Las nueve musas
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El ocaso de la gratitud

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En ciertos períodos de la historia, en los que el hastío es un rasgo predominante del carácter de la época, ciertas preguntas existenciales se abren paso entre otras, y no parece sino que el signo de los tiempos las marca en el alma humana, a la manera de la marcación de ganado en la yerra.

Esa tendencia suele producirse debido a ciertas rupturas con el pensamiento y la tradición de la época precedente, sobre todo en aquellas rupturas que son meramente destructivas y que no ofrecen reemplazos de garantía moral.

Estados prolongados de incerteza, de confusión, en que la brújula ética de la humanidad nos muestra una aguja desconcertada. Esas preguntas existenciales no sólo pasan a ser moneda corriente en las principales doctrinas filosóficas, esto es, en la filosofía profesional, sino que también se incorporan a lo que podríamos llamar filosofía de andar por casa.

La crisis existencial de una época, como toda crisis, ya sea económica, política, o moral, requiere ante todo de las preguntas acertadas, porque sin ellas las respuestas acertadas pueden serlo sólo respecto a un enfoque errado, y con ello es muy probable ahondar la crisis. Pero, a diferencia de las épocas de relativa estabilidad, donde dentro de las tribulaciones inherentes a cualquier tiempo, no se produce una ruptura drástica antes de pensar en la recolocación existencial del ser humano, en los períodos de hastío las preguntas, antes que presentar un ejemplo de refinamiento, de evolución intelectual, no parecen sino que retrotraen a la especie humana a la infancia de la civilización.

La pregunta que ha cobrado relieve en nuestra época de hastío, donde como dije anteriormente se ha abandonado algo sin reemplazos de garantía, y lo que es más curioso, sin más prueba de su inconveniencia o falsedad que la acción incesante de una duda ciega y no escéptica, es ésta: «¿Por qué existo, si no di mi consentimiento?». Esta pregunta, claro está, es una paráfrasis, pero su significado o intención es la misma en las distintas variaciones o versiones. Ante todo, en todas ellas la pregunta es una pregunta retórica, cuya intención no es obtener una respuesta que sobreentiende imposible, sino remarcar precisamente su pretendida incontestabilidad. La equivalencia de la pregunta, en el plano de las afirmaciones, vendría a ser ésta: «es injusto que yo exista, yo no quisiera haber existido».

Antes de pasar a otras consideraciones, cabe advertir que su aparente incontestabilidad o, en el caso de la afirmación, su aparente validez, se funda en la confusión entre la propia afirmación y la inevitabilidad de la existencia; es decir, creemos que puesto que ya es inevitable que hayamos existido, y es imposible invertir el hecho, el reproche no puede ser rebatido por no poder ser restituido. Pero que el hecho sea irreversible no significa que sea incontestable, ni que la afirmación adquiera legitimidad más que como un desahogo ocasional.

Hay dos maneras de responder (aunque en realidad no quiera respuesta el que la formula) a esa pregunta. La primera es planteando si esa respuesta tiene sentido, y la segunda es respondiéndola aún pasando por alto su falta de sentido. En la primera respuesta debemos establecer si existir puede llegar a ser una injusticia, y para ello, para hablar de justicia, invito al lector a imaginar en un tribunal Divino al demandante existencial. Sólo podríamos llegar a entender la pregunta si ésta fuera una pregunta no retórica, y si así fuera, sólo podríamos entender que el reproche se dirija a Dios. Si el demandante acusa de una injusticia, tiene que haber un acusado, y si éste no existe, el demandante deberá tomar en cuenta la posibilidad de que está completamente loco; así lo estaría también si el acusado fuera algo como la Naturaleza o el Universo, es decir, cosas sin responsabilidad alguna de sus actos. Desde este aspecto, queda claro que el completo ateo no se hace una pregunta, sino una lamentación.

Bien, el demandante expone su demanda, declara que su existencia sin consentimiento es una injusticia. El Juez-Acusado sonríe con indulgencia y pasa por alto la contradicción de que exija su consentimiento, cuando el acto mismo implica voluntad, sensación, existencia. «Bien —dice el Juez-Acusado tras una rápida deliberación—, supongo que la retribución que exiges será dejar de existir. Concedido. Con una sola condición: cuando no existas hazme saber si me das tu consentimiento, no sin antes comentarme si desde el punto de vista del no existente es una injusticia no existir».

gratitudNo nos detendremos más en esta escena imaginaria. No nos hace falta porque queda claro que exigir nuestro consentimiento antes de haber existido es ridículo, así como no darse cuenta de que ese acto de valoración negativa sobre la existencia no sólo corrobora la existencia sino su justicia.

Desde la existencia somos capaces de dar una valoración positiva o negativa sobre ésta, y eso, aunque en diferente grado según la valoración, es ya positivo y es un acto de justicia. En cambio, es obvio que desde la inexistencia es imposible cualquier valoración sobre la misma o sobre la existencia, y esa imposibilidad es de por sí una injusticia. Donde el hombre se confunde al respecto, es al imaginar que la falta de valoración negativa desde la inexistencia es una prueba de la justicia de su estado, cuando no es la falta de valoración negativa, sino la falta de cualquier valoración, voluntad, consentimiento, libertad, la que está implícita en el no ser. Si un torturador nos dijera que no deja de torturarnos porque no le decímos claramente que pare, quisieramos poder contestarle que él mismo lo ha impedido cortándonos la lengua. Del mismo modo, imaginar la falta de injusticia en la inexistencia por la imposibilidad de su valoración, cuando la misma imposibilidad es una característica de su estado, es un absurdo lógico.

Pero dejemos que la pregunta siga su curso aún dando muestras de incoherencia. Aceptemos la reivindicación aunque la consecución de ello le privara de cualquier reivindicación. La respuesta práctica y repetida tantas veces como días pasamos en este mundo, es ésta: cada nueva mañana eliges seguir viviendo, con cada amanecer sellas un nuevo consentimiento.

Cada nueva bocanada de aire, cada sonrisa, cada beso en la frente tibia de nuestro hijo, el mismo gesto simple de apurar un vaso de agua, son símbolos elocuentes de nuestro consentimiento. Nuestra existencia está fundada sobre un convenio tácito, pero cada nuevo gesto vital es una nueva autorización y una nueva firma superpuesta a las anteriores. El acto mismo del suicidio puede ser malo, pero me arriesgo a decir que la posibilidad del suicidio es algo bueno. Mientras que en la inexistencia no existe marco de acción, posibilidad de rebeldía, la existencia tiene siempre una puerta de emergencia. No se trata ni mucho menos de valorar positivamente el suicidio, sino de indicar que su misma posibilidad es un mal necesario. Sin él, la reivindicación contra la existencia cobraría sentido, y la vida sería vista como un lugar sin escapatoria, como una condena. Podemos pasar todo un día en una habitación sin pensar en salir de ella, pero siempre que tenga una puerta por la que podríamos salir. Pensando en ello como suicidio platónico, como mera posibilidad de rescisión de contrato, la existencia tiene respecto a la inexistencia todas esas cualidades que el desesperado parece negarle. Desde la existencia sí tenemos la posibilidad de dar nuestro consentimiento para no existir. Precisamente, que no hayamos dado nuestro consentimiento para existir, no demuestra que la existencia es injusta: fue la inexistencia la que nos negó la posibilidad. Por lo tanto la pregunta, el reproche, la crítica, por la misma falta de reflexión desde la desesperación, están mal dirigidas. Y mientras más se amplia este reproche, menos sentido tiene. Si consideramos que, no la de uno mismo, sino la existencia de todo ser humano, es una injusticia, es precisamente cuando deja de serlo con más fuerza. Porque entonces reivindicamos la falta de una existencia consciente, e implícitamente reivindicamos la desaparición de la noción de justicia.

En el fondo de estas manifestaciones subyace la visión equivocada de la vida como algo que se nos debe por derecho y que por lo tanto no hay que agradecer. Es la visión de varias generaciones que no creen deber las gracias a nadie, del hombre que tiene siempre el reproche en la punta de la lengua y el agradecimiento en el sótano del corazón. Existen personas a las que puedes ayudar en mil favores y no oír más que un agradecimiento, pero a las que puedes negar un favor y oír mil reproches. De esas personas que confunden favor con obligación, que olvidan mil favores prestados por el último incumplido, habría que huir como de una casa en llamas.

Y esos mismos desagradecidos en el ámbito de las relaciones personales, son los mismos que se acuerdan de Dios a la hora de la desgracia pero no en la hora de la alegría, los que siempre están afilando y dando brillo al reproche mientras el agradecimiento se cubre del polvo del abandono.

Porque todo se les debe, todo les pertenece. Y esa actitud, comprensible y hasta simpática en el niño que patalea por el último juguete que se le niega, pero al que hubo que recordar dar las gracias por cada uno adquirido en el pasado, se hace incomprensible y antipática en el adulto.

Cuando algún día vuelva a rezar, cuando después de haberme levantado con desprecio y haberme paseado por la tierra con soberbia reclamando lo que es mío, vuelva a ese estado por el que una vez pasamos de ser animales a seres humanos, y que no es el de levantarnos sobre nuestros dos pies, sino sobre nuestras dos rodillas, cuando ese día vuelva, no será para pedir lo imposible, sino para agradecer lo que ha sido posible.

Sólo después de que el desagradecido vuelva a ser agradecido, y el soberbio humilde, nos acordaremos de las veces que reprochamos a Dios el que nos quitara a nuestros seres queridos, sin agradecerle nunca el que nos los diera. Y aunque ese agradecimiento llegue tarde, aunque llegue después de tantos años de reproches y no antes, un «de nada» sin remordimientos, pronunciado por Aquél que ha esperado con paciencia a que el hijo recapacite y valore lo que se hizo por él, nos hará por fin reconciliarnos con la vida.

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español.

Aunque sus comienzos estuvieron enfocados hacia la poesía y la narrativa (ganador II Premio Palabra sobre Palabra de Relato Breve) su escritura ha ido dirigiéndose cada vez más hacia el artículo y el ensayo.

Su pensamiento está marcado por su retorno al cristianismo y se caracteriza por su crítica a la posmodernidad, el capitalismo, el comunismo, y la izquierda y derecha políticas.

Actualmente se encuentra ultimando un ensayo.

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