Se “orientan”, nunca mejor dicho, hacia la luz del sol naciente, el “sol salutis” o sol de salvación que simboliza la llegada de Cristo, de ese Cristo que murió en la cruz con su cara hacia poniente y cuya mirada redentora en forma de blanca luz inunda desde levante el ábside en la mañana.

Luz que se expande por todo el templo a través de una estrecha ventana a los pies del Pantocrátor que, sentado al trasluz en maiestas sobre su trono, envuelto en el misticismo de su mandorla y acompañado de los evangelistas, ángeles, arcángeles, ancianos, donantes y , si se tercia, hasta las doce tribus de Israel, bendice a los hombres y les muestra el camino del Paraíso.

En la tarde, en cambio, el sol entra por poniente. Es el “sol justitiae” que antecede a la oscura noche. En alusión al Juicio Final, cae rojizo sobre los fieles e ilumina en dorados al Pantócrator que se muestra así en toda su grave autoridad lanzando sobre los acongojados parroquianos esa severa mirada bajo la cual se sienten ya desnudos, escrutados hasta en lo más íntimo y juzgados en consecuencia por la cercana omnipresencia de su distante dios.

Gregorio Magno
Gregorio Magno

La iglesia es con su juego de luces la representación perfecta del mundo para el fiel, es lo que le ubica en la creación. El edificio es puesto por entero y de un modo magistral al servicio de aquella idea, atribuida al papa Gregorio Magno en el siglo VI, de la imagen como “biblia de los iletrados” en referencia a su poder catequético y unificador de una religión que estaba en auge.

Más allá del evidente nivel narrativo de las esculturas y frescos, el templo se convierte en un ingenioso dispositivo tanto arquitectónico como social para dirigir y filtrar la luz que da sentido a la vida de las personas, la luz que les guía y que a su vez es magistralmente guiada.

Mil años después las iglesias están mudas. Ahora tenemos otros dispositivos para guiar la luz. La vidriera se ha trasmutado en pantalla para proyectar sobre nuestros ojos muchos más colores y formas pero sigue siendo el dispositivo  a través del cual se nos muestra la divinidad. La pantalla proyecta nuestros deseos, marca nuestros pecados y modela nuestros modelos. La pantalla nos delimita y , como hace mil años, nos administra las oportunas dosis de miedo. Miedo a la diferencia, al extranjero, a la pobreza, miedo al cambio, a la naturaleza, a la libertad…

Para explicar el mecanismo de control humano que suponía el uso de la luz en la Edad Media, para encontrar quién se servía de ella, no necesitamos recurrir  a teorías conspirativas. No necesitamos creer en  oscuras conjuras de templarios, merovingios ni cátaros. Entendemos que es la simple confluencia de circunstancias históricas, ambiciones e intereses cruzados de señores, clérigos y constructores lo que fue dando lugar a este mecanismo dotado de tantas caras como iglesias se repartían por Europa. Sin un acuerdo tácito, sin conjura alguna, cada templo que se levantaba seguía patrones similares.

Del mismo modo podemos describir mecanismos de control de masas en los medios que hoy en día modulan mediante la luz, a través de las pantallas, nuestro cielo y nuestro infierno como siervos modernos y oportunamente iletrados. Para explicar  que hay confluencias de intereses que intentan manejar nuestros comportamientos no hacen falta teorías conspirativas, no hacen falta Illuminati, ni masones ni chemtrails con los que poder ser desacreditados a conveniencia  y  ser tratados como locos disparatados si se nos ocurre dudar del relato y señalar al nuevo dios con el dedo. Por desgracia no hace falta recurrir a lo esotérico para explicar lo evidente.

Un milenio después del Románico nos sentimos en lo más alto, “sentados a hombros de gigantes” cabalgando el lomo de la ola de la historia. El Renacimiento nos volvió a poner en el centro del mundo y nos mutó de siervos en ciudadanos libres. Nos trajo la ciencia, que puso el punto final al oscurantismo medieval y nos libró de ese Dios omnipresente que aterrorizaba al pobre antepasado de la Europa feudal.

Ahora tenemos división de poderes y duramos el doble pero con la luz se nos sigue administrando el miedo. Eso sí, nuestro  señor cada cuatro años nos pregunta qué tal tiempo hace.

Alfredo Llorens

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