Las nueve musas

Hume contra el sentido común (I): no hay causa que valga

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Cuentan que el filósofo escocés David Hume (1711-1776), con ocasión de su celebrada estancia en París (1763-1768), donde fue recibido y agasajado por las principales figuras de la Ilustración local, estaba cenando con una decena de intelectuales franceses cuando la charla abordó el tema de la existencia de Dios.

Hume, que en Gran Bretaña tenía fama de descreído e inmoral, hizo arqueo de su memoria y, como resultado del mismo, consideró que nunca en su vida había conocido a un ateo.

Hume
Hume

Entonces, Helvetius le espetó: «Pues está usted cenando con diez», lo cual sin duda debió de provocarle una sorpresa, no sabemos si grata o enojosa.

Aunque el escocés tuviera reparos en admitir el carácter rebelde —más aún, revolucionario y destructivo— de las posiciones filosóficas que mantenía, e incluso de su propia actitud personal ante el conocimiento, su pensamiento no dejó de ser dinamitador, en tanto que hizo añicos las más elementales certidumbres que la epistemología había tomado prestadas del sentido común, el cual viene a ser la convención acumulada por la experiencia, a modo de aluviones que excreten las vivencias colectivas.

Como dice el refrán, se sabe cómo se empieza pero no cómo se acaba, y la aparente frivolidad de Hume a la hora de cuestionar el fundamento lógico del principio de causalidad —es decir, de la relación causa-efecto— fue el germen de una revolución negativista que puso en cuestión desde la propia entidad del yo hasta la existencia de Dios, pasando por la justificación iusnaturalista de la propiedad privada (y el propio derecho natural en su conjunto). De ahí que Hume pueda ser considerado como el destructor de la casa familiar en que se forjó su doctrina, nacida bajo el resguardo de un tejado a doble vertiente, las del empirismo y el liberalismo.

Aparte de filosofar, Hume tenía otras aficiones: comer y beber bien, y jugar al billar, distracción que le sirvió para ejemplificar su crítica al principio de causalidad. Recordemos que este se basa en tres condiciones: 1) la contigüidad en tiempo y lugar observable entre causa y efecto, 2) la prioridad temporal de la causa con respecto al efecto, y 3) la conjunción constante entre la causa y el efecto.

Vino a decir Hume que si sobre el tapiz de la mesa de billar tenemos dos bolas, llamémoslas A y B, cuando la segunda es impulsada por el taco y choca contra la primera, esta empieza a moverse. En ese momento, nuestro sentido común sostendrá que B, con su choque, ha puesto en movimiento a A. Por lo tanto, la velocidad de B causa el desplazamiento de A. Y según el dictamen del mismo sentido común: 1) antes del choque no hubo ningún movimiento en la bola A, y 2) A empezó a moverse inmediatamente después de ser embestida. Por lo tanto, cabe afirmar una continuidad evidente tanto en el tiempo como en el espacio.

Cada vez que veamos una bola de billar dirigiéndose hacia otra, nuestro sentido común nos sugerirá la misma inferencia: el choque entre ambas imprimirá movimiento a la que permanece en reposo. En palabras de Hume: «Esta es la inferencia de la causa al efecto; y de esta naturaleza son todos los razonamientos que hacemos en la conducción de la vida. En esto se funda toda creencia y de esto deriva toda la filosofía, con la única excepción de la geometría y de la aritmética» ‘Tratado sobre la naturaleza humana‘, 1731).

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Pero las apariencias engañan (también lo dice el sentido común y es cierto). Contra la aparente evidencia sensorial, Hume alegó que la idea de bola no conlleva entre sus atributos esenciales la necesidad de movimiento en caso de choque, así que nada existe en la pretendida causa que obligue a inferir su efecto: «Tal inferencia, si fuera posible, equivaldría a una demostración, en tanto que estaría fundada únicamente en la comparación de las ideas» (Tratado). Esa demostración tendría que realizarse mediante el método de la deducción, un procedimiento característico de los conceptos matemáticos y geométricos en los que no cabe posibilidad de negación, puesto que atañen a relaciones necesarias. Por ejemplo, el cuadrado de la longitud de la hipotenusa de un triángulo rectángulo siempre será igual a la suma de los cuadrados de los catetos: he ahí una relación necesaria. Pero ningún efecto fenoménico puede ser analizado como una necesidad lógica, aunque lo demos por supuesto. Estamos hablando aquí de una cuestión de hecho, no de proposiciones abstractas de la razón surgidas de las relaciones entre ideas.

La conclusión de Hume fue sencilla: la previsión de los efectos no tiene ningún soporte racional y solo se basa en la costumbre (custom). Más concretamente, en un lugar común: el curso de la naturaleza siempre será uniforme. Todos los argumentos probables están fundados en la suposición de que hay conformidad entre el futuro y el pasado, mas no por ello pueden probar tal suposición. Esta conformidad es una cuestión de hecho y, si debiera ser probada, no admitiría otra prueba que no fuese la extraída de la experiencia. Pero nuestra experiencia del pasado no puede probar nada para el futuro, si no es sobre la base de la suposición de que exista alguna semejanza entre pasado y futuro. Por eso se trata de un punto que no admite en absoluto prueba de ningún tipo, aunque nosotros lo damos por concedido sin prueba alguna.

En suma, Hume denunció que el principio de causalidad era una creencia psicológica, no un requisito lógico del conocimiento. Su origen está en la tendencia de la mente humana a tomar por incontestables las repeticiones captadas en el mundo que la rodea. Puede decirse que el individuo, a través de su credulidad, proyecta sobre el mundo su necesidad de saber… y nadie duda de que somos animales de costumbres y rutinas.

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Ignacio González Orozco

Ignacio González Orozco

Ignacio González Orozco (Madrid, 1963) reside desde hace cinco lustros en Barcelona.

Estudió Trabajo Social y Filosofía y ha fungido como editor de algunas de las más prestigiosas editoriales de libros de texto y obras enciclopédicas que son o han sido en el mundo de lengua castellana.

También se ha dedicado a la escritura de libros de divulgación y de viajes y se le deben el volumen de relatos Prefiero a Mae West (finalista en 2003 del premio de la Institución Cultural el Brocense, de Cáceres); la obra dramática La farsa de Gandesa, estrenada en octubre de 2014 y las novelas Los días de “Lenín” (Izana Editores, Madrid, 2013) Rapaces (Moixonia Edicions, Palma de Mallorca, 2014) y Orfeo se muda al infierno (Ediciones Hades, Castellón, 2018).

En la actualidad es miembro de la redacción de Revista Rambl@ (Barcelona) y articulista en Culturamas (Madrid), además de colaborador del diario Público (Madrid).

En 2015 recibió el Premio Internacional de Periodismo Pica d’Estats. Ganador del II Premio Las nueve musas de Relato Breve en 2018

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