Las nueve musas

¿Constituía un estado la nación israelita en el desierto?

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BARUJ SPINOZA Y SIGMUND FREUD. ENSAYO SOBRE EL ESTADO, LA CULTURA, LA FELICIDAD Y EL PRÓJIMO (VII)

Desde tiempos inmemoriales, cuando el hombre dejó de ser trashumante para fijar residencia en un sitio permanente, conformar una comunidad y dedicarse a los rudimentos de una economía básicamente de producción para el sustento propio y de los suyos, el territorio que ocupó se tradujo en parte esencial de su existencia.

Siempre el espacio de tierra fue físico, real, delimitado. Con las leyes inaugurales de convivencia –recordemos el proceso descrito por Freud que dio inicio a este artículo-, y más cuando se producen los primeros óbitos entre los miembros de ese clan, sepultados en los límites de la aldea, creando una mística cuasi religiosa, el enclave adquirió más y más relevancia.

Aun cuando estos individuos no tuviesen ordenamientos de tipo legal para considerarlo como propio, se producía una simbiosis entre ambos que trascendía el plano material para constituir un vínculo de ribetes espirituales (idea de patria). Los hebreos en su tránsito por el desierto carecieron por completo de esa evolución: ese ámbito era apenas el pasaje, y como tal inestable, por el cual llegarían desde la esclavitud en Egipto a la tierra de promisión. Era imposible considerar ese páramo un hogar. Y, sin embargo, quienes estudiaron esta particularidad no han dudado en determinar que aún en esas condiciones los israelitas, en ese medio hostil cuanto infecundo, constituyeron un Estado. ¿Por qué? Con el propósito de alcanzar una respuesta que satisfaga esta cuestión, primero haré un esbozo de la relación entre Estado y territorio a lo largo de la historia.

No ocurrió sino hasta el final de la Edad Media cuando los teóricos de la filosofía política empezaron a reflexionar acerca de las nuevas condiciones que imponía la clausura de una era marcada por monarcas débiles frente a caballeros feudales y autoridades eclesiásticas poderosos. Ante las novedades producidas a partir del siglo XV, y la escasez de nociones teóricas aplicables, se recurrió como siempre sucede a los clásicos. ¿Qué habían reflexionado los griegos y romanos con respecto a esta actualidad desconocida?

En 1576, el filósofo político Jean Bodin (conocido en español como Juan Bodino, 1530-1596) publica Los seis libros de la República. Allí anuncia que un Estado se constituye a partir de la reunión de un grupo humano en un territorio determinado. Este grupo humano se organiza y acuerda originando el orden jurídico que determina la creación de un aparato administrativo funcional que posibilita el ejercicio de la ley, la designación de las autoridades que dan lugar al Estado, su forma de gobierno, resultado del poder político que surge del grupo humano con capacidad para autogobernarse, y el sometimiento de todos sus miembros a una sola obediencia (religiosa, política, jurídica o social). En definitiva, el Estado es la asociación de un grupo de individuos que habita un territorio determinado y posee un poder común que regula el orden de ese Estado. No es la villa ni las personas las que lo constituyen, sino la unión de un pueblo bajo un poder soberano común. La causa natural eficiente del Estado es el grupo humano movido por su naturaleza racional, social y política; la causa material, en cambio, es todo aquello de lo que está hecho el Estado: el conjunto humano más el territorio. El rasgo ordenador esencial del Estado Territorial es el marco jurídico, esto es la soberanía. El principal atributo del poder soberano es el derecho a dictar leyes sobre un territorio determinado, garantizando la tutela, justicia y defensa del súbdito. En tanto que los súbditos deben obediencia y reconocimiento hacia la autoridad soberana. (1).

Hugo Grocio
Hugo Grocio

Huigh van Groot (Hugo Grocio, en español, 1583- 1645), jurista, diplomático y teólogo holandés recurre a los filósofos antiguos y a las Sagradas Escrituras para fundamentar sus tesis, con lo cual su sistema jurídico se basa en  una perspectiva tradicional de la sociedad y el Estado siguiendo la prerrogativa indiscutible de los textos. Sin embargo, apela al mismo tiempo a definiciones modernas racionales para interpretar los asuntos jurídicos y su tratamiento.  De esta manera, de acuerdo a Aristóteles, afirma que la naturaleza gregaria del hombre lo lleva a vivir en sociedad. De aquí surgen leyes comunes de convivencia que marcan la aparición de la soberanía, como expresión de autoridad. Al ocupar una región inhabitada en nombre de esa soberanía, a partir de ese momento la región será llamada territorio. En consecuencia, la asociación política soberana que dispone de un territorio propio, con una organización específica y un supremo poder facultado para crear el derecho positivo se denomina Estado. Estas y otras definiciones sobre la cuestión se encuentran entre sus libros Mar libre (1609) y Sobre el derecho de guerra y de paz (1625).

El concepto de que un Estado para ser considerado como tal debía poseer un territorio donde asentarse (un Estado, un territorio) tuvo validez exclusiva hasta que el jurista y político austro-húngaro de origen judío Hans Kelsen (Praga, 1881 – Estados Unidos, 1973) ​aportó una nueva perspectiva. Kelsen fue uno de los principales autores de la Constitución republicana y democrática que se dio Austria en 1920. En 1929 pasó a la Universidad de Colonia, pero a causa de la ascensión de Hitler al poder abandonó Alemania rumbo a Ginebra y luego a Praga (1936). Finalmente, llegó en 1940 a los Estados Unidos. Allí ejerció la docencia en la Universidad de Harvard, de donde pasó a enseñar Ciencia Política en la de Berkeley (1942).  En su libro Teoría general del Derecho y del Estado (1925) (2),  sostiene que el territorio de un Estado puede no consistir en un pedazo de tierra. El error de que el Estado debe implicar una unidad geográfica resulta de que el Estado es una especie de hombre o superhombre (Hobbes: Leviatán) y su territorio una prolongación suya que le pertenece. No hay ninguna relación entre el Estado considerado como una persona y su territorio, pues éste es el espacio físico donde tiene validez el orden jurídico. Y he aquí la novedad: el orden jurídico da significación al territorio y lo trasciende, otorgándole la identidad al Estado en su territorio. Un Estado empieza a existir cuando el ordenamiento jurídico nacional empieza a ser válido con un gobierno efectivo e independiente que puede obtener obediencia permanente de los individuos que allí viven Los seres humanos que residen en el Estado son los individuos cuyo comportamiento es regulado por el orden jurídico nacional. Un individuo pertenece a la población de un Estado si está incluido en la esfera personal de validez de su ordenamiento jurídico el cual constituye el poder del Estado o soberanía y es fuente de derechos y obligaciones. Ahora bien, según el derecho constitucional, el territorio no necesariamente es una unidad espacial o una unidad geográfica. El territorio puede no pertenecer a Estado alguno (Kelsen da el ejemplo del territorio de alta mar. Yo me atrevo a incluir en esa clasificación, al desierto en tiempos bíblicos) (3). Hans Kelsen

Teniendo ante la vista estos argumentos y antecedentes, procuraré ofrecer mi interpretación acerca de esta materia. Sin embargo, a poco de andar me encuentro que el camino se bifurca en dos tramos y no puedo ocultar mi perplejidad para discernir por cuál de ellos transitar. El primero de ellos señala la propensión demasiado humana a confiar en los sentidos, específicamente identificar un lugar. ¿Cuál es ese lugar? ¿La inmensidad del desierto? ¿El ubicuo monte Sinaí? Así como el cielo no existe como morada divina y Dios está en todas partes, el Sinaí como punto de partida de la existencia del pueblo de Israel es apenas una entelequia. Nos lanzamos a la conquista del espacio, de cuanto más espacio disponemos,  más realidad tenemos, sin embargo con ello sacrificamos el tiempo. Ubicar algo en un lugar es limitarlo a una entidad terrenal, restarle su dimensión en el tiempo, pensar más en un objeto que en el espíritu. La gravedad de las cosas está en su carga emotiva y no en los lugares donde suceden. No es el objeto el que otorga sentido al momento sino el momento el que da significación a las cosas. Moisés recibe la Torá en el medio del desierto, Dios se manifiesta ante todo un pueblo, une cielo y tierra y no ocurre en ningún lugar porque en el medio del desierto, el monte Sinaí, carece de coordenadas espaciales. El lugar más importante es insignificante como lugar, importa el mensaje, el sentido, el espíritu. Dios funda el pueblo de Israel con sus leyes, mandamientos y ordenanzas, y de esta manera establece el Estado. ¿Dónde? Es irrelevante el lugar. Es un Estado espiritual, si se quiere. Ante los ojos políticos del modernismo, Israel exhibía todas las propiedades para ser calificada como una nación: una población homogénea, idioma común, costumbres propias, religión unánime, reconocimiento de un liderazgo bajo la persona de Moisés (con algunas oposiciones significativas); sin embargo, no calificaba para pensarla un Estado. A pesar de ello, la potencia de las leyes divinas era de tal magnitud que establecieron por sí mismas un ámbito físico donde se afianzaron y prosperaron. Quizá pueda comparar esta revelación con lo que sucede actualmente con los agujeros negros hallados en el espacio. Su masa se encuentra tan concentrada sobre sí misma, el poder de la gravedad es tan grande que impide que la luz emerja hacia el exterior haciendo imposible determinar su ubicación salvo por instrumentos de medición extremadamente sensibles y precisos. Al situarse Dios como monarca y legislador, su poder fue el necesario y suficiente para conformar por sí solo el Estado hebreo desde su interioridad. Estado instituido  por consentimiento de los que están sujetos a él a propuesta de Adonai, que los israelitas aceptan en virtud del pacto, con el fin de obtener su seguridad y conservación.

El segundo camino que se abre ante mí es el que depara una explicación jurídica. Quizá durante siglos el término Estado para referirse a la nación israelita en su derrotero por el desierto haya sido una convención, una licencia gramatical, una definición académica que utilizaron Maquiavelo, Hobbes y Spinoza para describir sus respectivas tesis y que continuó utilizándose en los siglos posteriores. La respuesta a este enigma la da Hans Kelsen a principios del siglo XX al afirmar que un territorio puede tener una dimensión espiritual y no necesariamente consistir en un pedazo de tierra, cuya significación está dada por el orden jurídico al que se encuentra sometido y que empieza a existir cuando ese ordenamiento obtiene la obediencia permanente de los individuos que allí viven por la acción de un gobierno efectivo e independiente. Analicemos el caso de Israel a partir del instante simbólico en que recibe las Tablas de la Ley (Lujot Habrit). En ese momento, se establece el orden jurídico que regirá la convivencia de las personas reunidas bajo su tutela, premios y castigos; dicho acto, marca el día uno de la existencia del Estado; se constituye un gobierno representado por Moisés como voz autorizada para expresar la soberanía de Dios, autoridad absoluta de su reino, con la capacidad indiscutida de imponer la obediencia entre sus súbditos.

Desde uno u otro argumento, me atrevo a aseverar que he demostrado que Israel ya constituía un Estado mientras peregrinaba hacia la tierra prometida y continuó siéndolo en los casi dos milenios que estuvo apartado de ella. Entiendo que algunos lectores del párrafo anterior mostrarán su desacuerdo con respecto a mis conclusiones. Acerca de esta cuestión, digo que el primer caso se trata de una interpretación y como tal discutible. El segundo razonamiento es más complejo. Utilizar un mecanismo teórico de reciente enunciación (recuérdese la fecha en que Kelsen publicó su obra: 1925) para explicar un acontecimiento acaecido más de 3000 años antes me remite a la utilización del Carbono 14 para ubicar históricamente objetos hallados en excavaciones arqueológicas, que permiten datar los mismos y a partir de ellos comprender con mayor exactitud las condiciones de vida y subsistencia de antiquísimos grupos humanos. Si un descubrimiento ayuda a echar luz sobre un enigma del pasado, no veo el motivo para no traerlo a la discusión.

Acerca de este tema, resta un aspecto a atender: ¿puede definirse a los habitantes de ese Estado tan particular como ciudadanos?

Pablo Freinkel


1-Marco A. Huesbe Llanos. Reforma política Luterana en el siglo XVII de Martín Lutero a Henning Arnisaeus. Revista de estudios histórico-jurídicos,  n.21, Valparaíso,  1999. Universidad Católica de Valparaíso (Instituto de Historia) .Universidad de Valparaíso (Escuela de Derecho)

2-Hans Kelsen. Teoría General del Derecho y del Estado (1925). The Lawbook Exchange. Nueva Jersey, 2007. 516 páginas.  (La traducción del inglés es mía)

3-Kelsen, op. cit. pgs.207-233.


 

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