Las nueve musas
Ana Curra y Eduardo Benavente
Ana Curra y Eduardo Benavente

Eclecticismo funcional

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El pasado 26 de enero se cumplieron 20 años, dos décadas, de la muerte del maestro Alarcos, filólogo de excepción y erudito insigne, hombre mesurado y diplomático trufado de escepticismo y sentido del humor y que se caracterizó por su eclecticismo.

De ahí una de las palabras del título a la que acompaña como adyacente el epíteto funcional, tanto por haber sido él el introductor y máximo exponente del funcionalismo de corte estructuralista, como por otras acepciones de funcional que pueden servirnos para comentar cuestiones de muy diversa índole, donde combinaremos el campo filológico con otros ámbitos como el filosófico, el político, e incluso el musical o educativo, de forma tan desaliñada –pero a la vez tan necesaria- como la prosa barojiana.

Alarcos practicó el eclecticismo, convencido de que, para triunfar en una realidad tan compleja como la de una lengua, hay que aprovechar todas las propuestas metodológicas que puedan arrojar luz sobre esa nueva tarea. Así, como dejó dicho José Luis García Martín[1], Alarcos ni siquiera en cuestiones científicas, al contrario que tantos, tuvo nunca un rígido catecismo que imponer. El propio Alarcos lo expuso con meridiana claridad

Prefiero, con criterio ecléctico, por adhesión o por rechazo, tomar de unas y otras posiciones metodológicas aquello que me convenga para esbozar lo que yo entiendo y pretendo practicar como método estructural y funcional. Se dirá que el eclecticismo, que tiende a ser conciliador de diversos y aun de opuestos, no es buena actitud. Pero, poco dogmático, creo que sin rigidez se puede aprehender mejor lo que es la lengua, lo que es su estructura, que –no lo discutirá nadie- es una estructura nunca rígida, sino fluctuante –y si se me permite, ecléctica- dispuesta siempre a adaptarse a las necesidades creativas del hablante[2].

En un artículo anterior, cuando hablábamos del criterio de falsabilidad de Karl Popper y de su validez pese a las críticas que se le realizaran, somos conscientes de que ello ha de incardinarse siempre en teorías científicas, por ello, se excluye el campo de la Metodología (que él identificaba con Epistemología) pues, como dijera M. Bunge, la metodología científica sigue encontrándose en un estado descriptivo y, sobre todo, porque, siguiendo el criterio de Gustavo Bueno, la reflexión sobre la ciencia no sería una teoría científica, sino filosófica[3]. Sin embargo, ante disciplinas científicas –como la Lingüística– su validez es innegable. Igual que no se pueden desacreditar, pese a sus limitaciones, las aportaciones de carácter empírico, que, precisamente, permiten la contrastación con la realidad. De hecho, uno de los más grandes filósofos y matemáticos del siglo XX como fue Bertrand Russell siempre afirmó que invalidar el inductivismo sería rechazar los muchos progresos conseguidos durante siglos, y así justificaba, por ende, el método baconiano. En este sentido, la ciencia puede avanzar extrayendo conclusiones de acuerdo con las experiencias particulares a partir de las cuales puede formular ciertas generalizaciones, eso sí, con carácter lógicamente de provisionalidad. Debido a esta provisionalidad, debilidad obvia de este método, emerge el criterio de falsabilidad o la falsación de Popper, pues en el momento en que encontremos una proposición falsa, esta lo será siempre, y al ir descartando las de este tipo, la ciencia continúa avanzando. Lo que hoy tenemos por cierto lo es de forma provisional y esto, a su vez, a medio camino entre el escepticismo y el dogmatismo, entronca con la posición kantiana de que el conocimiento sea más o menos seguro, o sea, no definitivo.

Así, no se trata de verificación, sino de falsación. No se justifica la veracidad de la hipótesis, sino su posibilidad de ser falsa, la ciencia debe establecer hipótesis a través de la experiencia y, una vez aceptada, debe buscar la posibilidad de rebatirla pues, como hemos dicho, toda ley científica es provisional. Popper no habla de verificación, sino que explica un problema que retrocede en la ciencia hasta David Hume (Problema de la inducción), es la imposibilidad de la verificación. Y como solución expone la falsación, que cumple su propia ley fundamental: el hecho de ser provisional, el hecho de estar en funcionamiento en tanto no existe un mejor criterio que establezca la fiabilidad científica de las hipótesis. Es decir, el criterio de falsación sería criticable a la luz de un posterior criterio más efectivo que la propia falsación. No obstante, metafalsacionar el criterio de falsación constituiría un puro ir más allá de la experiencia científica, del fenómeno, de lo físico, y, entonces, claro está, ya cabría hablar de mera metafísica, o sea, de filosofía, como remarcara Gustavo Bueno.

Conste que en el ámbito filosófico un servidor pica, humildemente, como omnívoro profano por cuanto mi campo se circunscribe a lo filológico, especialmente de la vertiente lingüística, pero se antoja inevitable, tanto en cualquier área científica como por pura reflexión especulativa inherente a un pensador o intelectual, cruzarse con la filosofía que impregna todos los demás territorios, a los que, de alguna forma, engloba en su afán de comprensión y aprehensión del conocimiento del mundo, del ser y del propio ser en el mundo.

En cualquier caso, es innegable cuán beneficioso resulta el saludable eclecticismo, alejado, por tanto, de todo dogmatismo, inherente este último a doctrinas ideológicas o religiones (ya espiritualistas, ya materialistas como el marxismo, no olvidemos lo absurdo e inconsecuente de lo que, con muy buen criterio, Daniel Tubau llama teología o mística materialista, esa tendencia a intentar explicar todo con fenómenos físicos -burdo y grotesco fisicalismo– que, obviamente, no dan a conocer la realidad de los hechos como sí se puede hacer, a veces, desde otros parámetros: sociológicos, antropológicos, lingüísticos… Tan necesarios son los unos como los otros).

España frente a Europa
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  • Bueno, Gustavo (Autor)
  • 506 Páginas - 05/15/2019 (Fecha de Publicación)

Hemos citado a dos de los más grandes filósofos foráneos, Karl Popper y Bertrand Russell, así que no quiero dejar pasar la oportunidad de rescatar el texto de una entrada del blog del escritor y guionista Daniel Tubau anteriormente mentado, titulado precisamente “La sociedad abierta de Bertrand Russell” en la medida en que quiere aunar a dos figuras capitales de la filosofía, generalmente posicionados en distintos extremos. Así nos dice Tubau (hijo del gran periodista cultural y escritor Iván Tubau):

“He querido combinar en el título de este artículo el concepto de sociedad abierta de Karl Popper, con la figura de otro filósofo, Bertrand Russell. De este modo aparecen juntos, por un lado, uno de los filósofos más importantes del llamado pensamiento conservador o de derechas (Popper) y, por el otro, el filósofo quizá más importante del siglo XX en el terreno progresista o de izquierdas (Russell). No discutiré aquí lo acertado o erróneo de estas etiquetas, porque mi intención es otra [Añadimos que, aunque en ciertos ámbitos, la categorización es útil –sobre todo en ciencia, donde no es bueno andar con límites difusos-, en política generalmente la propensión a etiquetar tiende ser el método que evita tener que pensar a los perezosos de turno o cortos de entenderas, por cuanto el ser humano es lo extremendamente complejo como para condensar todo en un bloque monolítico de pensamiento, basta remitirse a la hemiplejía moral de la que hablaba Ortega y Gasset]. Quiero mostrar que la distinción entre izquierda y derecha, sea o no válida, es, al menos en un sentido fundamental, mucho menos importante que otro par de opuestos: el que enfrenta la sociedad abierta y la sociedad cerrada”. Como puede comprobarse, la finalidad no puede ser más sugestiva en tanto que defiende, más allá de esquemas ideológicos dicotómicos, la sociedad abierta frente a cualquier totalitarismo. Así, continúa Tubau: “Karl Popper popularizó y dio nueva vida al concepto de sociedad abierta propuesto por Henri Bergson, al publicar en 1945 La sociedad abierta y sus enemigos[4]. El concepto puede ser a primera vista difícil de precisar, pero la lectura del libro lo aclara poco a poco, cuando Popper analiza a tres de los pensadores que él considera enemigos de la sociedad abierta: Platón, Hegel y Marx. El libro muestra, y creo que demuestra, la pulsión totalitaria de la República platónica y de la sociedad comunista o revolucionaria de Marx. Pocos libros se podrán encontrar más elocuentes que el de Popper en la defensa de una sociedad abierta, de la democracia, del Estado de Derecho, del respeto a los Derechos Humanos, la libertad de prensa y la libertad en general. La sociedad abierta y sus enemigos es una lectura estimulante para cualquier lector, de derechas o de izquierdas, y es una pena que el maniqueísmo que fomenta esa distinción en dos bandos irreconciliables (izquierda/derecha) haya hecho que muchas personas no presten atención al libro, debido a que su autor declaró en alguna ocasión su preferencia por los conservadores”. No podemos sino alabar sobremanera la certera crítica al discurso maniqueo, desgraciadamente tan frecuente –al igual que el demagógico- en un loable intento –el de nuestro autor- por censurar el sectarismo que suele ser nota dominante en el mediocre nivel político en que nos hallamos.

Bertrand Russell
Bertrand Russell

Y Daniel Tubau lo ejemplifica con ambos lados: “Algo semejante les sucede a los lectores de derechas al encontrarse frente a un libro de Bertrand Russell: lo dejan a un lado porque se trata de un autor considerado de izquierdas, defensor (ya en el siglo XIX) del feminismo, del divorcio, del amor libre, de la ayuda del estado a los sectores discriminados en la sociedad y cercano, y en ocasiones votante e incluso candidato, del socialismo o el laborismo británico”. Y continúa nuestro autor: “La influencia de Russell fue enorme en el siglo XX y no cabe duda de que sus libros y su actividad política contribuyeron a que la sociedad fuese más justa y más libre. Esta influencia fue especialmente importante entre el sector izquierdista, ya que ofreció una alternativa al marxismo dominante y al apoyo explícito a los crímenes del estalinismo y el maoísmo que mostraron pensadores de izquierdas como Jean Paul Sartre y muchos otros. El contrapeso que pensadores como Bertrand Russell supusieron para que la izquierda no quedara por completo sumida en el dogmático marxismo-leninismo-maoísmo fue fundamental, porque desde esa izquierda se prestaba poca atención a quienes denunciaban los crímenes pero eran conservadores, como el propio Popper, Raymond Aron, Jean François Revel, Isaiah Berlin, Joseph Schumpeter y tantos otros pensadores extraordinarios que eran ninguneados y acusados de fascistas o peligrosos derechistas, cuando no eran ni una ni otra cosa. Como mucho, eran de derechas, sin más, pero, para cierta izquierda, estaba y aún está prohibido ser de derechas. Uno se pregunta en qué consiste entonces la democracia: ¿en elegir entre diversas variantes de la izquierda?

Por su parte, Karl Popper, desde el otro lado, además de sus excelentes contribuciones a la filosofía de la historia y a la filosofía de la ciencia, hizo también una contribución semejante a la de Russell en el terreno político: convenció a muchos conservadores de que no todo vale en la confrontación ideológica, señaló la falibilidad de nuestras ideas y el deber que tenemos de someterlas a prueba y aceptar los resultados, insistió en la inmensa importancia de la tolerancia intelectual, en el respeto a las reglas del juego de la democracia y del Estado de Derecho. Es una gran contribución porque también había, y sigue habiendo, personas de derechas que consideran que ser de izquierdas es pecado”.

Karl PopperEn este sentido, nos parece maravillosa la reivindicación de estos dos grandes filósofos, que, más allá de sus diferencias, estaban de acuerdo en la importancia de la tolerancia y el rechazo a cualquier veleidad de tintes totalitarios; así lo refleja Daniel Tubau: “Bertrand Russell y Karl Popper, cada uno desde un lugar diferente del espectro político, coincidían en que, aunque nos cueste ponernos de acuerdo en cómo organizar la sociedad, en el papel que debe jugar el Estado en el terreno económico y otras cuestiones fundamentales, al menos sí podemos ponernos de acuerdo en que debemos aceptar el desacuerdo, en que el mejor sistema que se ha inventado para mantener ese desacuerdo en límites tolerables es la imperfecta democracia, y en que una de las mayores virtudes de ese sistema democrático consiste en permitir el libre juego de la disensión y hacer posible el reemplazo de quienes ocupan el poder sin necesidad de violencia y muerte. Debemos aceptar que gobiernen los que no piensan como nosotros, del mismo modo que ellos deben aceptar que gobiernen los que sí piensan como nosotros, no solo por respeto a las reglas democráticas, sino porque debemos tener la humildad de pensar que también podemos equivocarnos: ¿y si son ellos los que tienen razón? Cualquiera que examine las ideas que ha sostenido la izquierda y la derecha en los últimos cien años descubrirá que la derecha de ahora acepta ideas que a sus abuelos de derechas les habrían parecido puro pensamiento revolucionario, mientras que la izquierda por su parte acepta ideas que a sus abuelos izquierdistas les habrían parecido puro pensamiento reaccionario. La pureza ideológica casi nunca tiene que ver con un examen racional de la situación, sino más bien con pensar “lo que toca pensar”, sin más reflexión. Por eso, Popper también añadía como característica de la sociedad abierta la racionalidad y la búsqueda de una verdad no sometida a los intereses de la ideología.

Cualquiera de ellos, Russell o Popper, habría podido combatir con ardor las ideas del otro, y en alguna ocasión lo hicieron, […], pero también habría aceptado la victoria de sus ideas en unas elecciones libres, algo que cierta izquierda no aceptó durante décadas, del mismo modo que tampoco lo hizo una parte de la derecha. Los dos, en definitiva, defendían una sociedad libre y abierta, lo que no es una garantía para una sociedad justa, por supuesto, pero es sin duda el mejor sistema para enfrentar las diferentes ideas acerca de esa sociedad justa. Porque lo que es seguro es que una sociedad cerrada que prohíbe la libertad de prensa y de opinión, que coacciona a los otros poderes del estado, como los jueces o la prensa, o que promueve la división social creando bandos irreconciliables, es siempre sinónimo de una sociedad injusta”. Y termina con una anología respecto del momento en que escribió ese artículo: “Me parece que en momentos como este, en el que nuevos partidos y movimientos cuestionan, desde la derecha y desde la izquierda, los elementos que caracterizan una sociedad abierta, y recuperan un discurso intolerante, propio de tiempos infames que parecían olvidados, y que señalan amenazadoramente a quienes piensan de manera diferente, o que insinúan que su llegada al poder les permitirá cambiar las reglas básicas de la convivencia democrática, es más necesario que nunca garantizar que esos elementos serán respetados, sean cuales sean los resultados de la confrontación de ideas políticas. Es un buen momento, en definitiva, para recordar a pensadores como Russell o Popper, que no coincidían en muchas cosas, pero sí en las reglas imprescindibles del combate político e intelectual, esas reglas que evitan que la emoción sustituya a la razón y que la confrontación política se transforme en abuso y represión y conduzca de nuevo a la sociedad cerrada”. No podemos estar más de acuerdo ante una reflexión tan atinada, que entronca precisamente, aunque sea en otro ámbito, con ese eclecticismo alarquiano al que podemos añadir el marbete de funcional en la medida en que permite el funcionamiento –y la mejor comprensión- del sistema, sea este la lengua o la propia sociedad. Finalmente, cuenta la famosa anécdota del colérico Wittgenstein y el atizador en que estaban presentes Popper y Russell.

En consecuencia, parece conveniente reivindicar estas figuras que, amén de ser reputados filósofos, también mantuvieron un compromiso cívico con la sociedad abierta y democrática, igual que otros intelectuales sobresalientes –sin ir más lejos, en el campo de la filología, el egregio maestro Alarcos, quien, benditamente terco en su independencia, jamás se apeó del sentido crítico que su condición de intelectual le exigía a cada paso, y, además, la elegancia de sus formas nunca empañó la claridad de sus expresiones como dejó dicho un antiguo director de periódico-. Por supuesto que el sistema democrático es imperfecto, pero es el menos malo de todos los posibles. Lo dejó dicho Adolfo Suárez: “Pero le hemos hecho creer que la democracia iba a resolver todos los grandes males que pueden existir en España… Y no era cierto. La democracia es solo un sistema de convivencia. El menos malo de los que existen”. Evidentemente, el reformismo debe precisamente servir para erradicar todas esas imperfecciones e injusticias que se dan en democracia, apostar por la transparencia, acabar con la corrupción, corregir las desigualdades, satisfacer las necesidades de las personas en situación más vulnerable y un largo etcétera. Bien sabemos muchas veces lo difícil que es emprender, las innumerables trabas que existen, la lentitud e inoperancia de una burocracia excesiva y muchos de los errores que se han derivado de decisiones equivocadas. Por ejemplo, el sistema autonómico hace que, en ocasiones, alguien que ha cursado titulaciones expedidas por un organismo regional no pueda acreditarlas en otra comunidad. Incluso las pruebas de acceso a la universidad varían notablemente de una autonomía a otra. Hay quienes abogan por una prueba idéntica en todo el territorio nacional. Si bien esto parece positivo, el único inconveniente es que se escogiera la peor de las diecisiete actualmente existentes. En este caso sí que conviene señalar que las mejores –en las distintas materias- se dan en territorios como Castilla y León, que, por cierto, obtiene óptimos resultados en el Informe Pisa. Y es que quizá algunos pudieran plantearse la supresión de ejercicios muy saludables como los que se vienen practicando en esas pruebas; por ejemplo, en Lengua castellana y Literatura, prueba muy bien estructurada en la comunidad castellanoleonesa, con su comentario de texto (resumen, tema, tesis, argumentos, aspectos formales, comentario crítico), su análisis sintáctico, su análisis morfológico y su tema de desarrollo sobre un tema literario. Pero es cierto que, probablemente, haya que profundizar en muchas otras cuestiones, y no solo de Educación, por ejemplo, que la separación de poderes sea efectiva (desenterrar a Montesquieu), que la justicia sea verdaderamente independiente, que no haya intromisión del poder político, que la administración sea eficiente, cosa que muchas veces no ocurre. Bien lo sabemos quienes, por ejemplo, hemos tenido un abyecto progenitor maltratador que, pese a las denuncias interpuestas por delitos de lesiones, apenas pasó algún día en un calabozo, pero sobre el que no recayó el peso de la justicia como correspondería ante los vejaciones y abusos prepetrados. Igual que tampoco parece muy justo que cuando se ha tenido una madre que ha cotizado durante más de veinticinco años y muere mucho antes de poder disfrutar de la jubilación, el posible dinero de su pensión no revierta en el hijo que deja huérfano… y así otras muchas cosas. No se trata de criticar lo público o lo privado por prejuicios ideológicos como, a veces, hacen a uno y otro lado, nublados por un maniqueísmo absurdo, sino de intentar que en cada ámbito se hagan las cosas bien. De hecho, mi bisabuelo, José del Corral y Herrero, matemático y profesor, impartió clases tanto en centros públicos como privados y la enseñanza era igual de enriquecedora pues depende mucho más de la vocación y aptitudes del docente que de otras circunstancias secundarias. Es más, aunque ya se habla de un MIR educativo, supongo que para poner sueldos más bajos y tener a la gente en prácticas más tiempo y aunque está muy bien conocer las teorías de Piaget, el conductismo de Skinner, el krausismo de Giner, el método Montessori, el pensamiento de la hispanista y ensayista sueca Inger Enkvist –aunque esta no suela ser temática de estudio- y muchos otros temas que, por puro autodidactismo, algunos nos hemos leído –y devorado- como corresponde a voraces lectores con inquietudes intelectuales, lo que de verdad hace al docente es la vocación y sus características intrínsecas.



Otro tanto cabe decir de mi abuelo Agustín del Corral Llamas, quien, antes de acabar como jefe de contabilidad del ayuntamiento, impartió clases en academias privadas por él fundadas. Aun así, los que hemos tenido familia en la administración local (el caso antes mentado de mi abuelo como jefe de contabilidad del ayuntamiento o el de mi madre como funcionaria de diputación) conocemos de primera mano los gastos que se generan y a qué se destinan muchas veces partidas del presupuesto –por irraciones caprichos- o cómo se dan según qué plazas con total discrecionalidad, hecho que sirve para que, como pasa en algunos partidos, acabe reinando la mediocridad más absoluta, sobre todo, en sus cúpulas. Ello revela las múltiples imperfecciones que podemos encontrar y que hay que combatir e intentar cambiar… y que se necesita una férrea voluntad de hacerlo, pero todo ello, por grave que sea, no puede ser la excusa para desacreditar el sistema democrático y dejarse embaucar por utopías que acaban constituyendo regímenes vituperables que detestan la sociedad abierta, y es terrible error dejarse seducir por esos cantos de sirena, esa retórica demagógica que suele acabar haciendo pagar un precio muy caro a su pueblo y que, precisamente, suele darse en los momentos de mayor dificultad, tal como ocurrió en los años treinta del siglo pasado, pero que, pese a la evolución de las sociedades, puede emerger en cualquier momento, y ello también debería llevar a reflexionar sobre los retos que supone la globalización pues, junto a sus aspectos indudablemente positivos, anidan otros que pueden acabar por legitimar e incluso institucionalizar la injusticia y desembocar en un peligroso darwinismo social, algo que se debe evitar con las correcciones debidas siempre que las instituciones no sean socavadas y corrompidas como sucede muchas veces y ante lo que habría que dar una respuesta firme que impidiera tolerar semejantes desmanes. Pero siempre con la defensa de esa sociedad abierta que abanderaba Popper y ese compromiso de Russell con su anhelo de justicia y progreso en beneficio de la humanidad. Pues, igual que en el terreno científico-lingüístico Alarcos afirmaba que eclecticismo no suponía falta de coherencia ni ningún tipo de inconsistencia; en otros ámbitos tampoco supone tibieza o debilidad en la defensa de los principios y valores en que uno cree por cuanto esto constituye la espina dorsal de la integridad que debiera caracterizar y ser inherente a toda persona de bien.

SerratEl eclecticismo, que no solo se puede aplicar en el ámbito científico, además de los innegables y fructíferos resultados que produce, también suele ser fabulosa vacuna contra cierto maniqueísmo ramplón del que suele derivarse, ineluctablemente, un absurdo –y terrible- sectarismo. Baste recordar cómo algunos, tiempo ha, tuvieron a cantautores como Serrat por peligrosos subversivos, y, posteriormente, desde el nacionalismo secesionista, se le tilda de facha reaccionario, cuando, en realidad, antes y ahora, no ha sido más que un genial trovador de indubitable talento, que, además, acercó musicalmente a algunos de nuestros más señeros literatos, desde Machado a Miguel Hernández pasando por León Felipe o Rafael Alberti. Igual que hizo Paco Ibáñez con Quevedo, Juan Ruiz, también Rafael Alberti y tantos otros o, en tiempos modernos, pudimos ver a bandas versionando el célebre poema de José de Espronceda, como Tierra Santa, grupo riojano cuya balada sobre La canción del pirata, según Arturo Pérez Reverte, “consiguió lo que treinta años de reformas presuntamente educativas no han conseguido en este país de ministros basura[5]”. Y, precisamente, este mismo eclecticismo funcional –como lo hemos bautizado- nos permite aunar distintos ámbitos. Obviamente, no es de recibo –ni, desde luego, conveniente- que gente versada en un área pero que no sepa nada de otra se inmiscuya con demasiada alegría, especialmente por los errores que puede cometer. No sería óptimo que un gran químico sin ideas de lingüística tratara la gramática o que un egregio historiador pero sin ningún conocimiento de matemáticas se erigiera en maestro de la artimética o el álgebra. Claro está que siempre habrá casos de genios renacentistas capaces de brillar en muchos campos diversos, ¡y bienvenidos sean (si lo son)! Sin embargo, en ciertos momentos la coyuntura permite –y, en ocasiones, exige- esa multidisplinareidad. Lo vemos, por ejemplo, cuando respecto de los orígenes del lenguaje se antoja inevitable que la lingüística se alíe con la neurociencia en el ámbito de la investigación. O que en los orígenes de las lenguas (como el español) se recurra a la arqueología, como hace, con muy buen criterio, el eminente y prestigioso lingüista Francisco Marcos Marín, quien, pese a tener un exquisito respeto reverencial por sus maestros y antecesores en el mester filológico, no tiene problema en derrumbar mitos o ideas que cree equivocadas, caso del vascuence como lengua prerromana, a pesar de que se siga insistiendo en la idea, y son imprescindibles sus muchos trabajos, para algunos de los cuales, como digo, ha contado con otros colegas suyos expertos en arqueología. También vemos la admirable precocidad de chicos como Javier González Larrea, quien, con gran rigor histórico, expone los mitos olvidados del imperio español y, a la vez, enlaza con muchas de las ideas de la filosofía de ese coloso intelectual –al igual que Alarcos– como fue Gustavo Bueno, empezando por la dialéctica que es necesario establecer entre imperios generadores (como el español) e imperios depredadores (el británico, el holdandés…)[6].

Y, como acabamos de ver unas líneas más arriba, la música hace buen maridaje con la literatura, e incluso, por qué no, con la lingüística. ¿Quién ha dicho que los análisis sintácticos hayan de hacerse sobre aburridas frases prototípicas y no cogiendos fragmentos míticos de una canción? E incluso el sentido del humor, recurriendo a anécdotas del alumnado, puede ser útil para fijar conceptos en la enseñanza con ejemplos cercanos a los discentes.



Lo mismo que se ha comentado respecto de Serrat cabe aplicarlo a otros fenómenos, por ejemplo, uno que puede resultar interesante a muchos niveles (musical, sociológico, cultural…), como fue la llamada vulgarmente movida que no fue solo madrileña, pero que sí que es cierto que tuvo su epicentro en la capital de España-. Evidentemente, no puede sino admirarse sobremanera la música foránea con la genialidad de artistas como Bob Dylan, Eric Clapton, George Harrison, pero, por motivos obvios, en este caso, convendrá centrarse en la española. Y, en este caso, en ese período que puso banda sonora a la posteriormente llamada Transición, más allá de Jarcha o Vino Tinto (últimos coletazos estos de la canción reivindicativa). Por su parte, la nueva ola[7] fue una eclosión diversa y, sobre todo, transgresora, por tanto, coexistieron grupos heterogéneos, unos de gran calidad, y otros de muy escasa entidad, pero aunados por ese clima de libérrima transgresión que se dio a finales de los años setenta y muy a principios de los ochenta. Hay quienes, otra vez con discurso maniqueo, hablan de un posicionamiento político que, por supuesto, fue inexistente en este caso. Si acaso pudo darse cierto compromiso social –y digo bien, social más que político- en el llamado rock urbano o suburbial, pero la gran mayoría se caracterizó por su total independencia (y si alguno se vinculó a ciertos sectores, caso de Fernando Márquez, el zurdo, no fue precisamente a sectores zurdos). Muchos de ellos procedían de familias ilustradas (desde Carlos Berlanga hasta Antonio Vega, alumno de Liceo francés) y, más allá de que en algunos hubiera gran nivel artístico y, en otros, simple afán de transgresión aun sin apenas calidad, supuso todo un fenómeno innovador, liberalizador y moderno que dejó un legado cultural innegable, pero de total independencia. Precisamente la nueva ola pudo comenzar a morir –pero dejando una estela inmortal- con los burdos intentos de instrumentalización. Mas no hay duda de que generó un sentimiento de hondo calado y un clima de atmósfera irrepetible que, más allá de la nostalgia lógica –como quienes añoran, quizá si cabe con más razón, la EGB, el BUP y el COU-, pervive en himnos míticos que llegaría a conocer gente que ni lo vivió –o que ni siquiera, por edad, pudimos vivirlo-. Ahí están esas míticas canciones abanderadas por Olvido Gara, el rock del barcelonés José María Sanz o el sublime after-punk más siniestro de Ana Curra y Eduardo Benavente cuya temprana muerte –la de este último- en fatídico accidente de tráfico tras un concierto en León –camino de Zaragoza- truncó una prometedora carrera y, a la vez, elevó a categoría de mito al inolvidable componente de Parálisis permanente. Sin duda, el nivel intelectual de muchos de ellos era incuestionable, desde los hermanos Auserón de Radio Futura, con el filósofo Santiago como cabeza visible, hasta el filólogo Jaime Urrutia con su Gabinete Caligari y sus guiños a Bécquer o Machado pasando por los hermanos Urquijo de Los Secretos, el precursor –y adelantado a su tiempo- Tino Casal o Nacha Pop con un Antonio Vega de desbordado lirismo y cautivador intimismo que seguiría una carrera en solitario con letras poéticas de gran resonancia y enorme profundidad.

Y precisamente uno de los mejores cronistas de aquella eclosión fue el maestro Umbral, un auténtico renovador del lenguaje con su exquisita prosa periodística –quien siempre reconoció su culto al sabio del idioma, el maestro Alarcos (primero al padre y luego al hijo)-. Este ámbito, el del articulismo, constituido prácticamente en un género desde Mariano José de Larra, es otra sugerente forma en la que podemos tratar cuestiones lingüísticas: aspectos formales, mecanismos de cohesión léxica y gramatical, tipos de argumentos empleados, etc. Pero, al mismo tiempo, puede servir para formar en muy diversos temas de manera transversal según las cuestiones tratadas, desde sociales hasta éticas pasando por todo tipo de manifestaciones culturales, y, desde luego, no faltan grandes plumas hogaño, desde Manuel Jabois a Ricardo F. Colmenero pasando por Jorge Bustos, Rosa Belmonte o Elvira Lindo (por más que algunos remilgados hasta lo melifluo se rasguen las vestiduras por eso que llaman prosa cipotuda).

En fin, el carácter ecléctico, no solo en el terreno científico, puede ayudar y contribuir a una mayor amplitud de miras, a evitar grotescos discursos maniqueos que deriven en sectarismo y a ser más abiertos y plurales y menos cerriles y dogmáticos. Y, por supuesto, es fecundo en el estudio de las distintas disciplinas, como en la lingüística, tal y como evidenció el trabajo del maestro Alarcos con quien iniciábamos este artículo. Como dice José Javier Rodríguez Toro[8], el eclecticismo es lo que mejor caracteriza la producción de Emilio Alarcos Llorach, que se ve reflejado en la permanente apertura a otras teorías, talento ecléctico que se concreta en la deuda que tenía contraída con la gramática histórica de nuestra lengua. Ese eclecticismo, no dogmático, que tiende a ser conciliador, y que Alarcos considera como la mejor de las soluciones lingüísticas[9] se revela siempre como una magnífica forma de afrontar los distintos problemas, y ese modo de hacerlo, en otras muchas facetas de la vida, constituye una manera muy inteligente de continuar avanzando, desde distintas posiciones (como cuando hablábamos antes de Popper y Russell vía Tubau), pero con el rigor y la solvencia que caracteriza a los grandes maestros, y prueba de ello es el gran legado que nos dejan, cualesquiera que sean los ámbitos donde estos desarrollen su labor, y que da lugar a esa transmisión que, a su vez, permite dar continuidad a todo aquello realizado hasta el momento. Sea, pues, también motivo de reivindicación ese eclecticismo funcional, tanto en la vida ordinaria –evitando así discursos maniqueos, fruto de subterfugios espurios de radio estrecho-, como en la disciplina lingüística, a la manera en que la lo hizo esa figura intelectual brillante que fue Alarcos, quien, como Popper o Russell –o en España, su buen amigo Gustavo Bueno-, también mantuvo un compromiso ético y cívico de ciudadano de bien que redondeaba su genialidad de filólogo de excepción. Además de los innumerables trabajos y estudios que nos dejó, también nos legó ese eclecticismo funcional, en su caso trufado de gran sentido del humor e inmensa sabiduría alarquiana, con el que caminar por la vida, una razón más, por ende, para rendirle tributo en virtud de esa deuda de gratitud contraída con esas figuras ejemplares que nos da la historia y el complejo mundo en que vivimos sin acabar nunca de desentrañarlo. C’est la vie!


[1] GARCÍA MARTÍN, JOSÉ LUIS: «Una hermosa vida»ABC literario, 30-1-1998.

[2] ALARCOS LLORACH, EMILIO: «Metodología estructural y funcional en lingüística», en REL, 7, 2, 1977.

[3] GUTIÉRREZ ORDÓÑEZ, SALVADOR:  Lingüística y Semántica. Aproximación funcional, Universidad de Oviedo, 1981.

[4] POPPER, KARL: La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós Ibérica, Barcelona, 2010.

[5] PÉREZ REVERTE, ARTURO: “Corsés góticos y cascos de walkiria”, El Semanal – 15/12/2007.

[6] Véanse al respecto los excelentes libros de Gustavo Bueno España frente a Europa o España no es un mito.

[7] LECHADO, JOSÉ MANUEL: La Movida: una crónica de los 80, editorial Algaba, Madrid, 2005.

[8] RODRÍGUEZ TORO, JOSÉ JAVIER: “La gramática histórica del español según E. Alarcos” en Indagaciones sobre la lengua: estudios de filología y lingüística españolas en memoria de Emilio Alarcos, Elena Méndez García de Paredes (coord.), J. Mendoza (coord.), Yolanda Congosto Martín (coord.), 2001.

[9] GARCÍA GONZÁLEZ, CRISTINA: “La ausencia del funcionalismo español y de la figura de Emilio Alarcos en los diccionarios de lingüística y manuales universitarios” en Estudios de Lingüística del Español, 2015.


 

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