Las nueve musas
Katherine Mansfield

Felicidad perfecta. Un cuento de Katherine Mansfield

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El cuento que quiero comentarles, «Felicidad perfecta» de Katherine Mansfield, con traducción de Lucía Graves y Elena Lambea, apareció editado (1998) en la excelente colección de Relatos dirigida por Ana María Moix en Plaza & Janés.

La protagonista es «Bertha Young», tiene treinta años, está feliz, tanto como para sentir el impulso de correr más que el de andar; el de «lanzar algo al aire y cogerlo después», el de «reírse… de nada», o, simplemente el de quedarse quieta.

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Ella se pregunta qué se puede hacer cuando tienes esa edad y «al doblar la esquina de tu calle, de pronto te invade un sentimiento de felicidad».

La protagonista representa un tipo de mujer del siglo XIX, comienzo del XX, atrapada en las limitaciones que le impone, por partida doble, el patriarcado y la pertenencia a una clase social determinada.

Las mujeres como Bertha cuentan con alguna criada y cocinera, y aquí se observa cómo, para que una mujer pueda estar en parte liberada del trabajo de la casa, otras mujeres, de una clase social inferior ocupan ese puesto. Esto no ha cambiado. Muchas inmigrantes llegan a Europa y acaban cuidando a los hijos de otras mujeres, mientras han dejado a los suyos a cargo de otros familiares en sus lugares de origen.

Bertha Young está alegre, demasiado alegre; eso también tiene que disimularlo. A las mujeres de su época que muestran demasiado sus sentimientos se las puede tildar de «histéricas», comodín que escondía, como hoy sabemos, posibles abusos sexuales sufridos en la infancia o en la adolescencia, además de la forzada inquietud por no poder desarrollar su personalidad plenamente. El riesgo de mostrar su interés y su ilusión era acabar encerradas en una institución como si estuvieran enajenadas.

Pero Bertha está feliz, «como borracha y alborotada», dice, tanto como para expresar que se comería un trozo de ese sol que ilumina la mañana y su vida, mientras camina de regreso a su casa.

Por la noche, esperan gente a cenar; por tal motivo, compró fruta por el camino: mandarinas, manzanas, peras, y uvas blancas y moradas, estas últimas porque había pensado que harían una excelente combinación con la alfombra del salón.

Ya frente a la puerta de la casa, ¡otra vez se ha olvidado la llave!, llama y espera a que salgan a abrirle y en cuanto aparece la criada le pregunta por la niñera, al tiempo que decide ser ella misma quien coloque las frutas sobre un par de platos. Luego, las dispone en forma de pirámide sobre un cuenco de cristal y un plato azul. A continuación, se aleja para ver el resultado, la fusión con el ambiente le parece admirable.

Unos minutos más tarde, busca a la niñera para poder encontrarse por fin con su hija. La niñera se demora con la comida que está dando a la pequeña; también le cuenta que un perro se ha acercado a ellas en el parque y que la niña le ha tocado la oreja. De repente Bertha siente miedo de lo que hubiera podido pasar, pero se contiene y calla. Ahí está su niña, por fin ha acabado la niñera de darle de comer, ya puede tomarla en brazos.

Las horas van pasando. Los preparativos se cumplen con meticulosidad. Entre los invitados esperan a un poeta joven, Eddie Warren; ella no ha leído nada de él, pero «está de moda», la prueba es que lo invitan a muchas cenas. También acudirán los Norman Knight, él está a punto de abrir un teatro, y ella, excepcional en su carácter, siempre les hace sonreír.  No faltará la señorita Pearl Fulton, a quien ella había conocido en un club y de la que se había prendado, sin saber muy bien por qué.

Mientras tanto, Harry, su marido, acaba de llamar por teléfono para comentarle que se retrasará un poco.

No importa, piensa, ¡está tan contenta! No hay de qué preocuparse. Todo saldrá bien, y seguro que hasta Harry llegará a tiempo. Tiene tantas cosas de las que estar agradecida y con las que poder ser feliz: el amor de su esposo, la hija de ambos, los libros, los viajes al extranjero, y hasta su nueva cocinera que hace «unas tortillas riquísimas».

Viven en una casa amplia; el balcón da al jardín, en donde se puede distinguir un peral, rosales, tulipanes rojos, y narcisos; espacio donde a veces se detiene la mirada de Bertha. Mirando y sintiendo su mundo ella exclama: «¡Soy demasiado feliz…, demasiado feliz!»

Llegan los invitados. La cena se desarrolla como era previsible; ni una nota más alta que la otra. Todo es entendimiento y buenas maneras. La señora de Norman Knight, seguirá siendo durante toda la velada la «señora de Norman Knight», nunca conoceremos su nombre ni sus apellidos de soltera, aunque se indica que, entre ellos, en la intimidad, ambos se llaman, Rostro y Bobo. La mujer cuenta su experiencia del viaje en tren vestida con su abrigo amarillo adornado con un ribete estampado con figuras de monos, y la reacción de la gente al verlo. El poeta, mientras tanto, permanece como en la luna; y la señorita Pearl Fulton, su elegida, y en este caso su invitada preferida, su favorita sin duda, se muestra siempre tan encantadora.

Su marido, Harry, muchas veces criticaba y se burlaba de la amistad que compartía con ella. Era algo que Bertha no comprendía. ¿Qué tenía su queridísima Pearl, que  molestaba tanto a Harry?

Si al abrigo de la invitada antes citado sumamos los colores de la ropa que Bertha se ha puesto, entendemos cómo los matices de intensos colores se han impuesto con fuerza en la moda de comienzos del siglo XX. Ella eligió para ponerse esa noche: «un vestido blanco, un collar de cuentas de jade, zapatos y medias verdes».

Bertha admiraba, sin duda, el entusiasmo de Harry, su marido, por la vida, pero no entendía tantas críticas como volcaba sobre su querida Pearl Fulton, que fue la última invitada en llegar, inmediatamente después de Harry, y que se mantuvo moderadamente discreta, mientras: «Sus pesados párpados descansaban sobre sus ojos y la extraña media sonrisa, iba y venía de sus labios, como si viviera más escuchando que viendo». Le parece un encanto de mujer, mientras Harry, como siempre, se mantenía indiferente hacia ella.

Como buena lectora, a la anfitriona, lo que aparece ante sus ojos, le recuerda una obra de Chéjov, en la que cada personaje sirve al cometido de hacer resaltar a otro. La velada no podía ser más perfecta. Su marido hasta le elogió el soufflée que, lógicamente, ella no había preparado.

Bertha, intentaba controlar su alegría, su deseo de reír, y lo ocultaba hablando.

Ya estaban terminando cuando decidió invitarles a ver su cafetera nueva.

De repente, al encaminarse a la habitación contigua para admirar la cafetera, la señorita Fulton se mostró sorprendida ante Bertha de que tuviesen jardín, y juntas, ambas de pie, se quedaron admirando a través del cristal el esbelto peral que allí reinaba. «¿Cuánto tiempo estuvieron así, las dos, como atrapadas en aquel círculo de luz sobrenatural, comprendiéndose perfectamente?»

Tras la cena y el café, se ofrecieron cigarrillos de Egipto, Turquía y Virginia; y no tardó en llegar el momento de la despedida.

Lo que Bertha sentía en ese momento, esa enorme sintonía con la señorita Fulton, debía explicársela sin demora a Harry. No soportaba sus críticas, no le gustaba que él la criticase, y de repente decidió que esa misma noche, cuando se marchasen los invitados y estuviesen en la cama, en su habitación, ella le reprocharía su comportamiento, sus palabras. No se sintió segura de que ese fuera el momento adecuado ni el mejor lugar, sin embargo, se alegró de ser tan «modernos», lo que les permitía ese tipo de franqueza.

Había en el salón un piano, pero nadie sabía tocar. Bertha lamentó quedarse sin música para completar una noche tan exquisita.

Los Knight apelaron a los horarios de los trenes para marcharse. Harían el trayecto hasta la estación en taxi. La señorita Fulton, por su parte, invitó al poeta a sumarse a su taxi, y a continuación se dirigió a buscar su abrigo.

Bertha iba a acompañar a la señorita Pearl, cuando Harry se le adelantó para ayudar. Entonces Bertha se quedó en el salón con el poeta que todavía estaba allí y hablaron de un libro. En un instante en que ella volvió el rostro y miró hacia el vestíbulo vio a Harry sosteniendo el abrigo de la señorita Fulton, a esta de espaldas e inclinada levemente; luego observó cómo él arrojó el abrigo, tomó de los hombros a la mujer, dándole la vuelta, y sus labios dijeron: «Te adoro», mientras la señorita Fulton colocaba sus manos sobre las mejillas de Harry, y él le preguntaba: «¿Mañana?» y ella contestaba «Sí», bajando los párpados.

El poeta distrajo a Bertha con un comentario; poco después la señorita Fulton se acercó para despedirse y mientras ofrecía sus finos dedos a la anfitriona, dijo: «¡Tu bello peral!».

El poeta siguió a la mujer, y Harry a ambos para cerrar la puerta.

Bertha corrió hacia el amplio ventanal que daba al jardín, y se detuvo: allí estaba el peral, mientras se preguntaba «¿qué va a pasar ahora?».

cuentoHasta aquí el cuento escrito; luego, nos queda además de la cantidad de sentimientos por los que hemos viajado y compartido, ese final inconmensurablemente abierto.

Se suele decir que Katherine Mansfield tenía como maestro a Chéjov, y, de hecho, en este cuento lo nombra.

Pienso en un cuento del señalado autor ruso titulado Una bromita. Algo tan sutil, ¿verdad? Todo y nada pasa en un cuento como ese, y el recuerdo se queda para siempre; hay un querer volver a ese cuento de Chéjov como a otros muchos, porque de eso trata la literatura, de mantener vivos entre palabras a los personajes, y la lectura y relectura consiste tan sólo en reencarnarlos.

De todos modos, sería preciso recordar algo que expresó vivamente Vladimir Nabokov en su Curso de Literatura europea: Tolstoi, Chéjov y Proust, aprendieron de Flaubert, un detallista excepcional. Porque no está en la capacidad de expresar la generalidad, donde está la mejor literatura, sino en aquella capaz de mostrar cada detalle.

Pilar Alberdi

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