Las nueve musas
El crepúsculo de los dioses

Billy Wilder y la Trilogía de confinamientos

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El crepúsculo de los dioses, El gran carnaval y Traidor en el infierno

El crepúsculo de los dioses‘ (Sunset Boulevard, 1950), ‘El gran carnaval’ (Ace in the hole, 1951) y ‘Traidor en el infierno’ (Stalag 17, 1953), constituyen, o se pueden considerar, dentro de la filmografía de Billy Wilder, como una singular ‘trilogía de confinamientos’.

El crepúsculo de los dioses

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El del guionista Joe Gillis (William Holden) en el mundo embalsamado de la actriz retirada Norman Desmond (Gloria Swanson), en su mansión apartada del mundanal ruido, escenario en el que, en principio, encuentra refugio de sus acreedores. El del periodista Tatum (Kirk Douglas) en un pueblo perdido de Nuevo México, Alburquerque, trabajando durante un año como redactor jefe en un irrelevante periódico, como quien se conforma con los márgenes de la profesión, tras ser despedido de más de una decena de importantes periódicos de las grandes ciudades, pero aún soñando con disponer de una nueva oportunidad, que encuentra en la ‘explotación’ de una noticia, la de un hombre ‘confinado’, atrapado, en una cueva (su as en el agujero). Y, por último, el de los militares norteamericanos confinados en un campo de concentración alemán.

Entre los soldados, destaca Sefton (William Holden), quien como los otros dos protagonistas citados, se dedica a la venta. Los tres se desprenden de sus escrúpulos, aunque crean que pueda ser de modo provisional, como es el caso de Gillis. Venden o se venden. La venta puede implicar cierta prostitución, como es el caso de Gillis con la actriz que se encapricha de él. Tatum sabe que las noticias de sucesos desgraciados son los que más venden, así que manipula, sin escrúpulo alguno, los acontecimientos para que le reporten el deseado beneficio: aunque el hombre atrapado pueda ser rescatado en siete horas, logra convencer al sheriff y al encargado del rescate para que se demore durante una semana. Así el sheriff podrá beneficiarse de la atracción turística en que se convierte el confinamiento del hombre atrapado para triunfar en las próximas elecciones del cargo. Y Tatum para estirar su protagonismo escénico, por la exclusiva sobre los hechos que disfruta, durante el mayor número de días posibles, y así recuperar el puesto de trabajo en uno de los periódicos más importantes de Nueva York, y el enriquecimiento por lo que consigue que le paguen por esa exclusiva. Sefton se convierte en el prototipo del superviviente que hace de su cinismo no sólo tabla de salvavidas sino sofá mullido en las más precarias y adversas condiciones. Sus beneficios con el extraperlo le sitúan en una posición privilegiada que implica disfrutes vedados para el resto de sus compañeros, quienes, por esa razón, le desprecian y odian, a la par que envidian. La evidencia de un traidor entre ellos es la perfecta excusa para descargar ese resentimiento como estigma que le condena como sospechoso principal.

Se pueden apreciar más similitudes entre las dos primeras películas, ya que ambos protagonistas, en la precariedad económica y laboral, se sienten atrapados, prisioneros. Sefton se ve confinado por las circunstancias concretas, la guerra. Gillis y Tatum se dedican a dos facetas de la escritura, y no pasan por su mejor momento profesional. En ambos casos, en su presentación, el coche es la figura que define su circunstancia. Gillis intenta evitar que, por impago, le requisen su coche, por lo que huye con el mismo, razón por la que, cual desvío siniestro (antecedente del de Marion en ‘Psicosis’, 1960, de Alfred Hitchcock), al esconderse en la persecución, llega a la casa de Norma Desmond, que se convertirá en callejón sin salida. Tatum nos es presentado al volante de su coche, que es remolcado. Así es su vida en ese momento, a remolque. Pide que se detengan cuando avista los letreros del periódico, al que se ofrecerá como periodista que se encuentra en circunstancia desesperada que es capaz de aceptar cualquier sueldo por mínimo que sea. No deja también de ser un desvío que parece eternizarse cuando ha transcurrido un año. No será un desvío, pero casi:  detenerse a repostar el coche, cuando se dirige a informarse del evento de una caza de serpientes de cascabel en una población vecina, propicia que tome conocimiento de que un hombre ha quedado atrapado en una cueva cuando buscaba restos arqueológicos de los nativos que vivieron en ese poblado incrustado en la tierra, siglos atrás. Una ciudad fantasma, como fantasma parece la vida de Tatum, quien sueña con otros tesoros. Y cree encontrar el camino hacia las alturas a través de alguien que permanece enterrado. Será otro confinado el que a él podrá rescatarle de su vida atrapada. Al final, Gillis y Tatum, fallecerán a manos de una mujer, de la que se habían querido aprovechar, y a la que creían manipular. Ambos, también, habrán intentado tarde rectificar su dirección. Los escrúpulos no pueden recuperarse como si se hiciera tabla rasa. Los lastres no olvidan, y arrastran al fondo de una piscina que se convertirá en su único horizonte o determina que el cuerpo que soñaba con las alturas se desplome como un peso irremediablemente ya muerto.

Ya no sólo es que, ingeniosa ocurrencia de construcción narrativa, sea la voz de un muerto, Gillis, cuyo cadáver, flotando, nos es presentado desde el interior del agua de la piscina (un cambio de eje que nos hace sentir como si fuéramos a cruzar al otro lado del espejo; y a través de un espejo en el fondo es cómo se rodó ese plano), quien nos relate la ‘espectral’ historia de ‘El crepúsculo de los dioses‘, es que ya la grisácea y lívida luz del amanecer (qué ironía que un amanecer transmita esa sensación fantasmal) de las primeras imágenes de los coches de policías y periodistas por la carretera en dirección a la mansión donde se encontrarán con el cadáver en la piscina, transmiten esa sensación de atmósfera claustrofóbica, embalsamada, sórdidamente espectral, de aire viciado y retenido, fúnebre, que empapa toda la obra (magnífico el trabajo fotográfico de John F Seitz).

El encuentro en la mansión de Sunset Boulevard, que asemeja un mausoleo abandonado, tétrico (como ya bien asocia la voz de Gillis, asemeja a la mansión de Miss Havisham en ‘Grandes esperanzas’ de Charles Dickens), entre Gillis, y esa moderna Miss Havisham, Norma Desmond (Gloria Swanson), ‘abandonada’ por los ‘focos del cine’, tendrá lugar, precisamente, a través de la muerte, al confundirle ella con quien debe traer el ataúd para su mascota chimpancé. Este turbador detalle adquiere amplias resonancias: Norma Desmond es una representante (embalsamada en su cápsula apartada de la sociedad) del cine ‘primitivo’, el de los inicios, el cine mudo; cáustico es el detalle de que en buena medida Gillis será el sustituto acompañante (chimpancé), en funciones de gigoló, de Norma; y, subyacente, más allá de los aspectos relacionados con el mundo del cine, una ácida visión sobre los predominantes aspectos primitivos de la condición humana que rigen sus conductas y relaciones ( esa actitud de Norma de niña caprichosa, susceptible, que no duda en chantajear emocionalmente con intentos de suicidio para que no la abandonen; su rabieta despechada final que la lleva al crimen).

Fuera de ese lóbrego ( y magnífico) decorado, tampoco respira mucho la narración: La multitudinaria fiesta de su amigo, el ayudante de dirección, incide en las sensaciones opresivas, agobiantes (pese a que contraste con el vacío taxidérmico de la mansión de Norma); o las secuencias que comparten Gillis y la evaluadora de guiones, Betty (Nancy Olson), en los estudios de la Paramount (como si fueran otra celda, de escenario de vida, o vida como escenario, una falsa ilusión de huida, que marca y atrapa: el relato nocturno de Betty, entre los decorados, sobre cómo generación tras generación su familia ha trabajado en el mundo del cine, cual condenados). El sobrecogedor plano final, el rostro de Norma dirigiéndose a cámara, trastornada, que es dirigirse a nosotros, espectadores, mientras la imagen se emborrona, es la correspondencia con el plano del cadáver de Gillis, de figura difusa entre reflejos en el agua, y la constancia de un irreversible viaje a la pérdida de sentido de realidad. Norma habitará ya definitivamente la vida como un escenario entre focos y cámaras. Y Gillis quedará confinado definitivamente en un ataúd, como el chimpancé que aún no sabía que era su reflejo premonitorio.

 

El gran carnavalEn ‘El gran carnaval‘, Tatum es un periodista ambicioso, y arrogante, que quiere ser ‘alguien’ en la profesión. Pero su vida parece averiada, como así está su coche. Le importa más su posición, su nombre, que el trabajo que realiza, por lo que aún le sobran infulas de grandeza. No cree en el cartel que destaca en la oficina del periódico, ‘Cuenta la verdad’ (Tell the truth). Para él importa la noticia ‘sensacional’ que capte la atención del público, y cualquier medio es válido para lograrlo. No importa la distorsión, ni la manipulación de los hechos o de las personas. Lo fundamental es la conveniencia, es decir, él mismo, su notoriedad. Su oportunidad surge cuando el dueño de un restaurante, Leo Minosa (Richard Benedict), queda atrapado en una cueva, debido al desprendimiento de unas rocas. Ya dispone de una ‘mina’ de noticia. Orquesta los hechos y a los personajes del entorno, o escenario que configura, para que sirvan a su propósito. Pulsa, para ello, la tecla de los codiciosos o ambiciosos intereses de aquellos que pueden estorbarle para que se tornen en aliados, caso de la esposa de Leo, Lorraine (Jan Sterling) o el sheriff local, Tretzer (Ray Beal). Y, de este modo, ya está montada la ‘atracción de feria’ del circo mediático. Cada vez acudirán más personas al lugar de los hechos, movidas por la curiosidad, por lo que, consecuentemente, se montarán diversos comercios, y literales atracciones de feria (como norias), para hacer negocio con la multitud de curiosos.

Tatum sabrá cómo trenzar los hilos de la noticia mediante la escenificación, por ejemplo, haciendo pasar a la esposa del hombre atrapado, como esposa sufriente y entregada, cuando ella estaba a punto de abandonar a su marido. Predominan las relaciones como mero intercambio de intereses, con excepciones como el dueño del periódico local. El paisaje humano es tan árido y pedregoso como aquel en el que la acción tiene lugar. Para Tatum no importa la vida en juego, solo el espectáculo, que posibilita alcanzar el renombre o la fama, estar en el centro del foco. Incluso, hasta los curiosos que se acercan, en el fondo, lo hacen porque por un instante se sienten parte del centro de atención (como esos espectadores en los partidos que saludan jubilosos a las cámaras en sus panorámicas sobre el público).

El relato deviene tétricamente espectral, opresivo, haciéndonos sentir que todos estamos atrapados en ese agujero. Tarde será cuando Tatum descubra que la demora del rescate determina la muerte de Leo, ya que por efectos de la excavación realizada desde arriba ya no es posible realizar el rescate que podía liberarle en poco tiempo. Tatum había apostado todo por ese ‘as en el agujero’ al que alude el título original, ‘Ace in the hole’.  Pero el agujero se convertirá no en su tumba literal pero sí determinará el desplome de todo lo que había erigido para elevar su realidad hacia los sueños que aspiraba como ilusión. Inclusive su muerte, cuando uno de sus peones, Lorraine, se revuelva ante su intento de descarga de frustración sobre ella. Tatum intenta estrangularla porque ya siente irremisiblemente su vida estrangulada. Y es él mismo quien lo ha hecho. Lorraine responde con el filo de un cuchillo, como la actitud de Tatum no dejaba de ser un filo que nada respetaba para conseguir su tajada de sueños ansiados. Las serpientes de cascabel son su retórico reflejo. Precisamente, otro personaje cínico que encarnará, Pitman en la admirable ‘El día de los tramposos’ (1970), de Joseph L Mankiewicz, verá frustrados sus codiciosos propósitos, para cuyo consecución ha manipulado a cualquiera que le sirviera, aunque implicará su muerte, por una imprevista serpiente de cascabel.

 

Traidor en el infiernoHay obras en la que una interpretación que destaca sobremanera no es que eclipse la percepción de las virtudes del conjunto de la película, sino que pone en evidencia sus carencias o limitaciones. Sefton es uno de esos personajes que dejan huella. Es la mordaz mirada de la inteligencia. Una de las mejores creaciones de ese gran actor que fue William Holden, que aportó su profunda mirada, con la que dotaba a sus personajes de los más complejos matices, y que siempre traslucía una aguda inteligencia. Inolvidable, por ejemplo, en ‘Grupo salvaje'(1969), ‘Misión de audaces’ (1959), ‘El crepusculo de los dioses’ (1950), Fort Bravo’ (1953) o ‘Picnic’ (1955), por citar algunas de las mejores obras que protagonizó. Si en ‘El crepúsculo de los dioses’ no había sido la primera opción, sino Montgomery Clift, que no quiso encarnar a un gigoló, aquí era la tercera tras Charlton Heston (que declinó la posibilidad cuando a su personaje le extrajeron cualquier componente heroico) y Kirk Douglas (quien reconocería que cometió el mayor error de su carrera por rechazar la propuesta). Holden tampoco estaba muy convencido, le parecía demasiado cínico el personaje, e incluso se salió tras el primer acto de la obra teatral adaptada. Sefton permanece, en mi memoria, como uno de los grandes personajes de la historia del cine, aunque la película no esté a su altura, ni me parezca una de las mejores obras de Billy Wilder. Sí fue uno de los mayores éxítos de taquilla de su carrera, pese a que la Paramount había retrasado un año su estreno porque no confiaba precisamente, por su temática, en su éxito. La narración fluctúa entre el drama de guerra y la comedia ( cáustica y grotesca). Pero hay un cierto desequilibrio entre las subtramas, que se hace más evidente por la poderosa personalidad del cáustico personaje de Sexton. Chirría en exceso el grotesco humor que destilan las intervenciones del presunto dueto gracioso formado por Animal (Robert Strauss) y Harry (Harvey Lembeck); ambos actores habían participado en la representación teatral. Sefton destaca por su contraste con los otros compañeros del campo de concentración alemán en que están prisioneros. Pero la relevancia que se da a ese bufo dueto diluye la fuerza de ese contrapunto con respecto al conjunto, y dispersa, además, la fluidez dramática, como si convivieran distintas películas dentro de la misma sin acabar de conjugarse armónicamente. Aparte de intensificar la añoranza de cada nueva aparición ‘escénica’ de Sefton.

Pero ¿Quién es Sefton? Se podría decir que es un ‘cuerpo extraño’ en su entorno. No es precisamente un personaje noble, sino un cínico, despreocupado de las preocupaciones patrias del resto. Su mentalidad es práctica, saca provecho del entorno. Objetualiza, como buen empresario a pequeña escala. No habita un espacio confinado, sino que transgrede límites para no sólo sobrevivir sino extraer beneficio. El escenario impuesto lo transfigura en un escenario conveniente, que manipula y orquesta. Sus compañeros son más bien clientes potenciales. Los enemigos, los alemanes, aquellos que pueden conseguirle el material para vender. Pero no es un personaje de una pieza. Su cinismo es más bien el del que se ha curtido con demasiados varapalos y desprecios. Sefton sabe lo cruel que es el poder ganarse la vida, o hacerse su lugar, en eso llamado ‘tiempo de paz’. Y qué difícil es que te den la oportunidad cuando has crecido en una ‘clase’ no favorecida, por lo que sabe lo que es padecer las apreturas y las carencias.  Y él no es, como le señala a un oficial de buena familia, alguien que haya disfrutado de esos privilegios de nacimiento que te hacen la vida fácil. El ha tenido que combatir en la selva urbana para no dejarse aplastar. Sefton, por tanto, es un reflejo cáustico de esa sociedad, la estadounidense, que se había atribuido el papel de defensora de las libertades y los derechos frente al tiránico fascismo, pero en cuyo interior también se sufren las discriminaciones, las desigualdades, o los abusos del poder. No es oro todo lo que reluce, más bien lo contrario. Y él aplica las enseñanzas de su país.

Cuando se descubra que entre los integrantes de pabellón hay un traidor, que pasa información a los alemanes, Sefton será el primer sospechoso. Y el juicio se convertirá en condena, y consiguiente brutal paliza. La ironía es que él descubrirá al auténtico traidor (en una antológica secuencia guiada por el proceso de deducción en la mirada de Holden). Y si se lo hace saber a sus compañeros no es por que se haya redimido y haya recuperado un entusiasmo patrio o solidario grupal, sino como una forma de hacerles ver su apresurada e injusta presunción. Su erróneo juicio. Aquellos que se sienten detentadores de la mirada justa, y que consideraban a Sefton el opuesto sobre el que se afirmaban, revelan, a pequeña escala, que no es oro todo lo que reluce. Y los límites, por tanto, difusos. Como remate, en su marcha, cuando acompaña al oficial que se fuga, les sacude de nuevo con la vitriólica ironía cuando les dice que si algún día le ven por la calle que finjan que no le conocen. Su mirada y su gesto de despedida con la mano, cuando baja por la trampilla en el suelo, es una elocuente, no falta de elegancia, manera de decirles que os den, ahí os quedáis (qué asombroso actor era William Holden).

Sefton, a diferencia de Gillis y Tatum, sí logra encontrar la trampilla de salida. Y en su caso, con corte de mangas incluido. Quizá porque no se dedicaba a escribir, como los otros dos, y tenía las manos libres para lograr ser más práctico con la disidencia que responde con un mordaz reflejo distorsionado.

Alexander Zárate

 

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