Las nueve musas
Ley del Mar

La Ley del Mar: el sorteo a vida o muerte

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Sorteos, juegos y apuestas a través de la Historia (III)

Del testimonio de los acusados, que el jurado ha aceptado, se desprende que fue Whetmore el primero que propuso que debían obtener el alimento –sin el cual era imposible sobrevivir– de la carne de uno de ellos. También fue Whetmore quien primero propuso el empleo de algún método de sorteo, llamando a la atención de los acusados un par de dados que por casualidad llevaba consigo. En un primer momento, los acusados se mostraron renuentes a adoptar un procedimiento tan desesperado pero, tras las conversaciones inalámbricas antes mencionadas, acabaron por aceptar el plan propuesto por Whetmore. Tras mucho debate sobre los consustanciales problemas matemáticos, se alcanzó un acuerdo sobre un método para resolver el asunto con el empleo de los dados.

Sin embargo, antes de tirar los dados, Whetmore declaró que se retractaba del acuerdo pues había decidido esperar otra semana antes de aplicar un medio tan horrible y repulsivo. Los demás le acusaron de deslealtad y procedieron a tirar los dados. Al llegar el turno de Whetmore tiró los dados por él uno de los acusados y se le pidió que declarase si ponía objeciones a la limpieza de la tirada. Declaró que no las tenía. Los dados le fueron contrarios y sus compañeros le mataron y le comieron”.

El conocido caso teórico de los “Exploradores Espeleólogos” (“The Case of the Speluncean Explorers”), del que forma parte el extracto que he traducido al español, se publicó en la “Revista del Derecho de Harvard” (Harvard Law Review) en 1949.

El autor, Lon Luvois Fuller (1902-1978), catedrático y filósofo del derecho de orientación iusnaturalista, se plantea la hipótesis de cinco espeleólogos atrapados en una cueva; conectan por radio con un equipo médico que les asegura que morirán de hambre antes de poder ser rescatados, así pues, deciden elegir al azar a uno del equipo para comérselo.

Heródoto
El historiador y geógrafo griego Heródoto describió el azote del hambre del ejército persa del rey Cambises y cómo echaron a suertes qué soldados debían ser comidos.

Los cuatro supervivientes son acusados de asesinato y el análisis de los veredictos potenciales (desde la absolución a la condena a muerte) sirvió a Fuller para aclarar posiciones en su debate con el catedrático de Oxford, Herbert Lionel Hart (1907-1992), que ha servido para enmarcar en nuestros días el conflicto entre el positivismo jurídico y el derecho natural en el ámbito del “Common Law” o sistema jurídico anglosajón.

Tanto en la legislación positiva como en los principios del derecho natural se admite la compatibilidad entre la justicia y el sorteo como criterio de individualización, no racional pero sí razonable, cuando no quepa la posibilidad de actuar con a arreglo a razones fundadas.

Un primer supuesto se da con la inexistencia de razones fundadas a favor de una u otra de las diversas posibilidades (por ejemplo, el sorteo de los temas a desarrollar en un examen). Un segundo supuesto se presenta cuando las razones existentes no pueden ser ponderadas (por ejemplo, el sorteo para el servicio militar, para constituir las mesas electorales o los miembros de un jurado). Un último supuesto, más complicado, que se plantea en el caso de los espeleólogos de Fuller, se caracteriza por la inexistencia de personas adecuadas para llevar a cabo la ponderación porque todas ellas son juez y parte interesada.

La legitimidad de la “lotería mortal” deriva del hecho de basarse en un pacto o contrato, al igual que, por ejemplo, el contrato de seguro. Entre lo contractual y lo democrático existe una sólida alianza: se supone que el “contrato social” es el origen de todos los tipos de asociación civil, y en la asociación de los condenados a la muerte por hambre se dan los mismos elementos que intervienen en la génesis de la sociedad política: igualdad primigenia; derecho a la auto-conservación; derecho a ejecutar la ley natural y el derecho a transmitir esos derechos sobre la base del consentimiento recíproco.

Aunque la localización del dramático sorteo en las entrañas de la tierra parezca artificioso, está claro que Fuller se inspiró en los abundantes casos reales y bien documentados que han tenido lugar a lo largo de los siglos. Encontramos una de las primeras referencias en el historiador y geógrafo griego Heródoto (484-425 a.C.) cuando describe el azote del hambre en el ejército persa del rey Cambises. Agotadas todas las provisiones, los soldados comenzaron a comer la hierba, pero “…una vez llegados al desierto, algunos de ellos hicieron algo más espantoso: echaron a suertes qué hombre de cada diez habría de ser comido”.

En la superficie del mar, Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés menciona macabros sorteos para utilizar como alimento la carne de un náufrago: “E por la mucha flaqueza de sus personas, que ya cuasi no había hombre de ellos que pudiese alzar los brazos para bogar, echaron a suertes, con juramento solemne de estar por ellas, e que a cualquier de ellos que le cupiese la suerte, lo matasen para comer, e que comido aquel las echarían por otro, e que aquel tal que hubiese de padescer tomase la muerte con paciencia… Y de hecho se echaron las suertes e cupo de ser muerto a uno de los que se decía Álvaro de Aguilar, natural de la ciudad de Toledo”.

San Cristóbal
Isla caribeña de San Cristóbal a mediados del siglo XVII

Es, sin embargo, en la literatura anglosajona donde se encuentran los relatos más pormenorizados. Uno de los primeros casos con documentación fehaciente se produjo en la isla caribeña de San Cristóbal (denominación abreviada como “St. Kitts” tras la colonización británica) hacia mediados del siglo XVII. Los siete protagonistas tal vez formaban parte del contingente de 25.000 irlandeses que Oliverio Cromwell había enviado como esclavos para las plantaciones de caña azucarera, vegetal de origen asiático introducido en América poco tiempo antes por los españoles.

Los protagonistas salieron de la isla en una embarcación y quedaron a la deriva durante 17 días. Al igual que en el caso de Fuller, uno de ellos propuso echar a suertes quién sacrificaría su propia vida para mantener la de los otros y el azar le señaló a él mismo. Ninguno de los otros quiso ejercer de matarife y volvió a hacerse otra rifa para determinar un ejecutor. La víctima voluntaria se dejó estrangular para que los otros seis se nutrieran con su cuerpo.

Lograron alcanzar la cercana isla de San Martín. Devueltos a San Cristóbal, fueron juzgados por homicidio pero el juez les absolvió por concurrir un estado de “necesidad inevitable”. Este precedente se alegó en otros casos judiciales de canibalismo por naufragio o de supresión de ocupantes en las insuficientes barcas salvavidas.

El estado de necesidad que obliga a efectuar la rifa selectiva se admitió y conoció entre los navegantes del mundo occidental como “la Ley del Mar”, situada al margen o más allá de la normativa promulgada y amparada en el derecho natural. La mera expresión Ley del Mar causó estremecimiento y ha sido la pesadilla fóbica de numerosas generaciones de marinos, especialmente en los tiempos de la navegación a vela. El fraude presidió su aplicación en demasiadas ocasiones.

Ya en el Siglo de las Luces, una revista londinense, “Gentleman’s Magazine”, publicó en 1759 una referencia precisa:

“Por el correo americano se han recibido cartas que dan cuenta de los sufrimientos del capitán Baron y su tripulación en la balandra Dolphin en la travesía de Canarias a Nueva York; en los 165 días posteriores a la salida de Canarias, durante 116 no tuvieron nada para comer… El capitán y su gente declararon que […] tuvieron que comerse al perro, al gato y todos sus zapatos y, en resumen, todo lo que pudiera ser comestible a bordo. Reducidos al último extremo, todos acordaron echar a suertes sus vidas, cosa que hicieron; moriría el que sacase el cabo más corto, y había de ser ejecutado por el que sacase el siguiente. Le tocó a un tal Antonio Galatio, un caballero español, pasajero. Le dispararon en la cabeza, que cortaron y arrojaron por la borda. Luego le sacaron las vísceras y se las comieron, y después se comieron el resto del cuerpo que sólo les duró un breve tiempo”. (Citado en “Cannibalism and the Common Law”, The Hambledon Press, Londres 1994).

la ley del mar
La balsa de la medusa – Théodore Géricault

En lo que respecta a la metodología del sorteo, las descripciones existentes hacen una referencia mayoritaria al sistema de extracción de la tira/cuerda/paja, etc, más corta o más larga (no todos los náufragos potenciales tienen la previsión de llevar consigo los dados del espeleólogo). Aunque el procedimiento se presta a la trampa, es fácil de realizar en condiciones precarias. La Ley del Mar prescribe que será comido el que extraiga la tira más corta (o más larga) y encontrará la muerte a manos del “titular” de la tira que sigue, en el rango preestablecido.

Esta lotería puede hacerse con un solo sorteo o con varios sorteos eliminatorios. En cuanto a la modalidad de la muerte provocada, hemos constatado en los numerosos casos examinados (muchos de los cuales ni siquiera cabe mencionar aquí) que se procura infligir el mínimo de dolor aplicando la instrumentación disponible (pistola, cuchillo, garrote, etc) y es también general la concesión de un tiempo para que la víctima encomiende su alma a la Divinidad.

Herman Melville
Moby dick de Herman Melville

La literatura, desde siempre atraída por la dimensión del horror en el destino humano, se ha hecho eco de la espantosa rifa en múltiples obras maestras.

Los estudiosos creen que la escena del naufragio en el poema “Don Juan”, de lord Byron, se inspiró directamente en la tragedia del Peggy, balandra norteamericana que inició el retorno a Nueva York desde las Azores a finales de octubre de 1765. El tiempo se mantuvo tormentoso hasta diciembre, dejando maltrecha la embarcación a merced de las corrientes. Aunque contaban con una provisión muy abundante de alcohol, el día de Navidad los nueve tripulantes no disponían de otro comestible que el gato de abordo. Lo cocinaron y se rifaron los trozos; al sereno y abstemio capitán Harrison le tocó la cabeza del felino.

En los días sucesivos intentaron –con pobre resultado– recoger los percebes adheridos al casco; se comieron las velas de sebo, el cuero de las bombas de achique, el de los botones de sus chaquetas y hasta el aceite del alumbrado.

En la tarde del 30 de enero de 1766, el primer oficial, medio borracho y secundado por la tripulación, entró en el camarote del capitán. Le expresaron que no había otro modo de evitar la muerte sino echando a suertes quién debía morir para sostener con vida a los demás camaradas. Harrison trató de persuadirlos para que demorasen la decisión pero “…eso les puso aún más soliviantados. Entre juramentos e imprecaciones manifestaron que lo que había de hacerse se haría de inmediato. Dijeron que no les importaba si él consentía o no […] y se fueron a otra parte del barco de donde regresaron a los pocos minutos diciendo al capitán que habían echado a suerte sus vidas y le había tocado al negro que formaba parte de la mercancía. Cargaron una pistola y, al verlo, el pobre diablo corrió hacia el capitán quien, aunque imaginó que no se había jugado limpio con el negro por la celeridad del procedimiento, le dijo que lo único que él podía hacer era lamentar verse incapaz de protegerlo. Arrastraron al negro a la cubierta y le dispararon. Apenas se había apagado su vida cuando hicieron un gran fuego y comenzaron a despiezar el cuerpo. Con el propósito de hacerlo durar, se proponían cocinar tan sólo las entrañas para aquella noche. Uno de la tripulación, James Campbell, estaba tan enloquecido que desgajó el hígado del cadáver y lo devoró sin más preparación… A la mañana siguiente preguntaron al capitán Harrison si no deberían escabechar el cuerpo. La propuesta resultaba tan brutal que empuñó una pistola y declaró que si los que formulaban tal petición no salían del camarote les enviaría a reunirse con el negro. Entonces la tripulación troceó el cadáver, arrojó por la borda la cabeza y los dedos y, con los debidos preparativos, lo pusieron en escabeche”.

Tres días después murió James Campbell con un ataque de locura. Sus compañeros no quisieron utilizar el cuerpo por miedo al contagio, aunque la enajenación mental rondaba a todos ellos entre los permanentes y generalizados efluvios alcohólicos. La nueva “despensa” se administró con economía, desde el 17 al 26 de enero de 1766, pero al fin se agotó y volvió a plantearse el drama caníbal: “Se encontraron en una situación tan mala como la anterior. La aguantaron tres días hasta que el primer oficial le dijo al capitán que ya no podían resistir más el hambre, que no habían recibido ningún socorro y que debían hacer el sorteo por segunda vez”. Teniendo en cuenta la experiencia precedente, el capitán, inmovilizado en cama a causa de la debilidad, temió que no se le diera un tratamiento limpio al efectuar la selección y exigió que el sorteo se realizara en su camarote.

La mala suerte recayó sobre un tal David Flat, marinero muy bien considerado por todos. “Queridos camaradas –les dijo– todo el favor que os pido es que me despachéis como hicisteis con el negro, con la menor tortura posible. Luego se dirigió a Doud, el hombre que había matado al negro: Quiero que me dispares tú”. La popularidad de Flat les animó a concederle una última oportunidad. Volverían a echar los anzuelos y si no hubiera pesca para las 11 h. del día siguiente, 1 de febrero, procederían a la ejecución.

A lo largo de esa noche Flat se volvió loco aunque, por suerte, antes de la hora señalada apareció en el horizonte el perfil salvador del Susanna, en su viaje de vuelta de Virginia a Londres. En esta etapa del viaje hasta Gran Bretaña fallecieron Doud, un marinero llamado Warren y el primer oficial. El relator de la historia (Cyrus Redding. “A History of Shipwrecks and Disasters at Sea”, Londres, 1833. Harvard College Library; digitalizado por Google) no menciona si Flat recuperó el juicio tras el retorno y tampoco parece que se hayan derivado consecuencias jurídicas del asesinato del esclavo, cosa que no es de sorprender habida cuenta de las divergencias en la aplicación de la legalidad durante el Antiguo Régimen, siempre en función del estamento social del sujeto. La civilizada Europa aún tardará mucho tiempo en tratar por igual la muerte de un blanco y un negro, un noble y un plebeyo.

TitanicEn los círculos educados se admitía con naturalidad que el destino de un siervo estribaba tan sólo en servir a sus amos en la vida y en la muerte. Por eso careció de consecuencias penales, e incluso de repulsa social, la confesión pública de homicidio y antropofagia que llevó a cabo un capitán de barco, pasajero a bordo de un pequeño mercante francés que tuvo la desgracia de naufragar.

El Tigre zarpó de Haití para Nueva Orleans el 2 de enero de 1766, bajo el mando del capitán La Couture, que iba acompañado por su refinada esposa y su hijo. Pocos días después, el navío encalló en un banco de arena frente a la costa de Florida. Tras agónicos avatares, quedaron separados tres de los náufragos: el capitán ‘Pierre Viaud’, su joven esclavo negro y madame La Couture, ahora ya viuda. Lograron alcanzar la costa continental y se encontraban a punto de morir de hambre, tal como relata el propio caníbal homicida:

“La tenebrosidad de los bosques, casi impenetrables, les hicieron temblar. Pronto se abandonaron a la desesperación y todos cayeron al suelo y sollozaron. En esos momentos, Viaud recordó que los marinos echaban a suertes quién debía morir para librar del hambre a sus camaradas. Sus ojos enfocaron al joven negro con un ansia que no pudo controlar ni resistir. “Ya está muriendo por hambre” –pensó. La muerte sería un favor para él. La humanidad parecía haber muerto, la razón desequilibrada y la mente era esclava del cuerpo. El hambre corroyó el interior de Viaud; tenía el corazón en un puño; sintió la tentación de liberarse de insufribles agonías y no pudo resistirse más. Era el único medio de supervivencia. Madame La Couture pareció tener la misma idea: posó los ojos en el pobre negro y puso un semblante tan lleno de sufrimiento y horror que Viaud pensó que ella sentía lo mismo que él. No lo dudó más: empuñó un garrote nudoso y, yéndose hacia el negro mientras dormía, le golpeó en la cabeza con toda su fuerza. Se despertó aturdido y, al principio, no podía incorporarse al tiempo que Viaud no podía repetir el golpe. Finalmente, la pobre víctima se puso de rodillas y gritó: “Amado amo, ¿te he ofendido? ¡Ten compasión! ¡No me mates!”. La compasión llegó tras la crueldad: por unos instantes Viaud se quedó inmóvil pero el hambre y la desesperación volvieron demasiado pronto y se ejecutó la acción. Abalanzándose sobre el pobre chico, rugía muy alto en su propio frenesí para ahogar los gritos del negro y pidió a madame La Couture que le ayudase. Luego sacó el cuchillo y lo hundió en la garganta del negro. Apagada la vida, le colocó en un gran tronco para que se desangrara más fácilmente.

El acto, que se había ejecutado con violenta agitación y frenesí, dejó casi exhaustos a Viaud y su compañera. Descansaron en la tierra con los ojos apartados del cadáver. La razón retornó y se dieron cuenta de la crueldad del acto. Se lavaron las manos en una fuente cercana; hincados de rodillas, rogaron a Dios por sí mismos y por el desdichado objeto de su violencia. Luego encendieron un fuego y comenzaron a devorar la carne antes de estar hecha. Descuartizaron el cuerpo y lo colgaron al humo para conservarlo”.

Pierre ViaudEn 1768 se publicó en Burdeos este pasaje de “Naufrage et Aventures de M. Pierre Viaud, Natif de Bordeau, Capitaine de Navire, Histoire Véritable, verifiée sur l´Attestation de Mr. Sevettenham, Commandant du Fort St. Marc des Appalaches” (“Naufragio y aventuras del Sr. Pierre Viaud, natural de Burdeos, capitán de navío, historia verdadera verificada con el atestado del Sr. Sevettenham, comandante del fuerte Sr. Marc de los Apalaches”) –hemos utilizado la versión traducida y editada en los EE.UU. por Robin F. A. Fabel: “Shipwreck and Adventures of Monsieur Pierre Viaud”, The University of West Florida Press, 1990–. El relato fascinó y escandalizó a toda Europa, reabriendo el debate sobre la imperatividad y la moralidad del sorteo prescrito en la Ley del Mar.

En el siglo XIX, en 1816, cuando acontecieron los episodios de la fragata Méduse, los tiempos ya estaban maduros para que la arbitrariedad y la discriminación provocaran consecuencias políticas considerables en la Francia de Luis XVIII.

En su travesía hacia Senegal, el buque embarrancó a 50 millas de la costa africana. La aristocrática oficialidad y los pasajeros distinguidos ocuparon los escasos botes salvavidas, sin efectuar sorteo alguno. Para el resto de las 149 personas de tripulación y pasaje no selecto, se confeccionó una enorme balsa que, en un primer momento, se intentó remolcar con los botes hasta que, a instancias de las autoridades civiles, el capitán ordenó cortar los cabos de remolque.

La balsa quedó a la deriva medio mes, sin provisiones suficientes. Se sucedieron escenas indescriptibles, dantescas. Cuando al fin fue localizada por otro navío francés, tan sólo quedaban con vida quince supervivientes que relataron con pelos y señales la espeluznante experiencia, en la que no faltaron múltiples asesinatos y antropofagia continuada. En la balsa se encontraron tiras de carne humana secada al sol.

En Francia, la opinión pública –entonces un fenómeno social aún incipiente– forzó al rey Luis a incoar un juicio contra el capitán, que resultó condenado por negligencia y abandono de la tripulación. En realidad, la opinión pública condenó en última instancia a la monarquía borbónica por corrupción continuada. La tragedia quedó inmortalizada en el enorme cuadro de Théodore Géricault, inicialmente censurado en Francia (se expuso primero en Londres) y titulado “Escena de un naufragio”, después conocido como “La balsa del Medusa” (“Le Radeau de la Méduse”), que se puede admirar en el museo del Louvre. Posó como modelo su amigo el pintor Delacroix y en el estudio de Géricault se amontonaron cadáveres reales para reconstruir la escena.

Otra conocida obra de arte, esta vez literaria, “The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket” (1838), única novela larga de Edgar Allan Poe –a su vez, influyó en el ‘Moby Dick’ de Herman Melville, publicado en 1851– se inspira directamente en un desastre real: el naufragio del ballenero Essex a consecuencia del ataque de un cachalote, ocurrido el 20 de noviembre de 1820 frente a las costas de Chile. En dos de las lanchas balleneras, a la deriva con los náufragos, se repiten las escenas de antropofagia tras practicar el sorteo. Así lo relató treinta años más tarde uno de los protagonistas, Thomas Nickerson, en “The Loss of the Ship “Essex” Sunk by a Whale and the Ordeal of the Crew in Open Boats”, escrito que se descubrió recientemente y fue publicado en 1984 por la Asociación de la Historia de Nantucket; Nathaniel Philbrick recogió la historia en “In the Heart of the Sea: The Tragedy of the Whaleship Essex”, Penguin Books, 2001:

“El capitán y sus tres compañeros supervivientes, tras la debida deliberación, decidieron hacer el sorteo. La mala suerte recayó en un joven de nombre Owen Coffin, sobrino del capitán Pollard, que sonrió ante su destino con gran entereza. En aquellos horribles momentos el capitán quiso intercambiar con él su suerte pero Coffin ni siquiera le escuchó por un momento. Se colocó en postura de firmes para esperar la muerte y recibió de inmediato el tiro que le disparó Charles Ramsdell, a quien había tocado en rifa limpia el papel de ejecutor”.

Bergantín Endurance
Naufragio del bergantín Endurance – Bahía de Vahsel (Antártida) – 1915

La Ley del Mar no siempre se aplicó por razones alimentarias sino también por falta de espacio en los botes salvavidas. Tal fue el caso en el naufragio del William Brown tras colisionar con un iceberg en 1841, prácticamente en las mismas aguas que se tragarían al lujoso Titanic unos setenta años después. Los pasajeros del William Brown, en cambio, eran humildes emigrantes irlandeses en busca del sueño americano.

Ante la carencia de espacio suficiente para todos los náufragos en dos botes salvavidas, se forzó a que se hundieran con el barco treinta de los pasajeros (entre ellos, dieciocho menores). En uno de los botes embarcaron diez personas: el capitán George Harris, el segundo oficial, siete marineros y una mujer y, en el otro bote, el primer oficial, de nombre Francis Rhodes, ocho tripulantes y treinta y tres pasajeros.

Antes de iniciar la navegación por separado para aumentar las probabilidades de rescate, el primer oficial le dijo al capitán que, habida cuenta de la enorme sobrecarga, sería necesario efectuar un sorteo para determinar a quién habría que echar por la borda, a menos que el capitán les recibiera en su bote. El capitán se lamentó pero se negó a recibir a nadie en su bote y le dijo: “Yo sé lo que tendrás que hacer. No hablemos de eso ahora. Que sea el último recurso”.

Al oscurecer, la tripulación del otro bote, previo acuerdo por unanimidad, comenzó a arrojar por la borda a los emigrantes. “El primero de los hombres arrojados fue un tal Riley, a quien Holmes y los otros le dijeron que se pusiera en pie, cosa que hizo. Entonces le tiraron, y después a Duffy quien, en vano, suplicó que le dejaran vivir por su mujer y sus hijos, que estaban a bordo. Al llegar a Charles Conlin, el hombre exclamó: ¡Holmes, amigo, no me irás a tirar!. –Sí, Charly –dijo Holmes, –tú tienes que irte también. Y así le arrojaron. El siguiente fue Francis Askin, por cuyo homicidio se enjuició al preso. Cuando le sujetaron, ofreció a Holmes cinco soberanos para que le dejase con vida hasta la mañana, cuando, si Dios no nos envía ayuda, lo echamos a suertes, y si me toca a mí, me tiraré como un hombre. Holmes dijo: no quiero tu dinero, Frank, y le tiró por la borda.” (“The Wrath of the William Brown”, Tom Koch, Douglas & McIntire, Canadá, 2003).

En total, se fueron por la borda catorce varones y las dos hermanas de Francis Askin, que se arrojaron al mar tras él. El marinero Alexander William Holmes fue el único juzgado y considerado culpable de asesinato, aunque el jurado recomendó tener clemencia. Fue sentenciado a 6 meses de trabajos forzados y a una multa de 20 dólares.

Este juicio significó un punto de inflexión que aún tiene resonancia en el Derecho del Mar y que dio origen al concepto moderno de “la ética del bote salvavidas” o el procedimiento para decidir a quién hay que salvar cuando es necesario hacer una elección extrema. Merece la pena destacar algunas declaraciones en la sentencia condenatoria (“United States versus Holmes”, Circuit Court, E.D. Pennsylvania. 26 F. Cas. 360, 1842, traducción propia):

“La acusación dice que el sorteo es la ley del océano. Cuando se necesitan medios de subsistencia para toda la tripulación, el sorteo es lo que se registra en la historia de los desastres marítimos, pero, ¿quién ha oído hablar de realizar sorteos a medianoche, en un barco que se hunde, en medio de la oscuridad, la lluvia, el terror y la confusión? Hacer un sorteo cuando todos se van a pique pero hay que decidir quién se salvará; hacer un sorteo cuando lo que está en cuestión es si se puede salvar alguno, es un plan fácil de sugerir y más bien difícil de poner en práctica… Hay, no obstante, una condición extrema para la cual todos los tratadistas han prescrito la misma regla. Cuando el barco no corra peligro de hundimiento pero se hayan agotado todas las provisiones y sea necesario el sacrificio de una persona para acallar el hambre de los otros, la selección se hace por sorteo. Este método se considera el más honesto y, en cierta manera, como una apelación a Dios para la selección de la víctima… Sólo con este método o similar se ponen en pie de igualdad aquéllos que tienen los mismos derechos y de ninguna otra forma es posible precaverse contra la parcialidad y la opresión, la violencia y el conflicto… Cuando la selección se ha hecho por sorteo, la víctima se resigna a su destino o bien, si se resiste, puede hacerse uso de la fuerza para obligarla a someterse”.

Birkenhead
Pintura de Thomas Hemy del HMS Birkenhead

Es posible que el magistrado de Filadelfia esté en lo cierto, pero los casos de aplicación viciada de la Ley del Mar son tan numerosos que permiten dudar de su eficacia. Es estadísticamente imposible que en el sorteo de la muerte casi siempre salgan perdiendo, por este orden, negros, extranjeros, mujeres y grumetes (a menudo procedentes de hospicios), es decir, los más débiles. Pero ello no significa que una aplicación espuria de una norma descalifique a la propia norma.

Esos resultados viciados del “azar” encajan mejor con la difusión del principio darwiniano de la supervivencia de los más aptos. A partir de la publicación de ‘El Origen de las Especies’, en 1859, el principio se invocó frecuentemente y contó con muchos partidarios. También con detractores como ha sido, avant la lettre, el capitán de la fragata británica Birkenhead en cuyo hundimiento frente a las costas sudafricanas, en 1852, se sentó el principio “Las mujeres y los niños primero”; muchos soldados y marineros de la fragata se ahogaron o fueron devorados por los tiburones. Y asimismo, a posteriori, con los episodios de canibalismo de supervivencia tras el naufragio del Thekla en 1892: dos noruegos y un sueco sobrevivieron con el cuerpo de un holandés llamado Fritz, tras efectuar un sorteo justo; los periódicos de Oslo destacaron que, en este caso, el fuerte no mató al débil y resaltaron con orgullo. “Podemos concluir cuan libres están estas personas de, entre otras cosas, la teoría conocida en Inglaterra como “la lucha por la vida” según la cual el derecho del fuerte se erige en ley”.

No cabe duda de que son múltiples y muy interesantes las derivaciones jurídicas, éticas, literarias u otras de la Ley del Mar, especialmente la concepción del sorteo como elemento de selección justa que se contrapone a la Ley de la Jungla. Pero aquí nos interesa tan sólo ahondar en el designio que ha presidido los capítulos precedentes del presente estudio: constatar que la utilización del azar está universalizada desde milenios atrás, tanto para los fines más lúdicos como para los más dramáticos; como acabamos de ver, pocos dramas pueden ganar en intensidad al hecho de jugarse –en sentido estricto– la propia vida.

Hemos hecho asimismo una somera aproximación a la utilización del sorteo con fines políticos, diplomáticos, lúdicos y, por último, al sorteo como un derecho natural –también un deber– en circunstancias extremas de peligro para la supervivencia.

Llegados a este punto, parece lícito pensar que el sorteo es, posiblemente, una institución enraizada en la esencia humana, un componente genético de nuestra especie. Merecería la pena financiar una comprobación científica. De confirmarse, la conclusión inmediata obligaría a analizar con otra luz las corrientes ideológicas que se oponen, por principios religiosos o filosóficos, al empleo del azar como factor de determinación en las decisiones o las diversiones humanas.

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José Antonio Álvarez-Uría Rico

José Antonio Álvarez-Uría Rico

Nace en Pola de Siero, Asturias, el 31 de octubre de 1944.

Es licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo (1965) y diplomado en Estudios Internacionales por la Escuela Diplomática de España (1973).

Impartió clases de lengua española como profesor auxiliar en la Wallington Grammar School for Boys, Londres (1967-68).

Colaboró en la elaboración del informe para las Naciones Unidas sobre la descolonización del Sahara Occidental (1974). Es miembro del Instituto de Cultura de Sahara.

Trabajó como traductor autónomo para la Organización Sindical española, las editoriales Saltés, Júcar, Alhambra, el Ministerio de Educación y Ciencia, la Organización de Estados Americanos y la Organización Mundial del Comercio (O.M.C.) (1974-1998).

Trabajó en Ginebra como traductor oficial de la O.M.C. (1999)

Prestó servicios como técnico en los Ministerios de Trabajo, Asuntos Sociales y Economía y Hacienda (1979 a 2009).

Dirigió la revista Cibelae de la Corporación Iberoamericana de Loterías y Apuestas de Estado (2003 a 2009).

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