Las nueve musas
Cándido ANSEDE. Miguel de Unamuno leyendo en su casa de la calle de Bordadores. Salamanca, 1925. (Archivo Ansede. Ayuntamiento de Salamanca. Filmoteca de Castilla y León).

Gigantes intelectuales

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Sin duda alguna, uno de los autores que más me impactaron desde la más tierna infancia, quizá por navegar un tanto atormentado en la duda existencialista inherente a la propia condición humana y del ser –contingente y consciente de su finitud vital- en el mundo, fue el celebérrimo y universal vasco salmanticense Miguel de Unamuno y Jugo, escritor y filósofo que cultivó una gran variedad de géneros y se comprometió en cuantas causas le parecieron nobles, en definitiva, un hombre íntegro el autor de Amor y Pedagogía; Niebla; San Manuel Bueno, mártir; En torno al casticismo; Vida de don Quijote y Sancho; Por tierras de Portugal y España; o sus obras más puramente filosóficas como Del sentimiento trágico de la vida y La agonía del cristianismo.

Quizá hoy sea más necesario que nunca recordar incluso sus palabras respecto de aquellos problemas que Ortega decía que solo se podían conllevar pero que, en estos días, han llegado a extremos grotescos y delirantes, rayanos en el paroxismo, a cuenta de la sedición (y secesión) o cuando menos el intento perpetrado en Cataluña. No sin razón dejó certeramente dicho el que fuera rector de la Universidad de Salamanca que el nacionalismo era la chifladura de exaltados echados a perder por indigestiones de mala historia[1]. Y es que ya denunció en su momento el haz de egoísmos aludiendo a la petulante vanidad de un pueblo que se cree oprimido evidenciando de manera lúcida el falseamiento de la historia que viene de tiempo atrás – y lo peor: inoculándose incluso mediante el más burdo adoctrinamiento- pues, al fin y al cabo, el nacionalismo es el hambre de poder templada por el autoengaño.

Aunque la faceta del Unamuno poeta es la menos valorada, también desarrolló su vena lírica e incluso, como curiosidad, cabría citar que, en Palencia, en el Monasterio de Santa Clara, más conocido como el monasterio de las Claras, existe un Cristo, una figura yacente de acusada expresividad aunque remozado no hace demasiado tiempo para restarle patetismo, al que la leyenda se ha encargado de apuntar que le crecían los cabellos y las uñas –una leyenda que, entre risas, siempre me contaba mi abuela materna, voraz lectora y escritora aficionada- y que dejó impactado al propio Unamuno, que le dedicó un poema en el que decía:

¡Oh Cristo pre-cristiano y post-cristiano.
Cristo todo materia,
Cristo árida carroña recostrada
con cuajarones de la sangre seca;
el cristo de mi pueblo es este Cristo:
carne y sangre hechos tierra, tierra, tierra!

Como apuntaba la catedrática palentina de Literatura Casilda Ordóñez –que dirigió una colección de Apuntes Palentinos maravillosa-, cuya hija Casilda Hervella Ordóñez, Caty, gran profesora, me dio clases de francés –gran docente igual que otros excelentes profesores como Félix Cortés Cañas, Montse Hernández Vázquez, Carlos Redondo Torre o Miguel Ángel Calleja de la Puente, este último el primero en introducirme en el magisterio alarquiano, y el anterior, magnífico profesor cuyas enseñanzas hoy me siguen sirviendo con mis alumnos-, Unamuno se resarciría en otros poemas como el dedicado al Cristo de Velázquez. El escritor Andrés Trapiello decía sobre Unamuno que había sido “el hombre más libre que ha existido en España” y la verdad es que se ganó la condición de intelectual en defensa de un compromiso cívico de convivencia –como ese proyecto sugestivo de vida en común al que aludiría posteriormente Julián Marías– frente a la barbarie o el terror que, eso sí, denunció con total independencia sin importarle que pudiera soliviantar a tirios y troyanos de su tiempo, en definitiva, un ser excepcional, que se dedicó a desentrañar las paradojas de la vida, de la muerte, de la existencia humana, de su país y de sus congéneres o a crear otras nuevas no dejando indiferente a nadie.

Muchos lo han considerado, con fundadas razones, como el guía espiritual de la Generación del 98, esa pléyade donde también destacaron el extraordinario Azorín, el muchas veces injustamente tratado (o directamente ocultado) Ramiro de Maeztu, el evocador Machado, el libérrimo Valle-Inclán o el anarcoide Baroja cuya desaliñada prosa –aunque no gustara a algunos de nuestros grandes escritores y articulistas, como el maestro Umbral– no estaba exenta de la genialidad inherente al autor. Prueba de ello es que el maestro Alarcos le dedicó su discurso de ingreso en la RAE con “Anatomía de La lucha por la vida”.

Sin embargo, por sorprendente que parezca, no suele citarse al padre de la Filología Española a pesar de que él mismo se consideró uno del 98. Me refiero al erudito (coruñés de temprana castellanización como un servidor) don Ramón Menéndez Pidal. Y es que, a pesar de que tiende a hablarse de páramo cultural en los años de posguerra, la realidad contradice, en ocasiones, el tópico. No ya por el renacer de la novela cuyos máximos exponentes podrían ser Miguel Delibes o Camilo José Cela o por la creatividad lírica de poesía, ya arraigada, ya dolientemente desarraigada que inauguró, en este último caso, en 1944 el gran Dámaso Alonso con Hijos de la ira antes de que llegara la poesía social o de la experiencia, sino también por la labor ejercida, a veces silenciosa pero enormemente fructífera, de personalidades como Menéndez Pidal por cuanto las empresas que acometieron en favor de la cultura son dignas de toda loa. Lo describió espléndidamente Jon Juaristi, así que me limitaré a transcribir sus certeras palabras de hace más de una década, pero expuestas con suma brillantez en ABC:

“La figura de Ramón Menéndez Pidal, que, sin demasiada exactitud, se definió él mismo en alguna ocasión como «uno del noventa y ocho», encabezó las iniciativas fundamentales de la cultura española durante casi tres cuartos del siglo XX, no solo en el ámbito de la lingüística, la historia literaria y la historiografía, sino también en el de la literatura de creación. Sin Menéndez Pidal no habríamos tenido un medievalismo digno de tal nombre, desconoceríamos o conoceríamos muy mal la historia de las lenguas peninsulares (no solo la del español); las obras de Américo Castro (su secuaz díscolo) y, en buena parte, la de Ortega habrían resultado gravemente mermadas y, desde luego, la Generación del veintisiete no habría dado sus extraordinarios frutos ni en la poesía ni en la crítica. No fue un nacionalista deprimido ni belicoso. No necesitó serlo: español y liberal de una pieza, hizo suya la ética del trabajo auspiciada por los institucionistas y no escogió mal sus modelos históricos (ante todo, Alfonso X, el rey Sabio, creador del primer laboratorio humanístico occidental, acorde con su proyecto de un Renacimiento en lengua vulgar que se adelantó en más de dos centurias a las versiones vernáculas europeas de la vuelta a los clásicos). Si su obra fue manipulada por un nacionalismo con vocación totalitaria, es asimismo innegable que constituyó una referencia primordial para la reconstrucción de una razón ilustrada, auténticamente nacional y democrática, durante los años del franquismo, más fecundos de lo que suele reconocerse gracias a esforzadas empresas individuales o familiares como la que don Ramón sostuvo a lo largo de tres décadas que permitieron restablecer la continuidad con lo mejor de la cultura española anterior a la guerra civil”[2].

Sirva de anécdota que Miguel Catalán, marido de Jimena y, por tanto, yerno de Ramón Menéndez Pidal, dio clases en el instituto Jorge Manrique de Palencia (donde también dio clases mi bisabuelo José del Corral y Herrero, en el caso de mi antepasado a principios de los años cuarenta del siglo pasado, tras estar en Reinosa). Pero quisiera centrarme en la reivindicación de semejante prohombre de la cultura hispánica pues estamos en un tiempo en que parece que hubiera que desechar todo cuanto venga de la tradición y quizá planteamientos más mesurados serían muy necesarios. Al fin y al cabo, ya decía Aristóteles que la virtud estaba en el punto medio y, por tanto, quienes, no sin arrogancia y exasperante altivez, pretenden arrumbar y acabar con todo presentándose como gurús del nuevo tiempo producen cierto desasosiego (cuando no desafección y total rechazo).

De hecho, uno de nuestros mejores lingüistas de la pasada centuria, D. Emilio Alarcos Llorach, bebió precisamente del magisterio de Menéndez Pidal bajo cuyos auspicios crecieron generaciones adscritas a su escuela filológica, lo cual, por supuesto, no es óbice para poder conjugarlo con otras teorías incardinándolo en nuestra mejor tradición gramatical como hizo de forma magistral precisamente el maestro Alarcos, introductor de las corrientes vanguardistas de la lingüística europea, como el estructuralismo y el funcionalismo hasta el punto de ser el más típico representante de esta lingüística moderna pero que no rehusaba todo cuanto de bueno pudiera rescatarse del mester filológico de nuestros grandes maestros, desde Nebrija a Menéndez Pidal pasando por Correas. Y así lo apuntó, con sumo acierto, el brillante lingüista rumano Eugenio Coseriu en su laudatio de homenaje a Alarcos Llorach[3], de muy recomendable lectura. Por eso creemos humildemente que la sabia combinación de sugerentes perspectivas metodológicas con la base que ha supuesto durante años el estudio tradicional de la gramática es mucho más fructífera que aquellos que pregonan y proponen revoluciones rupturistas de imprevisibles –pero a buen seguro devastadoras- consecuencias. No se trata de anclarse en posiciones inmovilistas, sino de saber conjugar sin dogmatismo y con criterio ecléctico todo cuanto de bueno pueda extraerse de uno u otro lado tal y como han hecho siempre los gigantes intelectuales cuyo carácter humilde, muchas veces, ha supuesto que su admirable erudición quedara inserta en la intrahistoria unamuniana.

Ocurre, sin querer establecer analogías perfectas, como en el ámbito sociopolítico, donde postulados conservadores bien pudieran ser acogidos desde otras corrientes, caso de Michael Oakeshott, para quien ser conservador consiste (…) en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica, pues distinguió muy bien entre ‘política de la fe’, que se basa en la creencia en la bondad natural de los seres humanos y en la búsqueda de la verdad, y ‘política del escepticismo’, es decir, conservadora, cuyo fundamento se hallaría en ‘un común esfuerzo para comprender los diversos puntos de vista y buscar un modus vivendi’[4], pero que podría entroncar perfectamente con el liberalismo político (y el empirismo) de John Locke o el barón de Montesquieu e incluso con posturas progresistas, que no seudoprogres. Y es que, generalmente, el reformismo inteligente suele tener mejores efectos que el rupturismo revolucionario, siempre desoladoramente traumático, prueba de ello fue lo beneficioso que resultó la centralidad de los que alentaron reformas tranquilas y contemporizadoras, no por ello menos profundas o relevantes, pero sensatas, como pudo darse –aun con sus errores- en tiempos de Adolfo Suárez, en este caso no un gigante intelectual, y probablemente con escasa entidad cultural, pero con el admirable coraje y la extraordinaria gallardía de saber conjugar los elementos necesarios para obtener los resultados deseados, aunque luego fueran desvirtuados por otros en muchos casos, amén de muy denostado en su momento el magnífico hombre de Cebreros y solo mucho después reconocido –y en gran parte por conveniencia- y, por tanto, como hombre bueno que fue –en el sentido más machadiano del término bueno- sería el político más solitario de la democracia, con quien, curiosamente, simpatizó mi madre, Ana I. del Corral Romero, en su juventud. La paradoja del centro suele ser la encrucijada en que se hallan quienes, si tienen visiones progresistas en temas sociales, son vistos cuando menos con desconfianza desde la derecha, y, por otro lado, son demonizados por la izquierda sectaria que los tiene por burgueses nada revolucionarios que, al no comulgar con sus dogmas, son un objeto al que abatir sin contemplaciones.

También se da cierta polarización en Educación, aunque de forma, obviamente, distinta. Así, hay quienes propugnan el constructivismo, y si bien hay aspectos positivos en las ideas y trabajos de Piaget, llevado al extremo, puede resultar nefasto. Sin embargo, las críticas que pueden hacérsele pierden consistencia cuando se va al otro extremo, como pudiera ser el caso, en ocasiones, de la sueca Inger Enkvist. Por supuesto que es trascendental fomentar el sentido crítico de los alumnos y que estos sean capaces de ir descubriendo ciertos conceptos y realidades… bienvenidos sean los maestros en mayéutica socrática que invitan a pensar y a reflexionar, pero, evidentemente, se necesitan unas pautas, unas enseñanzas previas, unos criterios, unos docentes que sirvan de correa transmisora de eso, a veces tan denostado, que es la adquisición de conocimientos pues, salvo que admitamos pueriles ingenuidades quiméricas, los alumnos por sí solos, al menos en sus etapas primeras y medias, no van a llegar a obtener conocimientos que al ser humano le ha costado cientos de años descubrir, comprender y asimilar, lo que no está reñido para que luego uno pueda seguir recorriendo el sendero, bienvenido sea también el carácter autodidacto e independiente, autodidactismo que defenderemos a ultranza.

Don Ramón Menéndez Pidal, padre de la Filología Española.El constructivismo, en tanto en cuanto incentiva la participación del alumno, es positivo, pero eso ya se hacía, al menos con buenos maestros, en la enseñanza tradicional –por lo menos la que permitiría la retroalimentación-, sin embargo, fiar todo a supuestos conocimientos ya adquiridos -si estos no se transmiten antes- como si hubiera una especie de innatismo o aprendizaje por ciencia infusa resulta tan absurdo como estéril –eso no quita para que cada uno pueda tener más o menos desarrollada tal o cual destreza o capacidad-; la pauta y guía del que posee los conocimientos se erige en figura esencial, aunque a la vez haya de ser sin dogmatismo alguno y con mentalidad abierta y desprejuiciada. En consecuencia, sin reclamar ningún autoritarismo anacrónico de tiempos pretéritos, hay elementos de nuestra larga tradición educativa totalmente válidos que, modernamente, son puestos en cuestión de forma insensata y disparatada, con cierto esnobismo, constituyendo esa vacuidad ramplona propia de la sociedad gaseosa[5] –que llega a vincularse a cuestiones emotivas o a seudociencias new age– que tan bien denuncia el profesor Alberto Royo[6], entre otros, en la medida en que es una crítica razonada a esa (seudo)pedagogía que desprecia el conocimiento y la cultura y apuesta, como dice este autor, por la felicidad ignorante y la empleabilidad de ocasión.

Muchos habrán de coincidir al menos en que es certero en la crítica a esa despersonificadora y uniformante búsqueda de la rentabilidad (efímera) y al desprecio de  la tradición, con una obsesión innovadora que se vuelve perniciosa cuando ve la innovación como un fin en sí mismo y no como un medio, fomentando el consumismo sin criterio –o peor aún, teledirigido- y contribuyendo a una especie de educación placebo que supone el arrinconamiento de las humanidades mientras crece el apego por el escaso rigor de la seudociencia o la autoayuda que poco tiene de ayuda en cuanto a la adquisición de conocimientos y cultura por parte de los jóvenes, quienes, muchas veces, pese a lo que algunos pretenden hacer creer, desean con más ganas de lo que pueda parecer aprender lo que desconocen –aunque cada uno tenga sus gustos, preferencias, aficiones, destrezas, habilidades, etc.- que en ser entretenidos con palabrería vacua e inconsistente que solo conduce en tristísima deflación exangüe a la nada más absoluta.

Claro está que esto no debe malinterpretarse, nadie cree que los docentes hayan de estar elevados sobre tarimas ni nadie añora una vuelta a la lúgubre disciplina castrense en las aulas, pero es que, desde el otro extremo, se oyen voces (temerariamente irreflexivas) propugnando ocurrencias peregrinas como la supresión de deberes que, según parece, pudieran causar traumas. Evidentemente, lo equivocado –y mucho- es saturar a los alumnos con cargas excesivas, pero ellos mismos son quienes muchas veces desean practicar con ejercicios los conocimientos adquiridos. Otro tanto sucede con los exámenes, que algunos ven como antigualla inservible de forma tan ilógica como inaudita. Es cierto que no han de ser ni mucho menos el único método, sino uno más en el desarrollo de un proceso evaluador y por supuesto no han de presentarse como algo competitivo. Tratar la educación –salvo en el deporte- como una competición es un grave error, conviene educar más en la solidaridad que en la competición. Suele ser más formativo –y edificante- enseñar a compartir, pongamos por caso una tarta, entre dos que alentarles a una carrera con objeto de que solo uno de ellos –el que gane- se lleve el pastel pues, de lo contrario, estaríamos alentando el peligroso darwinismo social. Por consiguiente, nadie ha de pensar en pruebas examinadoras o controles como una competición, sino como la saludable práctica que permite conocer los avances de una persona en una determinada materia; y quienes damos o hemos dado clases sabemos bien que, en muchas ocasiones, son los alumnos quienes muestran una indisimulada satisfacción ante unos buenos resultados en esas pruebas que les permite comprobar sus progresos en la comprensión de su desarrollo formativo o incidir sobre aquello que les genera mayores dificultades.

Miguel de Unamuno y Jugo Por lo tanto, querer arrumbar todo lo precedente por el mero hecho de que se haya venido realizando durante largo tiempo no parece de recibo. Y esto no se traduce en una crítica a la innovación. Muchos docentes empleamos las herramientas que nos ofrecen las nuevas tecnologías y que pueden ser instrumentos útiles –y eficaces- siempre que no se vean como un fin en sí mismo. Claro que es interesante que un alumno pueda desarrollar una presentación con un programa de ordenador, pero si prestamos más atención a las trivialidades de la forma de un powerpoint que al fondo, al contenido, estaremos desvirtuando el objetivo último de una educación humanística y cultural, que no olvida tampoco eso que se llama educación en valores –aunque esto es más cuestión de predicar con el ejemplo que de etéreos discursos inanes por bienintencionados que parezcan-.

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Por eso resultan tan gratificantes las reivindicaciones de la labor docente –y la crítica a la ignorancia, más aún si se da entre docentes- que, a veces, se realizan, como la de mi paisano Javier Jurado, de la que me hice eco en un alegato en favor de la educación y la cultura en el blog de mi sitio web. Y es que, como allí dejé dicho, es muy importante promover el sentido crítico, pero ello no ha de ser óbice para valorar otras habilidades -que tradicionalmente se han venido practicando- ni ha de suponer desterrar injustamente la capacidad memorística o las destrezas nemotécnicas, siempre que se combine y se conjugue con un buen desarrollo de la capacidad de análisis y razonamiento. Ahora que está tan en boga una seudopedagogía absurda con afán de eliminar los deberes o suprimir los exámenes como si fueran reminiscencias tradicionalistas, conviene reivindicar la importancia capital de prácticas saludables y fructíferas que contribuyen al buen desarrollo intelectual de los jóvenes y que, muchas veces, estos disfrutan al comprobar la comprensión en la adquisición de conocimientos de la materia que sea, con independencia de que puedan tener unos gustos u otros, algo totalmente lógico y comprensible, de ahí también la necesaria flexibilidad, alejada de todo dogmatismo cerril.

Aquí convendría traer de nuevo a colación al anteriormente citado Michael Oakeshott[7], para quien los seres humanos somos herederos de una tradición que debemos aprender a interpretar para hacerla nuestra en esos espacios de aprendizaje que son el mundo, en tanto que conjunto de significados, y, especialmente, la familia –cualesquiera que sean las formas que esta adopte-, la escuela y la universidad. El aprendizaje liberal no significa, como algunos han malinterpretado, «modificación del comportamiento», o la educación sobre las drogas, la sexualidad o los estudios sobre la paz –que, apunto yo, son perfectamente asumibles de modo transversal en otras materias, pero que no pueden arrumbarlas o sustituirlas como algunos pretenden-, ni la enseñanza de un conjunto de técnicas, sino una conversación –entiéndase como sinónimo de clase– en la que alguien –maestro, profesor– es el agente de un flujo de conocimiento, no el emisor de una verdad –dogmática- ni uno de esos moralistas que se apropian de la enseñanza para orientarla hacia intereses espurios. Aprender es la adquisición de algo que se puede usar –incluso aunque solo fuera para la propia reflexión- porque se comprende, y la tarea del maestro, señala Oakeshott en el artículo «El aprendizaje y la enseñanza» (1965), es instruir o, dicho de otro modo, establecer el orden en que transmitirá la información y hacer que el alumno trabaje para que aprenda a reconocer lo adquirido.

Por supuesto, hay contenidos o asignaturas que dotan de la información necesaria sobre los distintos modos en que los seres humanos han intentado comprenderse a sí mismos: ciencias naturales, literatura, filosofía, jurisprudencia, antropología, lenguas (filología, lingüística), sobre todo lenguas –empezando, claro está, por la materna-, puesto que ofrecen la posibilidad de contar con la sintaxis y el vocabulario necesarios para pensar. Y educación política, ¡no se asuste el lector!, que no tiene nada que ver con el adoctrinamiento ni la ideología política, sino con el conocimiento de las formas de organización de las que nos hemos nutrido los seres humanos. Quizás para llegar al muy saludable escepticismo sobre el poder político. En cualquier caso, siempre será necesaria –y nunca lo suficientemente potenciada- la reivindicación de la enseñanza, incluyendo los aspectos humanísticos y científicos de disciplinas contra las que algunos arremeten inmisericordemente (morfología, sintaxis, comentario de textos…) a pesar de suponer un saludable ejercicio intelectual, especialmente en esas edades en que el alumno adquiere la capacidad de discernir jerarquías, relaciones, funciones y desarrolla su poder analítico de reflexión que tan positivo le será siempre.

José Luis Villar PalasíEn este sentido es terrible volver a escuchar y leer nuevas propuestas para la reforma de la Educación como si, desde la LGE de 1970 de Villar Palasí, no hubiera habido ya bastantes cambios (LOGSE, LOCE, LOE, LOMCE…) experimentando constantemente con algo tan sensible como si los alumnos fueran auténticos cobayas humanos. Y otro tanto sucedió en el ámbito universitario merced a los procesos bolónicos –quizá la única propuesta atinada fue la posibilidad de los Grados de tres años, de 180 ECTS, lo que revela la precipitación que hubo en su momento-. Convendría que los políticos dejaran de una vez la educación en paz. Y menos mal que, al menos en lugares como Castilla y León, las pruebas selectivas como la EBAU apenas sufrieron cambios significativos respecto de las que venían realizando. Y todavía es peor –para echarse a temblar- cuando algunos iluminados hablan de cambiar totalmente la estructura del sistema educativo –lo que no quiere decir que no sea susceptible de mejoras-. Para empezar, querer extender la obligatoriedad hasta los 18 años parece cuando menos poco prudente. Quien quiere –y puede- ya cursa esos estudios postobligatorios, forzar a una permanencia obligada pudiera tener consecuencias poco satisfactorias y además parece más una forma de maquillar el elevado número de desempleados pues, con dicha obligatoriedad o extensión de los 16 a los 18 años, las personas comprendidas en esa franja que estuvieran inscritos como demandantes de empleo dejarían de estarlo reduciendo así las listas del paro. Y aún más sangrante resulta que esos mismos iluminados con pretensiones de cambiar nuevamente el sistema educativo hablen de hacerlo para adaptarlo a las necesidades del mercado laboral. ¿Qué quiere decir exactamente eso? ¡Que hablen claro! ¿Acaso que ya desde la enseñanza media habría que instruir en las destrezas para ser camarero, encofrador, teleoperador o mozo de almacén –basta echar un vistazo a cualquier portal de empleo para comprobar que son las ofertas laborales más frecuentes- eliminando la literatura, la gramática, la poesía, la filosofía, la historia… porque esos conocimientos no son precisamente los más solicitados por el mercado laboral? ¿Habremos así de cargarnos ese mínimo de cultura general exigible a esas edades que parece no tener cabida en el mundo de estos gurús de la postmodernidad? Produce escalofríos solo pensarlo (sería un delito de lesa humanidad).

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Por último, existe un interesante trabajo sobre la aplicación de las novedades en Lingüística, desde una perspectiva funcionalista, en la enseñanza media, de Pablo García González[8]. Su propuesta de mostrar una alternativa frente a conceptos obsoletos o superados por la ciencia (lingüística) es muy loable, y, a pesar de la secular resistencia al cambio, puede resultar beneficioso introducir algunos avances, por ejemplo, en sintaxis, pero un cambio abrupto y revolucionario de su enseñanza, amén de contribuir a una mayor confusión, podría resultar contraproducente, de ahí que quizá sea bueno no desterrar todo el legado de la gramática tradicional en que cimentó sus bases la filología, aunque luego, eso sí, se vaya explicando y aclarando, con el consecuente razonamiento, por qué, a la luz de los nuevos avances en nuestra disciplina científica, resultan más acertados esos nuevos planteamientos. Introducir esas píldoras contribuirá a una sana reflexión siempre que se haga con escéptica cautela para evitar generar mayor confusión y, desde luego, sin arrumbar todo lo anterior, aparte de que, en ocasiones, las divergencias entre diferentes corrientes –dentro incluso de una misma perspectiva metodológica, como el funcionalismo- son notorias. No en vano dejó expuesto en el prólogo de su fantástica Gramática del 94 Emilio Alarcos que si la sabiduría popular asegura que “cada maestrillo tiene su librillo”, en ningún dominio del conocimiento se revela ese adagio con más eficacia que en el de la gramática. No cabe mínimo acuerdo teórico entre gramáticos, y por algo fueron equiparados con los fariseos hace dos mil años[9].

Es cierto que se sigue hablando del sujeto y el predicado como constituyentes inmediatos de la oración –al mismo nivel- cuando debiera enseñarse la función de sujeto como subordinada al verbo (núcleo verbal) de la oración (sintagma verbal) –al mismo nivel que el complemento directo, etc.-, y es verdad que algunas definiciones prototípicas son defectuosas o manifiestamente mejorables, pero, probablemente, convenga exponerlas y explicar la razón de su poca conveniencia y, en su caso, su sustitución por las más adecuadas, etc. También es verdad que algunos autores consideran la yuxtaposición un tipo de coordinación (parataxis), pero aquí no existe el mismo grado de acuerdo entre gramáticos. Asimismo, en los cursos superiores (bachillerato) pueden empezar a introducirse aspectos relativamente novedosos como los relacionados con la periferia oracional. Y quizá hablar del fenómeno de la transposición, que simplifica bastante la teoría, pero sin necesidad de desterrar todo lo anterior. Es cierto que una mal llamada proposición subordinada adverbial impropia como para que le vieras en Vino para que le vieras es, en realidad, una oración (le vieras) transpuesta a sintagma nominal por el transpositor que, todo ello con función de término (sintagma nominal: que le vieras) y que precedido de la preposición para desempeña la función de complemento circunstancial de finalidad (para que le vieras à para eso). Quizá se puedan ir introduciendo poco a poco estas sugerentes visiones, pero aniquilar toda una tradición de forma abrupta sería, posiblemente, una temeridad, de ahí que podamos de nuevo rescatar la máxima del filósofo estagirita de que la virtud se encuentra en el término medio. No obstante, este autor se muestra realista afirmando que es improbable una revolución en la enseñanza de gramática, un servidor cree que modificar algunos planteamientos enseñando sus razones puede ser positivo e incluso necesario -¡soy yo uno de los principales difusores de los avances del funcionalismo lingüístico y el primero en intentar introducirlos, incluso en la enseñanza media!-, pero desterrar todo legado anterior quizá acabara en catástrofe de imprevisibles consecuencias.

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Por ello, bienvenida sea la introducción de algunos avances, pero no una revolución caótica –donde además cada perspectiva metodológica y, dentro de esta, cada corriente podría adoptar caminos muy dispares- disfrazada de innovación. Es verdad, como remarca al final el autor, que aspectos de la gramática tradicional han quedado anticuados y algunos de sus preceptos han sido refutados, pero otros, sin embargo, siguen siendo motivo de discusión y, además, como reconoce García González, esa gramática tradicional ha servido de base para desarrollar las teorías actuales y no debe ser desacreditada. Creemos que este último aserto ha de ser tenido en cuenta y que, frente a la posible propensión en esta época de posmodernidad caótica a transformaciones generadoras de confusión y de resultados posiblemente adversos, contraproducentes o desfavorables, hay que avanzar con prudente cautela y, a ser posible, como hizo el maestro Alarcos, sabiendo conjugar lo mejor de la tradición gramatical –sin desacreditarla de forma grotesca, los hay incluso que lo hacen simplemente por intentar epatar con afán de notoriedad o por seguir las modas imperantes de cada momento- con todos aquellos avances que pueden irse introduciendo con su correspondiente razonamiento, que, por supuesto, consideramos también beneficiosos, máxime desde nuestra perspectiva metodológica estructural-funcionalista pero sabiendo también de la importancia trascendental de la tradición gramatical en la medida en que, como reconoce el propio autor, ha sido base insoslayable para estas nuevas –y, a menudo, brillantes- teorías, especialmente las nacidas bajo el magisterio estructuralista y funcionalista deudor del campo abierto y explorado en su momento por el maestro Alarcos Llorach. Así que conjuguemos gramática tradicional y lingüística moderna (estructural-funcionalista), con el rigor debido y con cautela, sirviéndonos del magnífico legado de esos gigantes intelectuales a quienes tanto debemos, desde Menéndez Pidal hasta Salvador Gutiérrez Ordóñez pasando por Alarcos.

Volviendo a Menéndez Pidal, hay que recordar máximas suyas como aquellas que decían que «Los hechos de la Historia no se repiten, pero el hombre que realiza la Historia es siempre el mismo» revelando lo imprevisible de los hechos en el decurso de la historia o lo fortuito de algunos sucesos frente a la condición humana relativamente inalterable –con muchos matices, claro- o que «España es tierra de precursores, que se anticipan para luego quedar olvidados cuando su innovación surge después en otro país más robustamente preparada, mejor recibida y continuada», esta última cita no parece sino un claro reflejo del talento que muchas veces ha nacido de nuestras entrañas y que a veces no ha sido lo suficientemente valorado diluyéndose en esa intrahistoria tan importante de que hablaba Unamuno, y por ello es trascendental que quienes logramos atisbar o reconocer el talento o la genialidad en nuestros congéneres no solo nos admiremos de ello y disfrutemos de lo que supone, sino que además contribuyamos a difundirlo dando testimonio de ese genio, de ese arte o destreza con que gozamos elevando así el gusto por los diferentes ámbitos del arte y la cultura que en muchos casos son pasión inherente a personas dedicadas en cuerpo y alma a ello o, por otro lado, ser estímulo y acicate educando en ese gusto por la cultura tan necesario y que, últimamente, se cuestiona como si de una reminiscencia de otro tiempo se tratara cuando la transmisión de conocimientos para la adquisición de formación, con la lógica flexibilidad, es una de las más bellas y nobles tareas que debiera seguir ejerciéndose, eso sí, con la vocación inherente a la condición docente y, sobre todo, al deseo de elevar el nivel cultural y educativo de las nuevas generaciones.

Serán o no gigantes intelectuales el día de mañana los jóvenes de hoy, pero, al menos, habremos contribuido a alentar sus inquietudes colaborando en su formación con la transmisión de conocimientos de tal suerte que sepan apreciar la inmensa riqueza en que se basa y hunde sus raíces el increíble acervo cultural y humanístico del hombre y precisamente lo habremos hecho –y lo hacemos- a través del instrumento esencial tanto de pensamiento como de comunicación que es el idioma, o sea, el sistema en que se concreta nuestra fascinante capacidad del lenguaje que nos hace tanto Homo sapiens como Homo loquens y permite, desde tiempos inmemoriales, la gratificante labor de la enseñanza que no debiera ser objeto de ocurrencias delirantes o variopintos experimentos –de que tanto gustan muchos irresponsables, empezando por los políticos (aunque no sean los únicos)- al tratarse de uno de los pilares fundamentales de la sociedad y del individuo.


[1] Citado en Capmany Sans, Dani; González Yuste, J, Luis; Marín Lecina, David. Tierra de nadie: para una educación y una sociedad internacionalista. Editorial Visión Libros ISBN 978-84-9983-587-7. p. 39

[2] Artículo de Jon Juaristi en ABC, 5 de junio de 2005.

[3] COSERIU, Eugenio (Universidad de Tübingen). “Alarcos y la lingüística europea” en Homenaje a Emilio Alarcos Llorach, separata, editorial Gredos. Universidad de Oviedo.

[4] (en inglés) Fuller, T. (1991) «The Work of Michael Oakeshott», Political Theory, Vol. 19 No. 3

[5] ROYO, Alberto. La sociedad gaseosa, editorial Plataforma, 2017.

[6] ROYO, Alberto. Contra la nueva educación, editorial Plataforma, 2016.

[7] Oakeshott, Michael. La voz del aprendizaje liberal, editorial katz-editores en coedición con Liberty Fund, traducción Ana Bello, 2009.

[8] García González, Pablo. “El funcionalismo sintáctico. Una alternativa a la gramática tradicional en sintaxis” (TFG). Universidad de León, 2016.

[9] Alarcos Llorach, Emilio (1994) Gramática de la lengua española «Prólogo» ed. Espasa Calpe.


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