No todos los grandes mitos occidentales provienen de la Antigüedad clásica. Don Juan y Fausto, dos personajes nacidos de la literatura, bien pueden dar cuenta de esto.
A continuación, observaremos cómo evolucionaron sus respectivas siluetas.
I. Acerca del donjuanismo y de lo fáustico
Desde el origen de la humanidad, la seducción y el conocimiento han sido atributos anhelados por la mayoría de los hombres. Quien tenga la habilidad de seducir podrá abrirse paso a través de los más intrincados meandros de la vida en sociedad; quien tenga la mayor cantidad de conocimiento podrá ser reconocido por buena parte de los que conforman esa vida en sociedad. En ambos casos, lo que vemos es el despliegue de un sofisticadísimo dispositivo de poder, y no cabe duda de que la búsqueda de poder fue, es y será el gran motor de nuestra civilización occidental, misma que hoy permite ser llamada, a un tiempo, sociedad de consumo, sociedad del espectáculo y sociedad del conocimiento.[1]
En lo que concierne a la literatura, la seducción y la búsqueda de conocimiento están personificados, respectivamente, en las figuras de don Juan y Fausto, personajes tan complejos como lo que ellos en sí mismos representan y, por tanto, mucho más interesantes que lo que de ellos dicen los libros que supieron erigirlos como protagonistas. Ambos lograron convertirse en auténticos arquetipos del espíritu moderno de Occidente, a tal punto que las palabras donjuanismo y fáustico —un largo sustantivo, en el primer caso; un enigmático adjetivo, en el segundo— tienen más difusión en nuestros días que los propios actores que les dieron nombre.
Don Juan y Fausto, en efecto, ascendieron a la categoría de mito. Pero, a diferencia de lo ocurrido con los mitos grecolatinos,[2] aquéllos fueron primero materia literaria para sólo después convertirse en mitos propiamente dichos, lo que quizá los vuelva incluso más atractivos a nuestros ojos. Veamos qué nos ofrece cada uno de ellos.
II. Don Juan o de la seducción
La figura de don Juan es la del ser que busca la Belleza, la del ser que se aturde en el furor sexual. Podríamos pensarlo, si me permite el apelativo, como el héroe de la eterna seducción. Aun así, existen diversas interpretaciones de este personaje. Por ejemplo, en la primera obra que se ocupa del tema, ‘El burlador de Sevilla‘ (1630), de Tirso de Molina, el tratamiento es teológico-moral. La tesis que Tirso sostiene en la obra es bastante sencilla: el hombre que va aplazando su arrepentimiento queda, al final, atrapado por las garras de la muerte y, por consiguiente, le resulta imposible alcanzar la salvación. Como podemos apreciar, el tema responde a las preocupaciones propias de la España de la Contrarreforma.
Asimismo, es posible señalar que un rasgo típico de este burlador consiste en tener que adoptar personalidades distintas a las suyas para conseguir sus «victorias» amorosas.[3] Si consigue gozar de la duquesa Isabela, es porque se acerca a ella en plena noche, haciéndose pasar por su marido; si consigue gozar de doña Ana, es porque se acerca a ella disfrazado. Queda claro que el don Juan de Tirso no es en absoluto el seductor que encontraremos en otros autores; es simplemente un impostor, y, de acuerdo con la doctrina eclesiástica de la época, un impostor es un ser pecaminoso.[4]
Si en El burlador de Sevilla don Juan se caracteriza por su inconsciencia —lo que hace que su conducta sea un poco más perdonable—, en Don Juan (1665), de Molière, nuestro personaje es plenamente consciente de su conducta disoluta. Tampoco llega a seducir, lo que hace es acudir a la violencia, al rapto de sus víctimas. Es evidente que don Juan es presentado en esta obra como un ser vil e irracional.
- Don Juan Tenorio: 114 (Letras Hispánicas)
- Tapa blanda
- SPANISH
- Ediciones Cátedra
- Zorrilla, José (Autor)
En el siglo XVIII, el español Antonio de Zamora retoma el tema con su obra ‘No hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague‘, que gozó de un éxito resonante hasta la aparición del ‘Don Juan Tenorio» de Zorrilla en 1844. El don Juan de Zamora, que se ubica a medio camino del planteamiento barroco y del romántico, señala la principal transformación del mito: la salvación in extremis de su héroe.[5]
A partir del Romanticismo asistimos a una nueva visión del personaje, que tiende a reivindicarlo o, al menos, a comprenderlo. Como si quisieran reflejar en él los más íntimos deseos del hombre, los escritores románticos buscan más la manera de penetrar en su interior, de hurgar en su conciencia, de entender su padecimiento, que de condenar su conducta. Así, en su Don Juan (1818-1824), lord Byron lo presenta como el amante irresistible; en su «Don Juan en los infiernos» (1846),[6] Baudelaire hace de él un ser abúlico, incapaz de reaccionar a los estímulos, y en su relato «Don Juan» (1863), E. T. A. Hoffmann lo muestra como un ser escéptico, desencantado de la vida.
Ya en el siglo XX, en El hermano de don Juan o el mundo es teatro (1934), Unamuno ve en este personaje a un hombre que, a falta de un amor verdadero, decide convertirse en seductor. En el terreno del ensayo, Albert Camus ha creído ver en nuestro héroe una especie de Sísifo moderno, cuya carga insuperable no era otra que la compulsión por las relaciones sexuales y, por tanto, lejos de envidiarle, habría que sentir por él una enorme compasión.[7] Gregorio Marañón, por su parte, analiza la conducta sexual de don Juan para concluir que, al no tener éste un tipo ideal de mujer —rasgo propio de los hombres sexualmente maduros—, el personaje encarnaría al eterno adolescente.[8]
Como podrá advertirse, a partir del siglo XIX surge una auténtica reivindicación del donjuanismo, entendido ya como sinónimo de seducción. Esta tendencia revela uno de los rostros que adoptará la sociedad moderna a la hora de lidiar con cualquier conflicto que se produzca a nivel interpersonal, cultural, económico o político. Precisamente, en esta suerte de «fatalidad» radica su carácter de mito.
III. Fausto o del conocimiento
La materia prima para la elaboración de este otro mito literario la ha ofrecido un tal Johann Fausto, un hombre que, por lo visto, vivió en la primera mitad del siglo XVI, es decir, en plena época de la Reforma. Este individuo residió alternativamente en Wittenberg (la ciudad donde Lutero expuso sus famosas tesis), Erfurt e Ingolstadt; practicó la medicina, la astrología y la alquimia; estudió magia en Cracovia y llegó a practicar la nigromancia (dicen que el diablo en forma de perro se lo llevó para siempre).[9] Al lado de esta figura se ha unido otra quizá más conocida —y más antigua—; me refiero a la de Cipriano de Antioquía, que, de mago, terminó por convertirse en santo gracias al amor por una mujer cristiana: santa Justina.[10]
Así pues, la figura de Fausto tuvo, en literatura, una doble versión. Por un lado, la del hombre que vende su alma al diablo y muere condenado y abandonado por el Cielo, versión protestante del tema, que encontraremos representada, por ejemplo, en ‘La trágica historia del doctor Fausto‘ (1594), de Christopher Marlowe; por el otro, la versión que podríamos llamar cristiana pura (o, si se prefiere, católica en un sentido amplio), en la que Fausto es el hombre que aspira a todo, y que luego de hacer el pacto con el diablo, se arrepiente y se rebela contra él, para, al final, ser perdonado, es decir, la versión que, con todas las diferencias del caso, encontramos en Calderón[11] y en Goethe.
Uno de los rasgos más notables de la figura de Fausto, sobre todo de la que nos ha legado Goethe, es su aspiración a lo absoluto: no le basta la sabiduría que ha atesorado a lo largo de los años, aspira también a gozar de la felicidad, aspira al goce de la vida. El propio Fausto es presentado en el famoso monólogo con que se abre la primera parte, tras la famosa apuesta entre Dios y el diablo, lamentándose de que la ciencia no le haya dado aún la felicidad. Comparto aquí el fragmento:
Ay, he estudiado ya Filosofía, Jurisprudencia, Medicina y también, por desgracia, Teología, todo ello en profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Y aquí me veo, pobre loco, sin saber más que al principio. Tengo los títulos de Licenciado y de Doctor y hará diez años que arrastro mis discípulos de arriba abajo, en dirección recta o curva, y veo que no sabemos nada. Esto consume mi corazón. Claro está que soy más sabio que todos esos necios doctores, licenciados, escribanos y frailes; no me atormentan ni los escrúpulos ni las dudas, ni temo al infierno ni al demonio. Pero me he visto privado de toda alegría; no creo saber nada con sentido ni me jacto de poder enseñar algo que mejore la vida de los hombres y cambie su rumbo.[12]
Entre Goethe y Thomas Mann aparecen diferentes tratamientos del tema. En ‘La maravillosa historia de Peter Schlemihl‘ (1814), de Adelbert von Chamisso, Fausto —en el avatar de Peter Schlemihl— no vende su alma al diablo, pero sí su sombra; en Der Doktor Faust (1851), Heinrich Heine trata el tema con cierta trivialidad, volviendo a la tradición antigua; en Mon Faust (1946), Paul Valéry interpreta la figura de Fausto como una muestra de que es imposible llegar al sentimiento a través de la razón; finalmente, en Doktor Faustus (1947), de Thomas Mann, la historia de Fausto —esta vez en el avatar de Adrián Leverkühn— es trasladada a las primeras décadas del siglo XX, donde la venta del alma Leverkühn al diablo a cambio de veinticuatro años de genial creación musical simboliza la venta del alma de Alemania al nazismo a cambio de un breve período de «gloria».
En suma, el anhelo de absoluto, esencia irreductible de este mito, ha permitido que pensadores de la talla de Oswald Spengler vean en el alma fáustica una innegable manifestación del hombre moderno. Cito un fragmento del filósofo:
En adelante daré el calificativo de apolínea al alma de la cultura antigua, que eligió como tipo ideal de la extensión el cuerpo singular, presente y sensible. Desde Nietzsche es esta denominación inteligible para todos. Frente a ella coloco el alma fáustica, cuyo símbolo primario es el espacio puro, sin límites, y cuyo «cuerpo» es la cultura occidental, que comienza a florecer en las llanuras nórdicas, entre el Elba y el Tajo… Fáusticos son la dinámica de Galileo, la dogmática católica-protestante, las grandes dinastías de la época barroca…[13]
Más allá de la irreductibilidad discursiva de Spengler, vale aclarar que muchas de las versiones clásicas de Fausto no sólo nos enseñan que el hombre, por más sabio que sea, nada puede saber, sino también que el tiempo dedicado a ese saber nada garantiza, excepto alejarse de la vida.
https://www.youtube.com/watch?v=3K6tBTGup2s
[1] Soy de los que creen que el consumo —al menos, en la acepción que le adjudica el marketing— no hubiera llegado a ser lo que es de no haber utilizado estrategias de seducción, o como dice el titular de un periódico leonés, «el consumo es seducción del consumo». Con respecto al vínculo de la expresión sociedad del espectáculo, inmortalizada por Guy Debord, con el concepto de seducción, baste recordar tres libros de Jean Baudrillard: ‘La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras’ (1970), ‘Cultura y simulacro’ (1978) y De la seducción (1990). En cuanto a la expresión sociedad del conocimiento, no creo que haya nada que aclarar.
- Calderón de la Barca, Pedro (Autor)
[2] Para una mejor caracterización de los mitos clásicos, véase mi artículo «Los mitos griegos en la literatura occidental», publicado en esta misma revista.
[3] Este rasgo puede también explicarse a través de Baudrillard, particularmente, con su concepto de simulación.
[4] Recordemos que, para el cerrado catolicismo contrarreformista, la figura del impostor tenía profundas connotaciones luciferinas.
[5] Véase J. Casalduero. Contribución al estudio del tema de don Juan en el teatro español. Madrid, Editorial Porrúa, 1975.
[6] Poema incluido en Las flores del mal.
[7] Véase Albert Camus. ‘El mito de Sísifo’, Buenos Aires, Losada, 1942.
[8] Véase Gregorio Marañón. Don Juan, Madrid, Espasa-Calpe, 1955.
[9] Véase Anónimo. Historia del doctor Johann Fausto (Trad. Juan José del Solar), Madrid, Siruela, 2006.
[10] Véase Andrés Bohórquez Roa. ‘Libro de la vida de San Cipriano el Mago’. Bogotá, Amazon, 2011.
[11] Véase Pedro Calderón de la Barca. ‘El mágico prodigioso‘, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1973.
[12] Wolfgang von Goethe. Fausto, Buenos Aires, Longseller, 2004.
[13] Oswald Spengler. La decadencia de Occidente, Madrid, Espasa-Calpe, 1958.
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