Las nueve musas
Doce hombres sin piedad

Doce hombres sin piedad

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El 20 de septiembre de 1954 se emitió en el programa televisivo ‘Studio one’ la primera versión de ‘Doce hombres sin piedad’ (Twelve angry men), dirigida por Franklin J Schaffner.

Reginald Rose la escribió expresamente para el programa, tras su experiencia de ocho horas de deliberación como parte de un jurado en un juicio en el que el procesado era acusado de homicidio involuntario.

Robert Cummings, Franchot Tone, Walter Abel y Edward Arnold interpretaban el jurados nº 8, y sus tres principales opositores, los nº 3, nº 4, y nº 10, que en la versión cinematográfica de Sidney Lumet encarnarían Henry Fonda, Lee J Cobb, E.G Marshall y Ed Begley jr. Repetirían Joseph Sweeney (jurado nº 9) y George Voskovec (nº 11). Los otros intérpretes  en la producción televisiva fueron: Norman Fell (nº1), John Beal (nº2), Lee Philips (nº5), Bart Burns (nº6), Paul Hartman (nº7) y Larkin Ford (nº12), mientras que en la cinematográfica serían: Martin Balsam (nº1), Joseph Fiedler (nº2), Jack Klugman (nº5), Edward Binns (nº6), Jack Warden (nº7) y Robert Webber (nº12)

La United Artist propuso a Henry Fonda que protagonizara la adaptación al cine. Fonda decidió también asumir la función de productor, junto a Reginald Rose, faceta que no le resultó nada estimulante, por lo que no reincidiría de nuevo. Fue Fonda quien eligió a Lumet como director, ya que había quedado impresionado con su labor en las producciones televisivas de ‘Studio one’ y ‘The Alcoa hour’, en las que, además, había demostrado ser un director que se ajustaba a los planes de rodaje, lo que era fundamental para una producción de poco presupuesto, que se rodaría en 21 días. Dispusieron de dos semanas de ensayos, para las que Lumet les exigió que permanecieran juntos en la sala repitiendo una y otra vez sus intervenciones, para de ese modo hacerse a la situación de compartir un espacio reducido durante un tiempo.

Como planteamiento expresivo, Lumet optó, junto al director de fotografía Boris Kaufman, por rodar el primer tramo con lentes largas, con profundidad de campo, y progresivamente, para acentuar la claustrofobía, recurrir a las lentes cortas, con teleobjetivo, en los primeros planos, también más abundantes: admirables al respecto los concernientes a los jurados nº 9 y nº 4, cuando el segundo cambia radicalmente su parecer, por la observación del segundo sobre las marcas de sus gafas en el puente de su nariz, al comprender que la testigo no había podido presenciar el crimen porque no portaba gafas (que no llevaba durante el juicio). En su vibrante montaje analítico, de planificación corta, también destacan ciertos travellings hacia específicos personajes, en momentos significativos o relevantes: el que precede a la primera vez que se decide a intervenir el jurado nº 5; el plano sostenido sobre Fonda, tras conseguir que alguien, en la segunda votación, vote inocente, un travelling que refleja cómo se siente ya más afirmado y determinado a argumentar en contra de la convicción generalizada: al fin y al cabo, por inseguridad, al sentirse solo, había planteado la posibilidad de una segunda votación; si nadie le apoyaba aceptaría la perspectiva predominante. De hecho, al ver que cuatro de los jurados no le escuchan, ignorándole, y prefieren abstraerse en un juego, les rompe el papel.

La piedra angular de ‘Doce hombres sin piedad’ (1957) es ese término tan poco aplicado, y no sólo en juicios, llamado Duda razonable. Es la razón reflexiva, la que no se deja emborronar por las movedizas y ambiguas apariencias ni ofuscar por los sanguíneos prejuicios.

La razón se interroga, y está hecha de piedad, porque sabe que toda decisión tiene sus consecuencias, inclusive la vida de otro. El respeto y comprensión del otro pasa por ponerse en su piel y saber mirar desde el ángulo de sus circunstancias.

‘Doce hombres sin piedad’ es excelente, pero ante todo, más allá de su incisivo planteamiento reflexivo, por cómo, con una tensa planificación y montaje, y pertinente uso de los movimientos de cámara, nos introduce en la atmósfera cargada de la situación que viven estos doce hombres encerrados en una habitación, proceso que encuentra su reflejo paralelo en la modificación, o alteración, de la meteorología: del calor asfixiante, congestionado, del principio a la lluvia liberadora de la parte final. Es un canto a la mirada abierta, además, al valor de ser capaz de enfrentarse a la opinión unánime aunque sea con la duda y la interrogante. El único hombre con piedad inicial es el que va empapando con su duda razonable, y razonada, al resto de los componentes del jurado, sofocados por los prejuicios o la mirada vaga o desenfocada. Y así logrará alterar su percepción y discernimiento.

Hay que situar también ‘Doce hombres sin piedad’ en el contexto. Eran los años en los que se coleaban las consecuencias de la Caza de brujas, la persecución del simpatizante con el comunismo, una latente atmósfera policial de vigilancia, por lo tanto, en la que los prejuicios brotaban de modo más virulento, o que podría camuflar las diferencias personales. Aunque se procuró minimizar el aspecto étnico, en la obra las actitudes de los dos personajes, ambos tendentes al comportamiento colérico, que fundamentalmente se ponen en cuestión son las del jurado nº 10, aquel que muestra abiertamente sus desprecios al acusado por su pertenencia de clase (con el añadido de esa noción de todos son iguales), que veladamente reflejaba esa xenofobia puesta en cuestión, por algunas obras cinematográficas, en la sociedad de la posguerra. Y el jurado nº 3, por proyectar en el chico la amargura y frustración de la relación con su propio hijo. La proyección de un desprecio colectivo y la proyección, en forma de descarga, de un fracaso íntimo. Por otro lado, también se pone en cuestión la desidia o volubilidad en los casos de los dos personajes dedicados a la tarea de ventas, el comercial de mermeladas, el nº 7, preocupado porque si se demora la discusión puede perderse el partido para el que ha comprado entradas, y el nº 12, el publicista que incluso, en cierto momento, es capaz, en pocos minutos de cambiar su parecer por tres veces, de culpable a inocente, de inocente a culpable, y de nuevo de culpable a inocente. Por último, señalar la mente metódica y cuadriculada del broker, el nº 4, la mentalidad económica y funcional, la mirada que se justifica en la incuestionable evidencia de los hechos con la convicción de que son registro de lo real (ironía que su convicción se desmonte por las marcas de sus gafas en el puente de su nariz). Por la dedicación de los personajes, sin subrayados, se refleja ciertas actitudes sociales que tienden a preocuparse ante todo de su propio ombligo, que focalizan la realidad en términos de compra, venta, consumo, o funcionalidad y literalidad, o que reflejan una falta de personalidad por la facilidad de ser sugestionables o manipulables.

El jurado nº 1 cuenta en cierto momento, al jurado nº 8, una de sus experiencias como entrenador de un equipo de instituto. Cómo la imprevista lluvia frustró un partido que iban ganando. Lo imprevisible, lo inadvertido, puede modificar radicalmente la percepción de un escenario, como una mera interrogante, la que siembra el jurado nº 8, porque considera que una vida ajena, que está en sus manos, pues un veredicto de culpabilidad implicaría su ejecución, por lo tanto la pérdida de su vida, merece al menos la consideración de la mínima atención y reflexión. Su circunstancia no es un trámite ni un escenario, además supeditado al propio, a las necesidades y frustraciones personales, sino una difusa conjunción de elementos que quizá no sean tan nítidos como parecen, o que quizás hayan sido presentados de modo parcial por el énfasis del fiscal en ciertos aspectos, amplificado por la desidia del abogado defensor. Quizá la comprensión sea insuficiente porque disponen de una perspectiva incompleta. Quizá una mirada más atenta, menos vaga e indiferente, y carente de prejuicios, logre enfocarla con toda claridad, como la lluvia que limpia un paisaje sofocado, contaminado, por esa mirada negligente y desenfocada.

Desde entonces, desde un ángulo u otro, de modo más directo o indirecto, Lumet ha desentrañado la aplicación de la justicia a través de diversos integrantes, o funciones, del sistema judicial. El abogado protagonista, encarnado por Paul Newman, de la magnífica ‘Veredicto final’ (1982), se confrontaba con las miserias de la institución judicial, que poco tienen que ver con la aplicación de la Justicia, y otras miserias individuales, en donde siempre se favorece los intereses de los privilegiados. Un paisaje de corrupción, de falta de escrúpulos y almas en venta, en el que lidiará por recuperar un asomo de dignidad, encarnado en esa mujer ya irreversiblemente en coma por un probable error médico (por la irresponsabilidad de unos prestigiosos cirujanos; reflejo de las inconsistencias de la institución sanitaria), que no es sólo la propia, sino la de un mundo corrompido cual lustroso cadáver.  En otras dos de las obras maestras de Lumet, ‘Daniel’ (1983) y ‘Distrito 34: corrupción total’ (1990), Hutton encarna un personaje, en principio, con la mirada desenfocada. En la primera, el trastorno que sufre su hermana, más concienciada en la lucha contra las injusticias en el presente, le impulsa a indagar y desvelar las turbiedades del poder, décadas atrás, en los 50, que determinaron la pena de muerte de sus padres, electrocutados, por conspiración comunista contra el Estado. En la segunda, como Reilly, ayudante del fiscal, descubrirá que la imagen con la que se presente la Ley es el resultado del trabajo de un maquillaje conveniente, como al edificio de la justicia están arreglando la fachada el primer día que acude a realizar la labor encomendada. El héroe, el policia Brennan (Nick Nolte), tiene mucho de mala bestia, y de corrupto, como también quien le ha encargado la tarea, el fiscal Quinn (Patrick O’Neal), otro xenófobo. El abogado que encarna Andy Garcia en la muy estimable ‘La noche cae sobre Manhattan’ (1996), también se confrontará con la corrupción institucional, en concreto la policial, y por extensión, la familiar, ya que implica a su propio padre. La notable ‘Declaradme culpable’ (2006) era una aguda sátira centrada en la auto defensa que estableció, en los ochenta, el acusado por asociación delictiva con la Mafia, Giacomo Di Norscio (Vin Diesel), un bufón que, como reflejo distorsionado, ponía en evidencia y cuestión las inconsistencias de un sistema, su procelosa condición escénica.

Alexander Zárate

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