Las nueve musas

«A ese no lo cura ni el Médico Chino»

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Las frases «a ese no lo cura ni el Médico Chino» y su antípoda «anda a que te cure el Médico Chino» despiertan, a lo largo del tiempo, múltiples evocaciones, al extremo de que es improbable que nos encontremos con un cubano que no las conozca.

Y, aunque al tema no le han faltado polémicas, tanto el historiador de La Habana, Emilio Roig de Leuchsenring,  como otros especialistas, han señalado a Cham Bom-Biá como el inspirador de estos adagios, en pugna con varios curanderos orientales que han pretendido quedarse con el mérito.

Cham Bom-Biá
Esta foto del Médico Chino fue donada a la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional «José Martí» por el investigador Ramón Enríquez Febles.

En 1981 Reinaldo Peñalver Moral, de Bohemia, publica el reportaje «Juan Chambombián: el Médico Chino», en el cual se  dan importantes datos sobre el arribo a Cuba en 1854  de este facultativo, como miembro de una expedición de chinos culíes contratados para trabajar en la Isla en condiciones de semiesclavitud. Cham, perteneciente a la etnia Jaka, del sur de su país, se dedica, en principio, al oficio de cigarrero, al tiempo que realiza curas de males, al parecer, terminales, entre los vecinos de la habanera calle Maloja, esquina Campanario, en el barrio de Los Sitios. Su verdadero nombre es Chang Pon Piang, pero los criollos, llenos de picardía y buen humor, comienzan a llamarlo Chambombián. Entonces, él, astuto y sin remordimientos con su raza, se endilga un apócrifo y castellanísimo Juan y solicita la ciudadanía española en 1860.

Pese a ello, a Cham Bom-Biá no le va bien en La Habana: su improvisado consultorio, carente de certificación oficial, es muy mal visto por los galenos de la Madre Patria y esto tendrá consecuencias graves. En 1863 un ciudadano de apellido Millet establece contra él una querella judicial por importar insumos y medicamentos de la ciudad norteamericana de San Francisco sin la licencia correspondiente. Y, de inmediato, la Real Sala Tercera de lo Criminal lo inculpa por el ejercicio ilegal de la medicina. Durante el juicio, pierde su casa de Maloja, come en el hogar de unos paisanos que lo acogen, y duerme en míseras posadas. Decenas de sus pacientes, provenientes de todas las clases sociales, testimonian a su favor. No obstante, al final, es defenestrado, o mejor, «le parten las patas».

Antonio Chuffat Latour en su Apunte histórico de los chinos en Cuba, asegura que Cham Bom-Biá se traslada casi de inmediato a la ciudad de Matanzas, donde vive, entre 1864 y 1871, en la Calle  de Mercaderes, esquina San Diego. De ahí viaja hacia la vecina Cárdenas, con una abundante población asiática, donde sienta cátedra y se adueña de una enorme clientela. Herminio Portell Vilá en una síntesis biográfica de evidentes tintes regionales —se le conoce popularmente como «¡Levanto el dedo!»—, incluida en Archivos del Folklore Cubano en 1928, detalla:

«Nuestro protagonista, de elevada estatura, de ojillos vivos y penetrantes, algo oblicuos, con luengos bigotes a la usanza tártara, larga perilla rala pendiente del mentón, solemnes y amplios ademanes, un lenguaje figurado y ampuloso, vestía como los occidentales, y en aquella época, en la que no se concebía en Cuba al médico sin chistera y chaqué, él también llevaba con cómica seriedad una holgada levita de dril.

Era un profundo conocedor de la flora caribeña y de la de su patria, lo que le constituía en un herbolario notabilísimo. De ello se servía, principalmente, para sus curaciones, teniendo siempre consigo numerosas raíces, frutas y hojas exóticas y de nuestro suelo; valiéndose para sus recetas de la farmacia china que estaba en la Tercera Avenida, número 211.

Mezcla de letrado, mandarín y científico, Cham Bom-Biá, cuyo nombre significa en español Sol Amarillo, tenía, aparte de su cultura oriental, exponente de la mentalidad de esa raza de hombres fríos y pensadores, muy notables conocimientos de lenguas del Viejo Continente y de los adelantos científicos de europeos y americanos».

 Con un dispensario situado en la Sexta Avenida, casi llegando a la calle 12, junto al Cuartel de Bomberos cardenense, el terapeuta, tildado de chapucero por los envidiosos, y padre de ocho varones nacidos en lechos de concubinas, hace verdaderos milagros: a enfermos insalvables les devuelve la salud, y a otros muchos, el uso de sus brazos y piernas, la vista, el oído, el apetito sexual y el placer de una buena cena sin sufrir problemas estomacales o peligrosas descomposturas.

La leyenda sobre sus dones se extiende por toda Cuba hasta tal punto que los plumíferos de la prensa lo bautizan como el «Sumo Pontífice de la Medicina». Sin dudas, lo mejor en él es su militancia junto a Esculapio. Les cobra a los ricos; no a los pobres: «Si tiene linelo paga pa’ mí. Si no tiene, no paga; yo siemple da la medicina… ».  En esta época, y no durante su estadía en la capital de la colonia como se ha dicho de manera errónea, surgen las expresiones «a ese no lo cura ni el Médico Chino» y «anda a que te cure el Médico Chino». La primera de ellas, en particular, no debe ser dicha al descuido: equivale a un descalabro total y hace pensar en un inmediato velatorio lleno de floripondios.

«Simpáticas anécdotas se conservan en Cárdenas sobre Cham —prosigue Portell Vilá en la obra de referencia—. Figura entre ellas la de unos señores que pretendían burlarse de él considerándolo un charlatán audaz, y a los que, haciéndoles oler ciertos productos, les produjo trastornos orgánicos rarísimos, de los que les hizo salir, fácilmente, con el empleo de otras sustancias.

No hubiera desdeñado Boccaccio como tema para uno de sus cuentos picarescos lo sucedido al médico con una señora cuya hija se encontraba «en estado interesante», o sea, preñada, sin que su madre lo supiera al traerla para ser examinada. Empeñada ella en probarle que su hija era cristiana, y no judía, él, tuvo que explicarle con desenfadada crudeza lo ocurrido».

 Cham Bom-Biá realiza continuos viajes por Cuba para atender a pacientes esperanzados con sus alquimias y, en ocasiones, coincide, sin demasiada complacencia, con otro sabio chino: el cantonés Kan Shin Kong, jefe de una clínica en Galiano número 116, en plena capital, quien estudia las virtudes terapéuticas de las plantas y pone en práctica novedosos procedimientos destinados a enfrentar los efectos de la gangrena y la viruela.

Personaje central de unos versos despectivos para los orientales (Chino Manila, / Cham Bom-Biá: / cinco tomates / por un reá), el Médico Chino muere de manera sorpresiva y rara: tendido en su camastro, sin aspaviento. ¿Se envenena con alcaloides de su inventiva?, ¿cae víctima de un astuto rival? El destino final de este médico-botánico empírico es una humilde sepultura en el cementerio amarillo de Cárdenas, extraviada en el polvo, las nubes y el olvido.

Orlando Carrió

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