Las nueve musas

A diestro y siniestro

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 Existe un tic cada vez más acusado dentro de las discusiones y la crítica política.

Gira en torno a una palabra mal usada o mal entendida, según se infiere de la aplicación incorrecta con que se usa dirigiéndola a personas de muy distinto pensamiento.

A diestro y siniestroCreo que la mayoría de personas ha escuchado esa palabra muchas veces y se ha mostrado casi neutral ante ella. Me refiero a la palabra «neutral».

Sucede con frecuencia que una persona que, políticamente, se declara como «ni de izquierdas ni de derechas», suele ser llamada automáticamente así. Ahora bien, cualquiera que reflexione y haga memoria se dará cuenta de que no se ha encontrado nunca con una persona neutral en temas políticos. Se habrá encontrado con indiferentes, con cínicos, y con apolíticos, pero jamás con alguien neutral. Sucede que la indiferencia es una posición definida, el cinismo una actitud estudiada, y el apoliticismo toda una declaración política. Son opciones y actitudes políticas. Neutral, en cambio, es una persona «que no participa de ninguna de las opciones en conflicto», según el diccionario.

La dicotomía izquierda-derecha en España ha creado lo que en lógica se conoce como «falacia del falso dilema», la cual consiste en presentar dos opciones como las únicas posibles, de tal forma que negar una es aceptar la otra, y viceversa. Así sucede que, para la mayoría de los españoles, esas «opciones en conflicto» parecen reducirse a dos. Y tan literal es la idea que se tiene de la izquierda y la derecha política, que parece que la negación de las dos opciones condena inevitablemente al «centro», tal como sucede en el sentido espacial y físico, o a la neutralidad.

«La izquierda en España apesta a sobaco de paloma muerta y la derecha no huele mejor» es una frase perfectamente legítima, que a mi parecer resume el panorama político actual de nuestro país. Pero este tipo de comentarios despierta en la mayoría de personas la idea de neutralidad.

El falso dilema se instala en la mente del oyente o lector y, por una simplificación automática, resuelve declararlo neutral. También acuden a su mente las palabras «imparcial» o «centro». No me extenderé mucho al declarar el error que supone tomar estas palabras como sinónimos de «neutral».

Todo el mundo abomina de la imparcialidad, sin duda por asociarla equivocadamente con la indiferencia. Resulta curioso que una misma persona pueda aborrecer a las personas con prejuicios a la vez que acusa a otras de imparciales. La imparcialidad es «la falta de designio anticipado o de prevención en favor o en contra de alguien o algo», es decir, falta de prejuicio. Este es el verdadero significado de la palabra, y está latente, inconscientemente, en todas aquellas personas que la utilizan de forma equivocada y como sinónimo de «indiferente», como lo demuestra el hecho de que nadie quiere a una persona imparcial en un sentido político, pero todos quieren a un juez imparcial en un sentido jurídico, sobre todo cuando uno es el acusado.

En cuanto al «centro», se trata de un mito como el Yeti, el monstruo del lago Ness, o la inteligencia de Pablo Iglesias. De los partidos políticos se dice que son de centro-izquierda o de centro-derecha, que es una forma muy curiosa de decir que no están en el centro. Lo que significa el término «centro» en política es que se encuentra alejado de un extremo, pero que procede de él; no es una flor nacida en la línea fronteriza, sino cerca de la frontera, y perteneciente por tanto a un país concreto.

Derecha   Existen muchos ejemplos que pueden ilustrar el error que se comete al asociar la neutralidad con frases como la arriba mencionada. Procederé, sin embargo, con un ejemplo tan plástico y físico como la noción que se tiene de izquierda y derecha en política.

Podría llamar «neutral» a un hombre que presencia la disputa entre dos hombres, uno situado a su izquierda y otro a su derecha, mientras fuma un cigarro impávido y piensa «¿A mí qué?»; y podría llamar «de centro» al que se situara entre los dos hombres en tensión y les dijera que están sacando las cosas de quicio. Pero jamás se me ocurriría llamar neutral al que se dirigiera a su izquierda para abofetear a uno de los contendientes, para luego dirigirse al hombre situado a su derecha y tomarse libertades con su espinilla. Ese que va dando golpes a diestro y siniestro podrá ser un loco, si tanto se quiere, pero no una persona neutral o alguien imparcial en el sentido de indiferencia que se da a esta última palabra.

Tampoco se me ocurriría llamarlo «de centro» sólo porque lo vi pasar por el centro cuando se dirigía de un extremo al otro con la intención antes descrita. Una cosa es ser de centro, cosa imposible, y otra muy diferente es pasar por allí de camino.

De ninguna manera se le puede llamar «neutral» a la persona que denuncia los errores de la izquierda y la derecha. Está más cerca de la neutralidad el individuo incapaz de ver los errores de un extremo que el que denuncia los errores de ambos.

El problema no es que España se desgarre entre dos alternativas, sino que son las alternativas equivocadas.

En nuestro caso, la falacia del falso dilema no se resuelve presentando más alternativas; en efecto, son dos las alternativas, pero no son izquierda y derecha, sino justicia e injusticia. Y cuando uno se rige por esta alternativa, posicionándose siempre a favor de lo que cree que es justo y en contra de lo que cree injusto, y olvidándose por completo del bando o partido de donde procedan cada una de las partes de la disyuntiva, queda excluido y tratado como un ambidiestro político, un imparcial, un indiferente. Pero, de hecho, es el más diferente de los españoles.

Izquierda   En cuanto alguien rechaza el paradigma izquierda-derecha y acepta el dilema justicia-injusticia, el mundo le da un vuelco. Es como si de repente viera a casi todo el mundo caminar con las manos, paseando por las calles con los zapatos suspendidos en el aire, haciendo el pino en masa de camino al trabajo o a la panadería. Debe girar su cabeza 180 grados para poner de pie las frases de los periódicos y libros, pero advierte después que además éstos presentan una escritura especular. Ese mundo que no tiene los pies en la tierra le parece absurdo. Por supuesto, a su vez ese alguien no es mirado con buenos ojos por aquellas personas que caminan patas arriba; creen ver un monstruo grotesco, algo así como un insecto gigante que camina por el techo sin caer. Ahora esa persona deberá acostumbrarse a vivir en ese lugar tan extraño. No comprenderá la forma que la mayoría tiene de ver el mundo; le costará entender las palabras que salen de una boca a ras de suelo y un cerebro vuelto del revés, y hasta las cosas que escriben le parecerán ininteligibles. Ahora comprenderá muchas cosas que antes no le entraban en la cabeza, y dejará de comprender otras que hasta entonces creía comprender perfectamente.

Cuando vuelva a leer por septingentésima vez las palabras de un escritor que, tras exponer las atrocidades que cometieron los bandos Nacional y Republicano durante la Guerra Civil, apuntille con la frase «no hay que caer, sin embargo, en el error de pensar que ambos bandos cometieron atrocidades», creerá decididamente encontrarse en un lugar muy extraño. Un lugar donde la coherencia es una extravagancia o un motivo para ingresar en un manicomio.

Su sorpresa será la misma que hubiera mostrado si al pasear por la calle escuchara que alguien le decía a otro lo siguiente: «ayer fue lunes y mañana es miércoles, pero no hay que caer en el error de pensar que hoy es martes». O la misma que le hubiera causado abrir un tomo de la Enciclopedia completa de las aves y leer: «El águila calva (Haliaeetus leucocephalus) puede volar a una velocidad de más de 120 Km/h, mientras que el águila real (Aquila chrysaetos) puede alcanzar los 240 Km/h cuando vuela en picado. Sin embargo, de ninguna manera se puede pensar que ambas águilas vuelen». ¿Quién, si leyera algo así, no sentiría una especie de mareo, o preguntaría a alguien de confianza si se ha vuelto loco?

No es mi intención ser gracioso al usar estos símiles, sino mostrar verdaderamente el nuevo panorama que se abre a la persona que cambia las alternativas del dilema. Su nuevo enfoque cambia su pensamiento político y su visión del mundo, a la vez que pasa a ser percibido de distinta manera.

Por supuesto, los que están a la derecha creen verlo al final del extremo izquierdo, y los que están a la izquierda aseguran verlo rematadamente a la derecha. No es una ilusión óptica que consista en ver el centro desde ángulos distintos, con lo cual el centro es un extremo para el extremo opuesto. Esa persona no está en el centro, sino fuera de plano o en otra dimensión política.

Carmen García Moyón
Carmen García Moyón

Por eso no entenderá a la mayoría de comentadores políticos, ni por supuesto al escritor que comenta de forma tan extraña los sucesos de la Guerra Civil.

Es algo frecuente las inexactitudes sobre las guerras. La guerra de los Cien Años duró en realidad ciento dieciséis, y uno puede entender que, como una persona coqueta, se quite algunos años. Pero está muy mal mentirle a los niños en los libros de Historia y decirles que la Guerra Civil Española duró tres años, cuando es evidente que, cuando escribo estas líneas, son ochenta y uno los años que llevamos de guerra.

Una cosa es quitarse años, pero si una mujer anciana y valetudinaria nos dice que tiene tres años, comprenderemos que nos está gastando una broma. En cuanto al escritor, comprendo, porque compartí su idea alguna vez, lo que quiere decir, pero de ninguna manera lo que dice. Lo que quiere decir es que el bando nacional venció y, una vez instalado en el poder, llevó a cabo acciones represivas contra los que habían militado en el bando republicano. Lo que dice, sin embargo, es que las atrocidades cometidas durante la guerra por ese bando vencido quedan moralmente conmutadas por el mismo hecho de haber sido vencido. Que las mismas acciones son menos atroces según el desenlace posterior.

Ahí es donde la persona que ha abandonado las posturas banderizas no puede estar de acuerdo. Primero, porque es consciente de que el bando republicano, de haber vencido, hubiera llevado a cabo los mismo actos represivos y las mismas depuraciones con los sublevados; y segundo, porque juzga las acciones aisladamente y no otorga grados de atrocidad en función de la suerte que corra en el futuro el bando que las lleva a cabo, sino fijándose en la atrocidad intrínseca de esas acciones.

Si conoce el caso de una mujer religiosa torturada y quemada viva por el bando republicano (Carmen García Moyón), lo considera igual de atroz que si lo hubiera cometido el bando nacional. En ese caso no puede proceder como algunas feministas de izquierda (nota para aludidas: «algunas: adj. indef. Indica un número no elevado o no relevante de las personas o cosas designadas por el sustantivo al que modifica») que ante el dilema prefieren defender a la izquierda que a una mujer religiosa o de derechas. Le parece una atrocidad la muerte de niños, sea por balas del bando nacional o republicano. No entiende por qué el hecho de sentir repugnancia ante el genocidio nazi le debe incapacitar para sentir repulsión ante algunas humillaciones y crímenes de inocentes por parte de la Resistencia Francesa o tras la Liberación de París.

Comparto su incomprensión. A mí me parece, si se me permite la expresión, que es un error muy acertado pensar que los que cometieron atrocidades fueron atroces. No se debe abandonar una verdad tautológica por una mentira compleja. A veces hay que soltar la pancarta o la bandera para echarse las manos a la cabeza ante las atrocidades, y si el único modo de no ser indiferente ante ellas es ser un imparcial, bienvenido sea.

Cada acto debería juzgarse particularmente, ser llevado al lazareto de nuestro juicio para que no contamine nuestra visión sobre otras acciones.

Si el fantasma de un niño muerto por el bando republicano se me presenta en la noche, soy incapaz de hablarle en los términos del escritor. No puedo decirle «mira, muchacho, el bando que te mató perdió y sufrió posteriormente medidas represivas, así que no me vengas ahora con lágrimas fantasmales, porque no debo caer en el error de pensar que cometieron una atrocidad contigo». Lo siento, no puedo decirlo. Es improbable que tenga lugar ese encuentro, pero si se diera el caso, no me quedaría más remedio que llamar al escritor de las atrocidades selectivas para que se lo explicara. En caso de estar ocupado, no me será difícil encontrar a cualquier persona experta en justificaciones, con carrera abogacil partidaria, especializada en causas perdidas.

Un cerril de izquierdas o de derechas, para quien lo justo y lo injusto se limite a una cuestión de lo que entra o no en el molde de su partido o bando.

Al parecer, en España, lo difícil será no encontrármelo.

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina

Alonso Pinto Molina (Mallorca, 1 de abril de 1986) es un escritor español.

Aunque sus comienzos estuvieron enfocados hacia la poesía y la narrativa (ganador II Premio Palabra sobre Palabra de Relato Breve) su escritura ha ido dirigiéndose cada vez más hacia el artículo y el ensayo.

Su pensamiento está marcado por su retorno al cristianismo y se caracteriza por su crítica a la posmodernidad, el capitalismo, el comunismo, y la izquierda y derecha políticas.

Actualmente se encuentra ultimando un ensayo.

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