Las nueve musas
Lingüística y Literatura

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En otras ocasiones y en otros artículos ya he desarrollado algunas cuestiones vinculadas a la ciencia Lingüística, desde el paradigma estructural-funcionalista, y, en este caso, me gustaría ligarlo al ámbito literario pues Lengua y Literatura no dejan de ser dos caras de una misma moneda.

Reconozco que, dentro del mester filológico, yo siempre he sentido predilección por el ámbito gramatical de nuestro sistema lingüístico, esto es, de nuestra lengua.

Pero es que la literatura no deja de ser el arte de la palabra, es decir, la lengua hecha sustancia; por consiguiente, los aspectos lingüísticos –a veces llamados elementos formales– se tornan capitales en cualquier buen análisis o exégesis que se precie. De hecho, cualquier docente de Lengua castellana sabe bien que una de las cuestiones claves en las pruebas de la materia de Lengua, dentro del comentario de texto, es el desarrollo de los elementos o aspectos formales; y aunque, por ejemplo, en Castilla y León suela hacerse sobre un artículo de opinión del género periodístico, todo texto –dentro de la gama de las tipologías textuales– es susceptible de ser analizado desde un prisma eminentemente lingüístico, lo cual nos sirve para reivindicar de nuevo la trascendencia e importancia de disciplinas como la morfología, la sintaxis, en definitiva, la gramática, tanto en los ejercicios o análisis sistemáticos de palabras u oraciones como en su aplicación a los posibles textos ante los que nos podamos encontrar, a lo que habrá que añadir otros ámbitos (léxico, semántica, estilística, etc.).

Flavio Crescenzi

Lo exponía de forma brillante y sobresaliente mi colega Flavio Crescenzi en este mismo semanario –con la solvencia y excelso acierto que le son propios- cuando afirmaba que toda obra literaria está hecha de lenguaje –o, más propiamente, de lengua- y, en consecuencia, no debe sorprendernos que la lingüística haya hecho aportes decisivos a los estudios literarios.

Como bien nos indica, la lingüística como disciplina científica es una ciencia moderna –quizá de ello se derive cierto complejo que, en ocasiones, ha llevado a algunos a intentar formalizarla en exceso cuando no es –ni tiene por qué ser- una ciencia exacta pues hablamos de lenguas naturales y no de lenguajes artificiales- que nace con Ferdinand de Saussure a principios de siglo XX aunque, como apunta certeramente Crescenzi en Aportes de la lingüística a los estudios literarios, podamos rastrear aportaciones previas desde la Antigüedad Clásica, ya sea con Aristóteles en la medida en que el filósofo estagirita comienza a establecer una doctrina sobre las partes de la oración o con el retórico hispanorromano Quintiliano[1] en su vertiente pedagógica hasta las contribuciones posteriores que no serían sino lejanos antecedentes que, con sus aciertos y sus errores, sin duda alguna han conformado corrientes de pensamiento influyendo en autores ulteriores pues la ciencia lingüística, como la lengua misma, no es sino un precioso río caudaloso en que vierten sus aguas diversos afluentes.

Cualquier persona versada en el estudio filológico y lingüístico debiera compartir una de las conclusiones de ese artículo ya que, si queremos obtener una justa comprensión de un autor y una literatura, la combinación de ambas disciplinas es a todas luces necesaria.

Cada período histórico, cada época, cada lugar, cada lengua, cada estrato social influye ineluctablemente en el empleo que se realiza del sistema de comunicación, tanto en sus aspectos fónicos como morfosintácticos como léxico-semánticos, y un repaso a la historia de la lengua da buena cuenta de ello. Buena prueba de ello son algunos de los ejemplos que nuestro autor, con la erudición que le caracteriza, expone en su extraordinario artículo. Asimismo, señala muy atinadamente el influjo de la lingüística estructural en la aplicación del ámbito lingüístico a los estudios literarios, con la obligada mención al maestro ginebrino, Ferdinand de Saussure, y su concepción del signo lingüístico, constituido por el significante (imagen acústica) y el significado (concepto) mostrando los dos planos, el de la expresión y el del contenido, aspecto en el que incidirían autores posteriormente hablando también de la forma y la sustancia de cada uno de dichos planos.

En este sentido, aprovecha para referirse al estructuralismo literario como una reacción contra la tendencia a estudiar la obra literaria desde un punto de vista externo a la obra misma puesto que a los seguidores de esta corriente, y en realidad, al llamado formalismo literario, con el ruso Roman Jakobson a la cabeza, en principio, no le interesan las intenciones del autor, la biografía de este o las condiciones históricas que hayan podido contribuir a la creación del texto analizado por cuanto lo que se busca es descubrir los elementos que constituyen la obra, la cual, a su vez, es considerada, al igual que el signo lingüístico, como la combinación de un significante (la forma, expresión) y un significado (el contenido) de tal suerte que cualquier modificación que se dé en el plano de la forma repercute inevitablemente en el plano del contenido.

Pedro Laín EntralgoComo se sabe, ya he expuesto en otros artículos cuestiones de Gramática funcional o, muy sucintamente, algunas características de la Lingüística estructural y funcional, y quedó de manifiesto que, empezando por el mayor representante de estas corrientes, don Emilio Alarcos Llorach, se pasó de un primer rigorismo formal a un funcionalismo realista de corte martinetiano. Ello no invalidaba –ni invalida- el principio de inmanencia lingüística ni los elementos formales en el reconocimiento de funciones sintácticas, pero apoyándose, llegado el caso, en aspectos semánticos e incluso pragmáticos, es decir, analizando los aspectos lingüísticos en su imbricación con la realidad. Conjugar estos dos aspectos ha resultado esencial y así, sin perder de vista los aspectos meramente formales, también se presta atención a otros criterios que pudiéramos denominar situacionales. Y creo que otro tanto cabría hacer en el ámbito literario. Resulta cuando menos deficiente atender solo a aspectos externos de una obra literaria (época o período, circunstancias de situación, biografía del autor…) puesto que lo esencial es la materia de que se compone el elemento objeto de análisis, el texto, que no es otra que la lengua. Por tanto, lo primordial será siempre el análisis de los aspectos lingüísticos –la forma- de cualquier decurso lingüístico –de lengua-, incluida por supuesto la obra literaria. Sin embargo, eso no quiere decir que única y exclusivamente haya que fijarse en la forma, sino también en el contenido evocado, aunque este último, evidentemente, se vea influido por las formas lingüísticas escogidas –algo especialmente importante en la lírica, pues se ve muy claramente en la poética-. Y no solo eso, por supuesto que también resultan interesantes los aspectos externos (autor, época…), pero de modo suplementario y como complemento a los aspectos lingüísticos. Reiteramos que, a nuestro juicio, siguiendo los postulados estructuralistas o del formalismo literario, lo esencial son los aspectos lingüísticos de la obra objeto de estudio o análisis, pero igual que el propio maestro Alarcos derivó, tras un primer rigorismo formalista excesivo, hacia un funcionalismo realista de corte martinetiano en Lingüística, lo mismo cabe hacer en la teoría y crítica literaria, pues el análisis lingüístico de la obra –que es esencial- no está en modo alguno reñido con elementos externos o situacionales que, por el contrario, pueden ayudar y contribuir enormemente a una mejor exégesis, interpretación o análisis de la obra literaria siempre que esos factores sean, lo repetimos, complementarios, no sustitutorios. Es decir, se puede conjugar el puro análisis lingüístico de la obra –que es el tema capital o la ‘almendra’ de la cuestión como diría Laín Entralgo– con otros factores que, siendo secundarios, pueden servir para una mejor comprensión, no ya solo del texto u obra como material o sustancia lingüística, sino como decurso comunicativo en su completud global y de mayor exhaustividad de modo que la conjunción de ambas vertientes, lejos de ser contradictorias o excluyentes, pueden ser complementarias aunque en ningún momento puede negarse la relevancia –e incluso superioridad jerárquica- del aspecto lingüístico en virtud del código empleado que no es otro que la lengua que se utiliza en la elaboración de la obra –o texto- correspondiente.

En mi obra La pervivencia del pensamiento alarquiano, además de dedicar capítulos y apartados a temas exclusivamente centrados en la Lingüística y la Gramática estructural y funcional –y alguno también sobre historia de la lengua-, dedico un último capítulo precisamente a hablar de teoría y crítica literaria, desde el prisma alarquiano, y queda perfectamente reflejada esa saludable combinación al mismo tiempo que sirve para aglutinar los distintos campos del mester filológico, como lingüística y literatura, sirviendo el primero para un certero análisis de las obras pertenecientes al segundo, aunque a la vez sepamos reconocer bien las diferencias entre las dos áreas que, sin embargo, aun con sus divergencias, son complementarias y permiten un acercamiento riguroso y adecuado a las obras o textos objeto de estudio donde confluyen en armonía ambas vertientes, además de las lógicas diferencias existentes entre los muy diferentes tipos de textos que podemos analizar y que tienen sus propias características (no es lo mismo un poema que un ensayo ni una novela que una obra teatral o un artículo periodístico, pero en todos se emplea el código que es objeto de estudio de nuestra disciplina: la lengua).

Como afirmo en mi obra, en el campo literario están muy presentes las ideas lingüísticas de Alarcos Llorach, más aún si tenemos en cuenta la importancia que siempre otorgó al aspecto lingüístico en las creaciones literarias, incluida, claro está, la poesía. Pocos conjugaron mejor y con mayor pericia esas dos caras de la misma moneda que son la Lengua (la Lingüística) y la Literatura, pasiones, aun con sus diferencias, irrenunciables para cualquier persona interesada en el fascinante mester filológico, bien es cierto que la primera se encarga de descifrar, describir y explicar el complejo entramado que subyace tras nuestras manifestaciones lingüísticas cotidianas, y la segunda se centra en el análisis de los textos que nos han llegado desde los tiempos más remotos hasta los que se desarrollan hoy día dentro del campo de la creación literaria, pero no es menos cierto, como se ha dicho en líneas precedentes, que para la elaboración de los segundos se emplea el instrumento estudiado en la primera, o sea, el código, el sistema, que no es otro que la lengua.

Roman JakobsonBien es cierto que los estudios formalistas abandonaron progresivamente la postura inmanentista antes aludida, a lo que a buen seguro contribuyeron las críticas del cerril, tiránico y terrible comunismo soviético, anclado en una visión social –quizá legítima y, puede que, en algunas casos, necesaria- pero de un sectarismo atroz totalmente abominable. Aun así, esa falta de atención respecto de los factores sociales señalada por el marxismo oficial de Rusia sería resaltada por investigadores posteriores. Sin embargo, esa persecución y hostigamiento hacia los formalistas rusos haría que, a la postre, pudieran sus máximos exponentes difundir sus ideas por otros lugares del viejo continente e incluso de América ya que algunos de ellos debieron emigrar a causa de las presiones del gobierno soviético y, en su exilio, influyeron en el desarrollo de nuevos paradigmas de la teoría literaria y de la lingüística como la Escuela de Praga, el funcionalismo checo y el estructuralismo. Para entender esto, hay que ponerlo en su contexto histórico: en 1930, el régimen estalinista condenó formal y categóricamente las perspectivas formalistas por su falta de contenido (compromiso) social; esta interdicción obligó a sus componentes al exilio y a relegar sus obras al ostracismo. En esta época los trabajos de los formalistas rusos se transformaron en una rareza bibliográfica. Pero, mientras, algunas apariciones en Europa provocaron el interés del estructuralismo francés, que utilizó largamente el formalismo ruso para formular algunas de sus teorías.

El disparate a este respecto del estalinismo[2] fue tal que incluso el pobre Roman Jakobson llegaría a ser considerado un perverso villano y “agente de la burguesía internacional” –probablemente, y aun siendo falsa y grotescamente ridícula tal acusación, personalidades como Manuel Azaña o Agustín de Foxá hubieran dicho no sin cierta sorna: ‘¡Y a mucha honra!’-. Los formalistas rusos se interesaban por establecer un método científico (formal) que pudiera estudiar seriamente la literatura, pero, al igual que en plano lingüístico, eso abocaría a la esterilidad. Así, esta postura fue modificada sustancialmente en épocas posteriores cuando los formalistas se interesaron en el desarrollo de modelos e hipótesis que “permitieran explicar cómo los mecanismos literarios producen efectos estéticos y cómo lo literario se distingue y se relaciona con lo extraliterario”.

Por tanto, el enfoque de la primera etapa que sostenía que la literatura es una estructura peculiar del lenguaje, peculiaridad que se basaría en que su uso está fuera de cualquier utilidad pragmática, fue abandonándose, a nuestro juicio muy acertadamente. Y el propio Jakobson acabaría reuniendo las dimensiones lingüística y literaria, al modo alarquiano. No podemos olvidar que Jakobson fue uno de los primeros lingüistas del siglo XX que examinaron con seriedad la adquisición del lenguaje; y, en su estudio de la práctica poética, Jakobson fue un pionero al indicar de qué modo figuraban en la producción de poesía las oposiciones de todo tipo (oposiciones fonémicas, la oposición entre sonido y visión, las oposiciones de tono y ritmo, etc.), pero especialmente las oposiciones entre consonantes. Jakobson afirmaría: “Creo que se ha tomado, erróneamente, la incompetencia poética de ciertos lingüistas llenos de prejuicios por una insuficiencia de la ciencia lingüística. Sin embargo, todos nosotros nos damos claramente cuenta de que un lingüista que permanezca sordo a la función poética del lenguaje, y un estudioso de la literatura que sea indiferente a los problemas lingüísticos y no esté familiarizado con sus métodos, son anacronismos igualmente flagrantes”. Precisamente esa fusión de lo lingüístico y lo literario impregnaría el pensamiento de uno de nuestros mejores filólogos, Emilio Alarcos Llorach.

Darío VillanuevaSobre este último afirmó en su día el actual director de la RAE, Darío Villanueva, lo siguiente: “Para Alarcos, la poesía y la literatura en general era un fenómeno de comunicación, y la actividad crítica una consecuencia más del mero ejercicio de la lectura. Emilio Alarcos fue crítico literario como consecuencia de su condición de lingüista, y no en un sentido militante o profesional. Un lingüista que, por su inteligente y sensible humanidad, no pudo dejar al margen de su atención ese hecho prodigioso mediante el cual la lengua es capaz de convertirse en materia e instrumento para la revelación estética de la realidad. Muchas veces he pensado que ahí estaba la clave de mi identificación con su modo de hacer crítico literario: porque en él encontraba respuesta a aquella doble contradicción que otro científico de su misma estirpe, Roman Jakobson, denunciara en 1958 en el famoso congreso de Bloomington: que un lingüista ajeno a la función poética del lenguaje resultaba tan anacrónico como un estudioso de la literatura indiferente a los problemas que plantea la lengua[3]”.

Como dice Alarcos, hay que dar la razón a De Saussure: el signo es la asociación de un significante o imagen acústica y un significado o “concepto”; al mismo tiempo, Alarcos destaca la posible conjunción de varias funciones del lenguaje pues si bien la representativa o referencial puede ser la única vigente en ocasiones, la expresiva o emotiva y la apelativa o conativa necesitan de un soporte conceptual. Alarcos, partiendo de las dos líneas que nos presenta el decurso lingüístico, la de la expresión y la del contenido, va más allá mostrando que en la línea de expresión hay elementos muertos, sin ningún valor lingüístico, pura materia a la que no se asocia ningún contenido (por ejemplo, que el tono de una frase se desarrolle una octava más alta o más baja que la normal no produce ninguna modificación en el contenido), y eso nos lleva a distinguir en la línea de la expresión la sustancia (diferentes modificaciones de la voz in se) y la forma (que es el valor que reciben algunas –no todas- de esas modificaciones en virtud de su asociación con un contenido determinado). Así, una serie de modificaciones de la voz como tasibarasuno, en español, no tienen, en la realidad lingüística, ningún valor; es pura sustancia fónica, que no está moldeada, conformada, por la forma de la expresión. Por ello es por lo que nos interesa la forma de la expresión, y no su sustancia amorfa. Y otro tanto cabe decir respecto del contenido, donde también hay una forma y una sustancia. Cuando pronunciamos una palabra o una frase, determinado sector de nuestra psique se realza con un complejo de conceptos, imágenes y sentimientos, todo ello es la sustancia de contenido, pero lo que se hace comunicable es una mínima parte, la que recibe forma al llamar de una determinada forma de expresión y asociarse con esta, que ahormará en la psique del interlocutor un sector complejo de conceptos, imágenes y sentimientos. Por lo tanto, hay en la sustancia del contenido elementos muertos, sin valor, que no se asocian a ninguna expresión. De ahí que lo que nos interese sea la forma de expresión y la forma de contenido, no la sustancia.

Algo que siempre puso de relieve el maestro Alarcos fue la necesidad de abordar la obra literaria desde un punto de vista primordialmente lingüístico (que, por supuesto, no descartaba otros enfoques complementarios). Afirmaba con enorme sentido común y cargado de razón que el acercamiento lingüístico a las obras literarias se justifica sin más por cuanto aquellas están hechas con un material que no es otro que la lengua que se habla y, por consiguiente, no se puede negar el carácter lingüístico del arte literario. Aun así, tampoco había que llegar a una identificación entre Lingüística y Estética ni a los planteamientos de los idealistas desde Croce[4] donde el lenguaje se difuminaba como arte sin atender a que la lengua es también un instrumento que sirve para la práctica exigencia de comunicarse los unos con los otros.

Y detalla que la lengua literaria, más que una especie lingüística diferente de la lengua oral de todos los días, representa un uso particular –el uso literario– del repertorio general de una lengua dada. La organización sintáctica, la selección de léxico y hasta la misma composición y enlace de las partes del texto, e incluso la preferencia de unas secuencias fónicas sobre otras, están condicionadas por ese intento de íntima solidaridad entre la expresión y el contenido. Así, es operación insoslayable el análisis lingüístico del texto literario por cuanto sin él no lo entenderíamos. En la obra literaria, la lengua, instrumento de comunicación, se convierte en fin de sí mismo, en lo que llamamos “lengua poética”. No otra cosa sugiere Jakobson cuando se refiere a la función poética del lenguaje, tal como apunta Alarcos.

Alarcos reiteraría, en sucesivas ocasiones, el poco fundamento de aquellos que hablaban de “opacidad” respecto de lo literario como si para lograr una obra literaria se precisara una expresión lingüística compacta, densa, compleja y alejada del simple mensaje directo cuando la realidad es que multitud de obras se caracterizan por un nítido lenguaje, casi desnudo, sin ningún ornamento o abalorio que lo adorne. La supuesta “opacidad” solo se puede admitir, en tal caso, como ambigüedad o multivocidad, esa que se le suscita al lector cuando comienza a leer un poema, pero que se atenúa –e incluso desaparece- ante la obra unitaria y global. Por eso siempre insistió Alarcos en que las dos particularidades esenciales en toda comunicación literaria eran, por un lado, que los mensajes lingüísticos prácticos y ordinarios se desarrollan en línea paralelamente a su decurso frente a los productos poéticos que, aunque forzosamente tienen también que manifestarse en unidades sucesivas, se caracterizan por su constitución interna global, unitaria, del mismo modo que un cuadro es una unidad pictórica cuando está acabado a pesar de haber sido pintado con pinceladas sucesivas; y, por otro lado, que el texto literario se presenta aislado, fuera de situación, al revés que el texto lingüístico cotidiano; es decir, no hay situación, esta ha de brotar de la propia obra literaria. Esas son las dos características principales de lo literario, pues los recursos que emplea la lengua en su uso literario son idénticos a los que utilizamos en el intercambio diario, pero en estos la situación está presente ya que sin ella no serían comprensibles mientras en aquellos esa situación se va creando a partir de las evocaciones sugeridas por la propia obra literaria.

Por tanto, parece claro que la esencia del texto literario se halla en la materia de que está hecho, la lengua, y ese material lingüístico ha de ser lo que sea objeto de estudio de forma primordial, como hizo el estructuralismo, lo que no ha de ser óbice para que, de forma complementaria, podamos atender a otros criterios externos de igual forma que en Lingüística se derivó hacia un funcionalismo más realista de corte martinetiano.

 Karl BuehlerTodo lo expuesto nos permite ver también la gloriosa amplitud del magisterio alarquiano. No en vano, siguiendo su espíritu ecléctico de tomar lo que considera mejor de unos y otros planteamientos, supo el maestro Alarcos configurar un pensamiento certero y riguroso empapándose de las aportaciones de las más insignes figuras, desde la escuela tradicional filológica española de Menéndez Pidal o Dámaso Alonso hasta las más modernas incorporaciones, entonces enormemente vanguardistas, primero con Louis Hjelmslev, y posteriormente con el brillante André Martinet, lingüista francés, representante de la escuela funcionalista, que destacó por primera vez la doble articulación del lenguaje o dualidad de estructuración, y cuyas numerosas obras y artículos se centran en la fonología: Economía de los cambios fonéticos (1955) y en la sintaxis: Elementos de lingüística general (1960), Gramática funcional del lenguaje (1979) o Sintaxis general(1985), además de su autobiografía de 1993 titulada Memorias de un lingüista, donde afirma que el propósito esencial de la lengua es “la satisfacción de las necesidades comunicativas” y que, por tanto, resulta prioritario determinar cuáles son los rasgos lingüísticos capaces de transmitir información; sin olvidarnos del ya mencionado Roman Jakobson, lingüista, fonólogo y teórico literario ruso, de origen judío (fallecido en Boston en julio del 82) de cuya teoría de la información, constituida en 1958 y articulada en torno a los factores de la comunicación (emisor, receptor, contexto, canal, mensaje y código), dedujo la existencia de seis funciones del lenguajela expresiva (o emotiva), la apelativa (o conativa), la representativa (o referencial), la fática (o de contacto), la poética (o estética) y la metalingüística, completando así el modelo de Karl Bühler. Recuérdese además que Jakobson fue, junto con André Martinet o Claude Lévi-Strauss, uno de los fundadores del Círculo Lingüístico de Nueva York, más tarde convertido en la Asociación Internacional de Lingüística. Al tener la ocasión de tratar a Claude Lévi-Strauss, entonces exiliado, y de influir en sus planteamientos estructurales de la antropología, más adelante, Jakobson fue reivindicado y sus libros bien difundidos en Francia, desde donde llegaron a España, entre otros países.

En definitiva, Alarcos supo conjugar las más brillantes contribuciones de los más ilustres maestros y, más importante si cabe, dejar un legado del que han podido disfrutar –y disfrutan- multitud de discípulos, ya directos, ya indirectos, algunos de los cuales han alcanzado merecido reconocimiento, caso de Salvador Gutiérrez Ordóñez, Manuel Iglesias Bango, Francisco Marcos Marín, Mª Luz Gutiérrez Araus, etc. Sin olvidar, por supuesto, los aspectos normativos, pese a su, en ocasiones, injusta impopularidad, donde es un auténtico maestro L. Gómez Torrego.

El poeta Ángel González y Emilio Alarcos llorachEn resumen, concluimos con Alarcos que la lengua literaria no es más que la lengua habitual limitada a sus propias y exclusivas posibilidades de comunicación (y se demuestra también a la inversa cuando fenómenos que se creían distorsiones de la lengua que habían de quedar relegadas al lenguaje literario, en realidad, se hallan totalmente insertos en el lenguaje cotidiano, como las metáforas[5], metonimias, etc.), por ende, el análisis lingüístico se torna esencial en cualquier acercamiento riguroso a la obra literaria o al texto que sea, en ello radica probablemente la polivalencia filológica del maestro Alarcos, que fue un lingüista de excepción, pero también un agudo y perspicaz crítico literario –recuérdense sus sobresalientes y extraordinarios trabajos sobre la poesía de Blas de Otero o de Ángel González-, e incluso un cautivador poeta secreto de indubitable talento como atestiguaron sus poemas publicados póstumamente[6]. De hecho, ya resaltó en su momento las innumerables virtudes de Alarcos Llorach otro egregio lingüista, el rumano Eugen Coseriu, también de ejemplar legado, con la iluminación filosófica de sus estudios de lingüística y, muy particularmente, con el aprovechamiento que hizo de su lúcida lectura de Aristóteles. En medio del desafío que supone la hipótesis del lenguaje como cáscara vacía, la opción realista que sostiene, con datos y argumentos, que el lenguaje siempre dice algo de algo es un homenaje al sentido común que en pleno siglo XXI resulta, tal como afirmaba Miguel Ángel Garrido Gallardo, muy de agradecer.

[1] Quintiliano fue un pedagogo y retórico hispanorromano, natural de Calahorra, quien ya aconsejaba que la reflexión metalingüística debía realizarse inicialmente a partir de textos, en actividades prácticas. Es, sin duda, uno de nuestros más insignes maestros de la Retórica.

[2] El estalinismo se define como la ideología política propugnada por Iósif Stalin (político soviético, 1879-1953) y sus seguidores, considerada por él como continuación del leninismo. No hará falta recordar la famosa anécdota del socialista humanista, burgués reformista y no revolucionario vinculado a la ILE, Fernando de los Ríos, durante su entrevista con Lenin en la que, según parece, De los Ríos le preguntó cuándo permitiría su gobierno la libertad de los ciudadanos. Según el relato de De los Ríos, Lenin habría rematado una extensa respuesta cuestionando “¿Libertad para qué?”. Fernando de los Ríos habría deducido de esta respuesta que se produciría una deriva totalitaria de la Revolución Soviética. A Federico García Lorca se le atribuyen los versos dedicados a De los Ríos de “Viva don Fernando, barbas de santo, padre del socialismo de guante blanco”.


[3] Villanueva, Darío: ‘Emilio Alarcos, crítico literario’. Artículo en El Cultural. 20/06/1999.

[4] Benedetto Croce (25 de febrero de 1866 – 20 de noviembre de 1952) fue un escritor, filósofo, historiador y político italiano. Figura destacada del liberalismo, su obra influyó en pensadores italianos tan diversos como el marxista Antonio Gramsci, el fascista Giovanni Gentile o el liberal Piero Gobetti.

[5] Véase Metáforas en la vida cotidiana de George Lakoff y Mark Johonson, Madrid, Cátedra (Colección Teorema).

[6] ALARCOS LLORACH, Emilio, Mester de poesía (1949-1993), editorial Visor.


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