Las nueve musas

Tempestad sobre Washington

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Otto Preminger fue el primero que desafió a la imposición de la lista negra que se había establecido en Hollywood. Precisamente, por contratar abiertamente, sin obligar a usar seudónimo, como guionista de ‘Éxodo’ (1960), a Dalton Trumbo, uno de los de Diez de Hollywood que se habían negado a testificar ante el Comité de actividades antiamericanas en 1947, por lo que serían encarcelados durante un año.

Otto Preminger

Al mismo tiempo, 48 ejecutivos de los Estudios de Hollywood, entre ellos, por supuestos, los jefes de los mismos, establecieron la declaración Waldorf, en la que deploraban el comportamiento de los Diez de Hollywood, y afirmaban que se comprometían a tomar las correspondientes medidas con respecto a a componentes subversivos y desleales, e invitaba al gobierno a redactar una ley en la que se explicitara qué medidas tomar con respecto a los sospechosos de afiliación comunista. En los Estudios de Hollywood se establecería una lista negra no detalladamente explícita, aunque en 1950 se publicaría una lista negra, en el panfleto Red channels, de 151 integrantes de la industria de Hollywood, con una proporción más elevada de guionistas, calificados como fascistas rojos y simpatizantes. Aquel que era nombrado quedaba imposibilitado de ser contratado de nuevo. Algunos se exiliaron, otros recurrieron al uso del seudónimo o de las tapaderas (otros guionistas).

Preminger además de feroz combatiente de estigmas lo fue también de los tabúes. Fue el cineasta que más desafió al código de censura. En 1953 le negaron el sello de aceptación para ‘The moon is blue’ por su tratamiento ligero del sexo ilícito, la virginidad y la castidad. Preminger, con el apoyo de United Artists, no dudó en recurrir a los tribunales para conseguir que se pudiera proyectar en algunos Estados que habían prohibido su exhibición (en una pequeña población de otro estado se proyectó separadamente para hombres y mujeres). El éxito de la película comenzó minar el poder del Código de censura. Posteriormente, proseguiría ese pulso por el tratamiento abierto del la adicción a las drogas en ‘El hombre del brazo de oro’ (1955). Y abriría la senda de su derrumbe definitivo con el enfrentamiento producido por ‘Anatomía de un asesinato‘ (1959). Preminger no cedió a sus requerimientos de que fuera censurado el uso de las palabras violación, esperma y climax sexual.

Estigmas y tabúes son cuestión nuclear en la magistral ‘Tempestad sobre Washington‘ (Advise and consent, 1962). Unos y otros centran las dos partes de la narración. En la elección del secretario de defensa, pesa sobre el candidato Leffingwell (Henry Fonda), propuesto por el presidente (Franchot Tone), la sospecha de un pasado comunista (que se consideraría, para algunos, como una mácula que anula su merecimiento para tal cargo). Para condicionar a quien dirige ese comité de senadores, Anderson (Don Murray), se le chantajea por una experiencia homosexual que vivió con un compañero de armas en el ejercito (en este aspecto, fue la primera producción de Estudio que mostró un bar de ambiente gay).

‘Tempestad sobre Washington’ (Advise and consent, 1962) está impregnada de una grisácea luz que dota de una singular condición fantasmal al escenario donde se desenvuelven los sombríos entramados de las diferentes maquinaciones políticas. Es un espacio mortecino, despojado de vida, un mundo sonámbulo atrapado en el artificio de su teatro, como si todo estuviera tamizado por una luz glauca. ¿Y que se dirime en este escenario, qué simulacro que parece dotar de movimiento a lo que no son más que resortes que ahogan las condiciones humanas? Se dirime una figura crucial en la definición de la política exterior, el Secretario de estado. El presidente, que padece una enfermedad terminal, propone a quien considera que aplicará su misma perspectiva y actitud, Leffingwell. Pero esta elección no será del gusto de algunos, sobre todo de los pertenecientes a la linea más conservadora, encabezados por el astuto Cooley (extraordinario Charles Laughton en su última interpretación; fallecería seis meses después del estreno), porque ven en él a alguien no sólo de ideas inquietantemente progresistas, sino amenazadoramente conciliadoras con aquello que consideran el enemigo, el bloque comunista. Cooley considera, incluso, que debilitará la posición de fuerza de Estados Unidos, como si la flexibilidad y animo conciliador y dialogante de Leffingwell, que acepta las concesiones como posible consecución de convivencia armoniosa, implicara subordinación y sometimiento. La palabra concesión, para el inflexible Cooley, implica lesión del orgullo, degradación y debilidad. Asocia la flexibilidad con la absorción y anulación de los propios valores.

Leffingwell carece de cualquier afán beligerante, y, por añadidura, posee la molesta aura de intelectual. Así que Cooley buscará ese flanco débil, para la opinión pública, sobre el que devaluar su imagen pública, y lo encuentra en su participación décadas atrás en un grupo comunista. Él no se avergüenza de su pasado, y aboga por la transparencia en la actuación política, pero estamos en el espacio escénico de las imágenes convenientes, y ahí se topa con lo que implica ese aspecto como fisura en su imagen pública, y más si afecta a otros políticos en ese pasado compartido. La letrina de la política se alimenta de la necesidad de vergüenzas que no deseen desvelarse. O que haya quienes la consideren así, aunque uno mismo no lo sienta de esa manera, como le ocurre a Leffingwell, quien lo considera como una fase del proceso de formación y aprendizaje de la vida, esa fase de la vida en la que contrastas para definir y perfilar tu actitud. Por eso, decidirá retirarse del escenario, porque pondría en riesgo a otros que no quieren desvelar esa actividad pasada, y porque sabe que no se dirimen sus cualidades reales, distorsionadas por la imagen pervertida generada por la mezquindad ajena. Y porque alguien como él, que apuesta por la transparencia se ve forzado a mentir, a ocultar un pasado del que no se avergüenza, para que no lo usen como instrumento descalificador en el mercado de los valores de imagen que prevalece en el escenario político. Y, por añadidura, porque se ve forzado, alguien cómo él que apuesta por la integridad, a humillar públicamente a un testigo de sus actividades pasadas para anular su testimonio.

Preminger plantea, por un lado, cómo la mentira (la negación de su relación pasajera con células comunistas), en este caso, resulta necesaria, porque la verdad, que se pretende desvelar, realmente no es reveladora, sino distorsionadora (no es comunista), valga la paradoja. Respecto a este aspecto, señalar que, en la sociedad estadounidense, esa persecución nominal de comunistas implicaba, en su sentido amplio, un intento de anulación de las actitudes progresistas (tanto en aspectos culturales, como políticos o económicos: en ‘El gran desierto’ de James Ellroy, por ejemplo, se plantea cómo sirvió en Hollywood para anular las luchas sindicales). Pero, a la vez, plantea el conflicto ético, de confrontación con la integridad y la consideración de las vidas ajenas (a las que afecta por extensión), tanto por la utilización de la mentira como por las consecuencias de las distorsiones que pueden derivar de la verdad.

Quien tiene la decisión última en decidir si Leffingwell es el candidato válido sufrirá lo opuesto. El joven senador por Utah, Anderson, es un hombre de valores rígidos, y esa es su perdición. Cuando le presionan para que tome una posición, le chantajean con un episodio de una relación homosexual que vivió durante la guerra, y esto le supera, porque en su caso, sí supone, a diferencia de Leffingwell, una vergüenza. Para él supondría no sólo un deterioro de su imagen, sino el afrontar algo que su mentalidad no ha logrado asimilar con naturalidad, sino que ha ocultado, incluso a su esposa, porque más bien lo vivió como un desliz circunstancial ajeno a él (como una anomalía, no como una parte de un proceso de formación, como Leffingwell). y le conducirá a la muerte, al suicidio, al no poder soportarlo (su integridad le impide ceder a la presión, pero a la vez no consigue siquiera compartir con su esposa el conflicto que sufre, porque nunca ha compartido con ella esa experiencia pasajera pretérita). Anderson, que no se mostraba flexible con respecto a Leffingwell, porque había mentido al comité, sin intentar comprender sus razones, se encontrará en su misma posición, y también miente u omite. Quien juzga se ve en la misma posición de aquel a quien juzgaba de modo inflexible. Y es incapaz de afrontar esa posición de estigma, porque también le pesa la del juez rígido. El presidente, cuando intentaba convencerle de que fuera comprensivo con el motivo de la mentira de Leffingwell, o la no necesidad de la verdad, le intenta hacer ver que no todo en la vida es blanco o negro, que también hay grises, matices, circunstancias, que hay que considerar. Pero Anderson no compartía esa perspectiva, para él si hay blanco y negro, opuestos que son lo deseable o lo indeseable. Esa concepción rígida será la que determine su muerte voluntaria, como quien asume la derrota de su irresoluble contradicción.

Al respecto de ambos procesos, los de Leffingwell y Anderson, es interesante observar que no se plantea si es verdad o no aquello de los que se les acusa, o de los que se les quiere estigmatizar o condenar, sino que se pone en cuestión el estigma o el tabú, sus cloacas y abismos. Porque ¿Quiénes son? Ambos vivieron esa experiencia, pero esa revelación no convierte a la verdad en iluminación, ni siquiera necesariamente en definición de una identidad, sino que confronta con, o evidencia, la condición del ser humano como ser en proceso de formación y su multiplicidad. El estigma y el tabú reducen y distorsionan, como alfileres de taxidermista. Son instrumentos de la concepción de la realidad como escenario, como entramado e institución de mascaras, de cuadrículas y casillas que encajonan las evaluaciones de la conducta humana, y su repertorio de atributos, como un rígido código de circulación.

Cáustica ironía, la decisión de Anderson no hubiera tenido, al final, relevancia alguna, ya que el presidente muere antes de que el senado realice la correspondiente votación de aceptación o no del candidato. Su puesto es tomado, de nuevo apunte salazmente irónico, por el vicepresidente (Lew Ayres), un personaje humilde, sensato y templado, ajeno a las intrigas, en todo momento en la periferia del juego de las estrategias porque nadie le tiene en consideración. No sólo es que la muerte de Anderson haya sido inútil, sino que desvela la abyecta condición de un teatro donde la condición humana es ultrajada y subordinada al espectral símulacro de una representación donde los individuos son piezas de un tablero. Al final, sólo queda el escenario y esa ilusión de movimiento de figuras sin identidad en el teatro del congreso, el cruel engranaje de una institución. Espectros en espera de un nuevo drama.

Alexander Zárate

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