Las nueve musas
 piedra

Envejece la piedra…

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EN MEMORIA DE ALBERTO NIGRO

Como me sucede con otras personas a quienes frecuento desde hace muchos años, con Alberto Nigro me parece conocerlo desde siempre.

Este desde siempre, para ser un poco más preciso, se ubica a mediados de los setenta en los tiempos de eclosión y auge de la llamada prensa alternativa o subterránea, fenómeno que, paradójicamente, alcanzó casi todo el país -podría decir que en cada ciudad o pueblo había un editor o colaborador- y, sin embargo, fue hasta no hace mucho un asunto desconocido o ignorado por los estudiosos. En estos días de comunicaciones veloces y hasta instantáneas, hasta a quienes vivimos en aquellos años, la interrelación entre las personas que se logró parece cosa de magia. Desde Jujuy hasta Tierra del Fuego, con sus alcances y limitaciones, la comunicación —a través del correo postal, la vía telefónica, cuando había teléfono de por medio, la distribución mano en mano en recitales de rock y encuentros— fue de una riqueza extraordinaria. Por entonces yo vivía en Pergamino, así que nos reuníamos en lugares prefijados de Buenos Aires y el conurbano que, pese a las limitaciones para dar aviso y fijar horarios, jamás fallaron. Puntualmente, a determinada hora, en la vieja terminal de ómnibus de Once, en la confitería de la estación Retiro del ferrocarril Mitre, en el Centro Estudio de San Miguel —lugar donde vivo actualmente, cosa que por entonces ni sospechaba—, una nutrida cantidad de amigos interesados en la literatura, la música, le ecología y otras cuestiones nos juntábamos para intercambiar opiniones, contar proyectos y proponer publicaciones. Éramos muy jóvenes, poco más o menos de veinte años. En esos encuentros conocí a Alberto, tal vez – ¿por qué ese tal vez que, me parece, está de más? – una de las personas más afectuosas, transparentes y generosas que traté en mi vida. Fue en Retiro donde me obsequió su libro de poemas y en ese libro un brevísimo poema que, desde entonces, llevo en mi mente: Girasoles, solo girasoles. Desde entonces y hasta hoy, porque para mí Alberto sigue vivo, todavía más vivo que nunca, lo siento próximo, lo más cerca posible. Recuerdo las dos últimas veces que nos vimos: en San Miguel, una tarde de llovizna, café mediante, conversamos durante dos horas, tal vez más, de esto y aquello sin dejar de rememorar aquellos años de artistas cachorros; en una galería de arte de Buenos Aires, con motivo de la presentación de un libro mío. Hay una foto en la que se nos ve juntos. La noticia de la muerte de Alberto me tomó por sorpresa y, durante horas, me negué a aceptarla. Porque, me decía y me sigo diciendo, las personas como Alberto, con la calidad humana de Alberto, no merecen morir. Luego, más allá de lo biológico, de lo físico, fui reuniendo en mí los recuerdos, las largas conversaciones en Buenos Aires, en San Miguel y en Pergamino, su voz leyendo poemas, su risa, hasta que sentí, finalmente, que de algún modo, lo dije antes, la muerte, la suya, había sido derrotada. No se trata de mero consuelo, se trata de otra cosa, más poderosa, a la que no logro darle un nombre, y que pertenece al mundo del misterio, propiedad exclusiva de aquello que nos juntó y pervive: la poesía.

Envejece la piedra...

 

 

Envejece la piedra…

 

A Alberto Nigro

 

Envejece la piedra, cubierta
de musgo y solitaria; el tiempo se curva
y ocupa todo el cielo, de horizonte a horizonte;
debajo, el suelo que generaciones de mínimas criaturas,
al depositar sus heces, tornaron negro.
Aflojada la cuerda, la música se vuelve casi inaudible;
con la llovizna caen rostro y nombre
y quien acude o llama se encuentra
con un desnudo que cree leer
mientras sostiene ante sus ojos un papel en blanco.
Delgado tronco que la evidencia tuerce
hasta tocar la tierra: a la idea la sostiene desde atrás
un grosero metal que no aparece en la fotografía.

Carlos Barbarito

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