Caminaba sin rumbo buscando algo.
No era suficiente el cielo claro, más azul que el gris porteño.
Los pasos me fueron llevando hasta la estación de siempre. Aquellas vías donde ya no pasan trenes, los vagones recuperados del tiempo, todavía vivos. Ellos han recorrido paisajes lejanos llevando correspondencia, y hubo también alguno que los tomó por hogar. Ahora cuentan su historia a través de los artesanos. El que repara instrumentos, el que encuaderna libros.
De pronto me vi envuelto en un cuaderno de cuero de nonato, o atrapado entre las tapas de una colección de fascículos cosida en telar. Y lo vi contándome su vida a través de esas arrugas de piel fina que le daban textura a su pálido rostro. Con sus ojos negros y brillantes y esa barba blanca que lo iluminaba.
Estaba allí, contándome su vida con su imagen. Y yo escuchándolo, sin mi cámara de fotos.
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